El valor desconocido
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El valor desconocido

  1. 164 páginas
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El valor desconocido

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Información del libro

Richard Hieck, auxiliar de investigación en el observatorio astronómico y aspirante a doctor en Matemáticas, enamorado de la claridad y la solidez de las matemáticas, es incapaz de sustraerse al enigma que para él representa la existencia. ¿Dónde queda la vida? ¿Dónde su sentido insondable, ese «valor desconocido» que ninguna ciencia puede computar, que ningún saber puede abarcar? En esta deliciosa novela, inédita hasta el momento en nuestra lengua, Hermann Broch, uno de los grandes escritores europeos del siglo xx, nos propone una visión del mundo académico no exenta de crítica y humor y plantea cuestiones (¿cómo conciliar razón y pasión?, ¿cómo vivir?) que siguen siendo tan acuciantes en nuestros días como lo eran en la Europa de entreguerras.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2020
ISBN
9788418342202
Categoría
Literature
TERCERA PARTE
1
El tormentoso comienzo del verano había dado paso directo a un calor tremendo. Los parques y jardines de la ciudad se habían vuelto apagados y superfluos, ya no eran las islas de vida en medio del mar de piedra muerta que pretendían ser, también se veían muertos. El bosque de coníferas que rodeaba el observatorio estaba seco, el barniz de humedad de las agujas había desaparecido, de los troncos brotaban espesas gotas de resina. El suelo de pinocha del bosque estaba todo seco y marrón.
Se acercaban las vacaciones. Weitprecht no había terminado el programa del curso ni por asomo, pretendía prolongar las clases una semana. Pero nadie necesitaba un descanso más que él, se le notaba.
Kapperbrunn dijo:
–Es el calor, en verano siempre se nos derrumba. Pero no hay nada que hacer, él continúa con sus clases.
Anton Krispin se había quitado el chaleco. Ahora llevaba la bata directamente sobre la camisa. El reloj de plata se balanceaba ahora de su cadena colgado en una estantería del cuarto del bedel.
En la medida en que las tareas del observatorio lo permitían, Hieck seguía trabajando en el instituto de la universidad. Quería continuar así. Asistía a algunos seminarios, se había hecho cargo de algunas clases y daba conferencias. Sobre todo, de temas relacionados con la lógica matemática y la teoría de conjuntos. Ahora gozaba de una posición respetable, estaba entre los ilustres. Su contribución se había publicado en la Revista de Crelle, lo cual no dejaba de ser todo un aconte­cimiento en el pequeño mundo del instituto.
Un día, Weitprecht lo llamó a su despacho.
Encima del escritorio se apilaban los papeles. También encima de las sillas había algunos montones. Weitprecht estaba de pie en medio del despacho, cansado y sin saber qué hacer:
–Tengo que poner orden, doctor Hieck…, quién sabe cómo estará la cosa después de las vacaciones, y sería una pena por todo este material.
–Sí –dijo Hieck, sin saber él tampoco dónde podía desem­bocar todo aquello, aunque veía claro que Weitprecht tenía la intención de endosarle su legado a alguien.
–Usted va a estar aquí durante las vacaciones, ¿no? –preguntó el catedrático.
–Sí –respondió Hieck.
–Porque Kapperbrunn se marcha.
Callaron durante un rato.
Weitprecht retomó la conversación con cautela:
–Mi mujer insiste en que salgamos de viaje…, el médico recomienda un balneario, por el corazón…, mi mujer está pensando en Bad Nauheim.
A Hieck no le decía nada ese nombre.
–Bueno, entonces yo quería preguntarle si usted podría echar un vistazo a estos papeles, siempre que cuente con tiempo para ello, claro…, a usted, que está familiarizado con mis investigaciones, le resultará fácil.
Hieck lanzó una mirada de notoria consternación a los montones de papeles.
En tono tranquilizador, Weitprecht añadió:
–Está todo por orden cronológico. Luego, además, los trabajos de mecánica ondulatoria llevan una O. en la esquina derecha, y los de teoría cuántica una Q. Mire, ¿ve? Es muy fácil…, y todo lo demás es parecido, sólo a veces hay que fijarse en las interrelaciones entre unas cosas y otras…, es muy fácil.
Se olía el polvo viejo del papel; a Hieck le entraron ganas de meterse el dedo en la nariz, pero se limitó a rascarse la barbilla.
–Los trabajos matemáticos correspondientes están en ese armario –añadió Weitprecht de propina, señalando tími­damente los cajones de un armario.
–Ya –dijo Richard.
–Claro que, por otra parte… –el rostro de Weitprecht se tornó aún más preocupado–, en realidad habría que terminar con toda la serie de experimentos que tengo en marcha… Pero con eso ya está la señorita Magnus, lo único es que vendría bien que la supervisara alguien.
Cuando Richard salió del despacho, Kapperbrunn le empezó a tomar el pelo:
–Enhorabuena por la tarea para las vacaciones.
Hieck estaba bastante turbado.
–Dios sabrá cómo voy a poder hacer todo eso.
Kapperbrunn lo tranquilizó:
–No se agobie, hombre…, ya le buscaremos un negro.
–¿Cómo?
–Pues eso, un negro, o si lo prefiere, una negrita guapa, no me diga que pretende ocuparse de todo eso usted solo…, alguna de las chicas querrá tener el honor, lo único es que no hay que decírselo a Weitprecht.
En ese tipo de cosas, había que reconocer que Kapperbrunn era insustituible. Con todo, Hieck preguntó con recelo:
– Entonces, ¿por qué no se ha prestado a hacerlo usted?
–¿Yo? Hombre, porque me marcho de vacaciones, y porque quería tener esa deferencia con usted. Si he sido yo quien ha animado al viejo a pedírselo. Sólo quería disfrutar un poco de la sorpresa que se ha llevado, si no, ya se lo habría contado yo antes.
Kapperbrunn le guiñó un ojo a través de las gafas. Ahora, incluso Hieck se tuvo que reír.
–A ver, ¿a quién quiere, Hieck?
Hieck recurrió a la solución más inmediata.
–La señorita Magnus va a estar terminando los experimentos de todas formas.
–Suponiendo que Krispin esté de acuerdo, pero compartirá la opinión, más que justificada, de que el mundo no se va a perder nada porque eso se deje para el otoño.
–Así podrían estar antes los papeles.
Kapperbrunn hizo una mueca de desaprobación.
–Pero a la Magnus lo único que le importa es sacarse el doctorado. El día en que termine esa serie de experimentos saldrá por la puerta y adiós, de eso puede usted estar seguro. Ésa sí que es una chica lista.
Hieck se aventuró un paso más lejos:
–¿Y la señorita Wasmuth?
–Hum, Hilde Wasm...

Índice

  1. Índice
  2. Primera parte
  3. Segunda parte
  4. Tercera parte
  5. Cuarta parte
  6. Quinta parte
  7. Notas