Capítulo 1
La globalización protectora del fraude fiscal
El Estado de bienestar es la joya de la corona de las democracias pluralistas europeas. Es la fórmula de gobierno que ha logrado —después de la Segunda Guerra Mundial— el consenso básico que ha permitido el progreso económico y social de la segunda mitad del siglo XX. Incluso aunque estuviese jalonado de crisis periódicas.
Sin el Estado de bienestar no sería entendible la Unión Europea, institución supranacional garantizadora de la paz en nuestro continente.
El Estado de bienestar, o Estado social, ha logrado durante décadas reunir en Europa cuatro realidades esenciales: derechos sociales básicos (como la salud, la educación, las pensiones o la asistencia social), la economía de mercado, las libertades fundamentales y la democracia.
El Estado de bienestar es la otra cara de la moneda del Estado Constitucional de Derecho. No son concebibles uno sin el otro, al menos en la cultura europea. Es diferente en América, donde a Estados Unidos le ha costado acercarse al modelo europeo y aún está lejos de él. Lo mismo pasa en otros países latinoamericanos. Y es muy diferente en África o Asia, donde, sencillamente, no hay Estado de bienestar ni —con diversos grados— Estado Constitucional de Derecho.
Pues bien, el Estado Social y Democrático de Derechos, por utilizar la fórmula del artículo 1º de la Constitución española, tiene dos pilares económicos imprescindibles: los impuestos progresivos y los gastos públicos. En un alto nivel. Mientras que en la Unión Europea la media de presión fiscal está por encima del 40% del PIB, en Estados Unidos está por debajo del 30%, y en otros países (particularmente africanos, asiáticos o latinoamericanos) no llega ni al 20% del PIB.
Con un 40% de PIB de presión tributaria, se puede tener una sanidad y una enseñanza públicas y universales y unas pensiones de jubilación o viudedad dignas. Con un 20% de presión tributaria, lo anterior es imposible. Así que la Europa contemporánea no es pensable sin impuestos directos e indirectos consistentes y suficientes. En cuanto a los directos, la progresividad es necesaria, de modo que cumplan una función redistributiva de las rentas. También una función dinamizadora de la economía, de su crecimiento y de la creación de empleo.
Estos principios económicos —base del contrato social del siglo XX y de la estabilidad democrática— han sido sostenidos sin interrupciones por las dos grandes familias políticas europeas: la democristiana conservadora y la socialista o socialdemócrata.
Hasta finales del siglo pasado, el Estado de bienestar, basado en la fuerte tributación progresiva y por tanto en el dominio de la política sobre los excesos del mercado, ha convivido sin riesgo con el libre intercambio de bienes. Con la economía de mercado. Ha convivido, asimismo, con una financiación privada de la actividad económica.
El punto de inflexión o de desequilibrio de ese modelo ha nacido en Estados Unidos y afecta sensiblemente a Europa. La potencia norteamericana en casi todos los campos vinculados a la producción ha logrado que se impongan desde las últimas décadas del siglo XX tres fenómenos que, a la postre, entran en contradicción con el modelo social europeo: la desregulación del sistema financiero; el avance impetuoso del endeudamiento público y privado como sustituto de la imposición directa; y el surgimiento y desarrollo imparable de unos nuevos agentes económicos: las compañías multinacionales. Las tres tendencias van a moverse dentro de un contexto más bien proteccionista del comercio mundial de bienes y servicios en contraste con la absoluta liberalización de las transacciones financieras sin fronteras.
Este panorama globalizador abre la puerta al factor más patológico de la economía capitalista moderna: la evasión o fraude fiscal a gran escala, es decir, la “industria de la evasión fiscal”. Un hecho agudizado y llevado a su paroxismo con la Gran Crisis económica o Gran Recesión de la primera década del siglo XXI.
Asistimos a un salto cualitativo del fraude fiscal en el nivel supranacional. Lo hacen posible técnicamente las tecnologías de la información. Lo potencian económicamente las compañías multinacionales ávidas de beneficios y de competitividad por la vía de no pagar impuestos allí donde se generan los beneficios. Lo permiten políticamente: de un modo directo, las jurisdicciones offshore o paraísos fiscales y, de un modo indirecto, los gobiernos occidentales, que no han afrontado un problema de esa magnitud a la altura y con la voluntad y firmeza que exige.
¿Qué es lo peor de todo? La herida gravísima que se inflige en el tambaleante Estado de bienestar, es decir, en la vida de las personas corrientes, los que no quieren, o ni siquiera podrían, defraudar a sus conciudadanos.
Las cifras son absolutamente escalofriantes. Las estimaciones del patrimonio financiero privado depositado en los paraísos fiscales oscilan entre los 32 billones de dólares que calculó James Henry (Tax Justice Network) y la muy prudente cifra de 7,5 billones de dólares que considera Gabriel Zucman.
Por su parte, Oxfam Intermón viene calculando que los paraísos fiscales que están oficial u oficiosamente bajo jurisdicción de países de la Unión Europea (particularmente de Reino Unido) tienen depósitos de 9,5 billones de euros.
En cualquiera de los casos, aun tomando la estimación más baja, eso supone que el 8% del patrimonio financiero de las familias estaría oculto en los paraísos fiscales. Y a esto habría que añadirle el patrimonio inmobiliario. Es decir, una cantidad de dinero probablemente incalculable que no paga impuestos.
El daño a los bienes públicos sí que es incalculable. El daño al Estado de bienestar, acosado por una crisis que aún no ha terminado, es verdaderamente serio. Va más allá, hasta herir la propia democracia.
Capítulo 2
La industria de la evasión fiscal
Algunos economistas suelen decir que la evasión fiscal es la inevitable consecuencia del peso de los impuestos. A más impuestos, mayor delincuencia fiscal. En consecuencia, la receta sería bajar los impuestos, especialmente a las grandes fortunas, a los altos salarios y a los altos beneficios empresariales. Así no tendrían la tentación de huir de las haciendas públicas, de no declarar los ingresos o beneficios y de utilizar el refugio de países o territorios que les van a recibir sin pedir explicaciones y a un precio muy asequible.
Nada más lejos de la realidad. La ola neoliberal de los años ochenta y noventa si por algo se caracteriza es por el desplome en los tipos de los impuestos sobre la renta, el beneficio de las sociedades o el patrimonio. Desde entonces, se empezó a hablar de “crisis fiscal del Estado” (James O’Connor, 1981). La tesis de O’Connor era que el Estado moderno sufraga los costes y gastos sociales, es decir, los socializa, pero los beneficios no se socializan simultáneamente a través de la tributación progresiva. De ahí que se produjese ya a finales del siglo pasado una incertidumbre creciente en las finanzas públicas. Lógico ante lo que bien pudo llamarse “i...