Capítulo 1
Para un marco teórico: de la historia
de la psiquiatría a los Mad Studies
Un punto de partida:
la ‘perspectiva del paciente’
El historiador británico Roy Porter publicó en 1985 un artículo titulado “The Patient’s View: Doing Medical History from below”, en el que abogaba por hacer una historia de la medicina basada en las experiencias y el punto de vista de los enfermos. No se trataba de una propuesta aislada, pues aquel mismo año apareció el Homo patients de Heinrich Schipperges (1985) iniciando una tradición en el ámbito académico alemán que ha encontrado continuidad en trabajos posteriores (Stolberg, 2003). Esta “historia desde abajo” (history from below) que Porter propugnaba tenía, sin embargo, unos antecedentes que podrían remontarse a la historiografía marxista de George Lefebvre (1924), a sus pioneros trabajos sobre el punto de vista de los campesinos en la época de la Revolución francesa y, sobre todo, a los historiadores marxistas británicos de los años sesenta (Thompson, 1963; Hobsbawm, 1970), empeñados en dar protagonismo a las “víctimas de la historia” (la clase trabajadora) o de hacer la historia de la “gente corriente”.
Aunque existían aportaciones que con anterioridad habían insistido en la importancia de tener en cuenta a los pacientes, y no solo a los médicos, en el ámbito de la historia de la medicina (Sigerist, 1951; MacDonald, 1981) el artículo de Porter antes citado llegó a ejercer una enorme influencia en la historiografía médica del momento, que fue creciendo con publicaciones simultáneas o posteriores (Porter y Porter, 1988; 1989). El libro colectivo Patients and Practitioners, editado también por Porter (1985), contiene un conjunto de trabajos que, prestando especial atención al contexto sociocultural, muestran de qué manera los pacientes percibían e interpretaban sus dolencias. Esta historia de la medicina “desde la perspectiva del paciente” ha dado lugar a trabajos interesantes por parte de modernistas (Forster, 1986; Zarzoso, 2001; Rieder, 2010), entre los que cabe destacar el libro de Carolin Schmitz (2018) sobre Los enfermos en la España barroca y el pluralismo médico, una investigación precedida de una exhaustiva revisión historiográfica sobre la “historia del paciente”. En general este tipo de trabajos utiliza fuentes de archivo, como libros de casos (casebooks), correspondencia entre médicos y pacientes, procesos criminales o civiles y, en ocasiones, obras literarias (Schmizt, 2018: 34 y ss.).
Ahora bien, en el caso de los “pacientes mentales”, ¿es posible valorar su propia perspectiva? Y, en caso afirmativo, ¿cómo acceder a unas fuentes que nos informen sobre sus puntos de vista? El mismo Roy Porter nos contesta: “Los escritos de los locos pueden leerse no solo como síntomas de enfermedades o síndromes, sino como comunicaciones coherentes por derecho propio” (Porter, 1987: 51). El historiador llamaba así la atención sobre la necesidad de acometer el estudio de unas fuentes, hasta entonces escasamente exploradas, desde una perspectiva sociocultural que tenga en cuenta la subjetividad del paciente y no solo su utilización en el ámbito del peritaje experto. Trabajos recientes han seguido esta estela, actualizando la obra de Porter y haciendo hincapié en la importancia de las narrativas de los pacientes para la historia de la medicina y de la psiquiatría (Davis, 2001; Condrau, 2007; Huertas, 2012).
Los escritos de los locos y las locas pueden, no obstante, considerarse en el marco de dos escenarios diferentes: uno psicopatológico, en el que el “diálogo con el insensato”, según la expresión de Gladys Swain (1994), adquiere una inusitada importancia en las prácticas del alienismo. Sin duda, Juan Rigolí (2001) es quien más claramente ha explicado la ambición con que los primeros especialistas en medicina mental fundaron una semiología psíquica basada en el conocimiento de la palabra y los escritos de los alienados. Se trata, al menos en parte, de una cierta relectura del alienismo (Tardits, 2002) que nos ofrece claves de interés para comprender no solo la importancia del “discurso” de la locura, sino también la necesidad de los nuevos expertos en recurrir a unos conocimientos y a una cultura no médica: la filosofía, la estética, la lingüística, la retórica, etc., de indudable utilidad para la construcción y difusión de una semiología de la subjetividad (Huertas, 2014).
Además de este escenario psicopatológico, la escritura de los pacientes mentales se nos puede presentar también en un escenario sociocultural, como muestra de experiencias, individuales o colectivas, de sufrimiento psíquico y de locura, de internamientos y de estigma social, siempre en el marco de contextos cambiantes, pues como bien argumentaba George Rosen a finales de la década de los sesenta:
El estudio histórico del enajenado mental se debe llevar a cabo teniendo siempre en cuenta el clima emocional e intelectual que prevaleció en cada periodo, los factores sociales, políticos e ideológicos que han influido en la teoría y en la práctica psiquiátrica, y el grado en que los problemas cruciales, como el definir la locura y separarla de la cordura, se han formulado en contextos organizados según dimensiones morales, teológicas, legislativas y sociales más que en términos médicos (Rosen, 1968).
En definitiva, la historia de la psiquiatría desde la perspectiva del paciente ha permitido acceder a niveles interpretativos que no serían posibles desde otros enfoques historiográficos, dando lugar a una tradición que se afianzó en los años ochenta del siglo XX y que ha continuado cultivándose con esmero. Sin embargo, para nosotros debe ser solo un punto de partida desde el que avanzar y dialogar con nuevas propuestas desarrolladas en otros ámbitos académicos o extracadémicos. La importancia otorgada desde los llamados estudios culturales a las clases y grupos subalternos como sujetos históricos, presente ya en Gramsci (1975), ha introducido elementos de reflexión fundamentales, como los que tienen en cuenta el grado de adhesión, negociación o resistencia de dichos sectores a los discursos y prácticas hegemónicas (Guha y Spivak, eds., 1988; Mignolo, 2003). Prestar atención a estas dinámicas nos obliga a revisar y ampliar el concepto de “punto de vista” buscando una trasversalidad que supere los estrictos límites disciplinales.
Punto de vista y conocimiento situado
No voy a extenderme aquí en los orígenes filosóficos de la categoría “punto de vista”, que se remontarían a Hegel o a Wittgenstein, que continuaría con autores como Jon Moline (1968) y que llegarían a nuestros días (Vázquez Campos y Liz Gutiérrez, 2015). En el fondo, la noción “punto de vista” es bastante multifuncional y está sujeta a interpretaciones diversas. Para los objetivos de este ensayo, entenderemos “punto de vista” como una actitud proposicional; es decir, como una manera específica y declarada de la actitud, individual o colectiva, con la que se enfoca un asunto o se piensa y se opina sobre algo. Este uso de la expresión “punto de vista” sería sinónimo de “perspectiva” y, como ha podido observarse, estoy utilizando ambos términos de manera indistinta.
Sin embargo, lo que más me interesa destacar, aunque sea de manera muy breve y utilitaria, son las aportaciones realizadas por autoras feministas a la “teoría del punto de vista” (standpoint theory) y al concepto de “conocimiento situado”. Desde esta teoría se argumenta que las perspectivas del individuo, su forma de ver el mundo, están moldeadas por sus experiencias sociales y políticas; experiencias que pueden ser grupales o individuales. Las primeras darían lugar a perspectivas generales y comunes en determinados colectivos, pero sin las segundas —las más puramente biográficas— el punto de vista de cada persona no sería comprensible. El concepto de “conocimiento situado” surge de todo este andamiaje discursivo que se configuró durante los años setenta y ochenta del pasado siglo como “una teoría crítica feminista sobre las relaciones entre la producción de conocimiento y las prácticas de poder” (Harding, 2004: 1). Tanto Nancy Hartsock (1983) como Sandra Harding (1993) profundizaron en la formulación y en la trascendencia de dicha teoría y, algunos años más tarde, Alison Wylie acabó definiéndola del siguiente modo:
La teoría del punto de vista es una epistemología social y explícitamente política. Su idea central y principal motivación es una tesis de inversión: aquellos que están sujetos a estructuras de dominación que sistemáticamente los marginalizan y oprimen, pueden de hecho ser epistemológicamente privilegiados en algunos aspectos cruciales. En virtud de lo que usualmente experimentan y cómo comprenden su experiencia, pueden conocer cosas diferentes o conocer mejor ciertas cosas frente a aquellos más favorecidos (social o políticamente). Las teóricas feministas del punto de vista argumentan que el género es una dimensión de diferenciación social que puede hacer de dicha diferencia una cuestión epistemológica. Su objetivo es comprender cómo surge en concreto la parcialización sistemática del conocimiento autoritario, su androcentrismo y sexismo, a la vez que dar cuenta de las contribuciones constructivas efectuadas por aquellos que trabajan desde puntos de vista marginales (especialmente puntos de vista femeninos) para contrarrestar dicha parcialización (Wylie, 2003: 26).
En el texto precedente se pueden identificar dos aspectos centrales: por un lado, el carácter situad...