INTRODUCCIÓN
Del golpe de efecto al acto de fe
El 28 de diciembre de 1997 se inauguró en la Royal Academy of Arts de Londres la exposición “Sensation”, que exhibía la colección de Jóvenes Artistas Británicos, propiedad del magnate publicitario Charles Saatchi. ¿Quiénes eran los Young British Artists (YBA)? Su jefe de filas era Damien Hirst, la principal estrella de la cuadra Saatchi desde que alcanzó la fama con su célebre urna con un tiburón y una oveja (por Dolly), titulada A Thousand Years. Y otras celebrities del mismo establo eran Gary Hume, Gavin Turk o Tracey Emin, que presentó una tienda de campaña con los nombres de todas las parejas con quienes tuvo sexo. Pero la obra que despertó mayor indignación moral fue la de Marcus Harvey, que exhibió un retrato pintado con huellas de palmas de mano infantiles de Myra Hindley, la tristemente célebre “asesina del pantano”, conocida en todo el Reino Unido por haber violado y asesinado a cinco niños con su cómplice Ian Brady. El otro centro de atracción fue la madonna negra pintada con excrementos de elefante y aureolada con un collage de fotos arrancadas de revistas porno que presentó Chris Ofili, un artista afro. Y la tercera piedra de escándalo fueron los maniquíes infantiles con nariz-de-pene y boca-de-vulva que exponían Jake y Dinos Chapman. Por supuesto, semejante vernissage provocó un escándalo “sensacional” (valga la redundancia, según la consagrada expresión formularia que reiteran una y mil veces los periodistas). Tan airadas fueron las reacciones de protesta que la Royal Academy se abarrotó con colas interminables hasta que concluyó, y fue inmediatamente trasladada primero a Berlín y luego a Nueva York, donde su alcalde Giuliani (el de la lucha contra el crimen mediante la “tolerancia cero” contra las “ventanas rotas”, hoy abogado de Trump) amenazó con retirar la subvención municipal.
¿Quién era Charles Saatchi? Se hizo mecenas y marchante de arte gracias al éxito obtenido como genio publicitario titular de la agencia Saatchi & Saatchi, cofundada con su hermano Maurice. Y su golpe más sonado fue haber diseñado y producido la campaña de marketing electoral que en 1979, tras lustros de predominio laborista, llevó al poder a la “dama de hierro”, Maggie Thatcher (la premier que aplastó a los sindicatos e inventó el neoliberalismo), bajo el slogan “El labour no funciona” como lema de campaña (USP). Por eso no resulta sorprendente, aunque suene paradójico, que casi veinte años después Saatchi fuera el árbitro de la innovación vanguardista en la cool britannia de Tony Blair, el flamante creador del new labour, y de la “tercera vía” interclasista, que acababa de ganar sus primeras elecciones el 1 de mayo (¡el Día del Trabajo, sagrado para los sindicatos!) de ese mismo año, devolviendo al laborismo al poder por mucho tiempo. Pero es que el viejo labour al que venció Thatcher, abriendo así la nueva etapa histórica de la “democracia de mercado”, no tenía nada que ver con el “nuevo laborismo” que fabricó Blair, transformando un sólido “partido de masas”, constructor del británico welfare state, en un líquido (por decirlo a la maniera de Bauman) partido “atrápalo-todo” (catch-all party), imitado por doquier.
Sobre este cambio de época y sobre este cambio de política versa el libro que ahora comienzo, para narrar la transformación de la democracia representativa por obra del marketing electoral. Y si lo he iniciado trayendo a colación la exposición de Saatchi, “Sensation”, no ha sido solo para utilizarla como señuelo ilustrativo, sino además porque ese concepto ideado por un mago de la publicidad representa muy bien el sentido mismo de lo que aquí se va a investigar, que es el efecto buscado por las herramientas retóricas de las campañas electorales, cuando intentan captar y capturar la atención de los ciudadanos desatentos para convertirlos en votantes adictos y leales. Eso se logra causándoles una gran “sensación”, es decir, logrando acertarles con el impacto de un mensaje sensacionalista. Y para eso todo vale, con tal de que sorprenda e impresione, desde una exposición de presuntas obras de arte escatológicamente provocativas hasta la deliberada filtración de un soez comentario de Trump: “Cuando eres una estrella ya puedes agarrarles del coño porque te dejan hacerles lo que sea”. ¡Y funciona!
El campo de estudio académico que analiza estos asuntos es la “comunicación política”, que no solo investiga las campañas electorales, aunque estas sean su objeto prioritario de interés en el que se invierte la mayor parte de la financiación recabada, sino que abarca un horizonte mucho más amplio, como tendremos ocasiones de comprobar recorriendo su extenso repertorio de herramientas y aplicaciones prácticas, que están bastante diversificadas. Pero el común denominador de todos los fenómenos que vamos a considerar es la emisión de mensajes destinados a producir efectos sobre alguien con intencionalidad política. ¿Qué efectos?: causar “sensación”, como ya he dicho. Pero esa sensación se puede suscitar o provocar con un abanico de posibilidades bastante abierto, desde el simple “golpe de efecto”, impactante pero efímero, al más perdurable por converso “acto de fe”, por expresarlo de forma coloquial.
Veamos el más famoso golpe de efecto ocurrido en nuestro Congreso de los Diputados. Se escenificó el viernes 22 de enero de 2016, recién celebradas las elecciones generales del 22 de diciembre que habían arrojado una composición del Parlamento sin mayoría clara, mientras en la Zarzuela el monarca daba audiencia a los líderes políticos para ver quién se postulaba como candidato a presidente del Gobierno. Pues bien, cuando el líder del nuevo y flamante partido Podemos se presentó en el Congreso ante la prensa para dar cuenta de su audiencia real, y mientras el líder socialista Pedro Sánchez todavía continuaba reunido con Felipe VI, Pablo Iglesias tuvo la insolente osadía de proclamar, a espaldas del interfecto, que había propuesto al rey postularse a sí mismo como vicepresidente de un Gobierno de progreso presidido por Sánchez, en el que Podemos se reservaría los puestos más importantes. Excuso recordar lo asombroso, sorprendente y espectacular que resultó su golpe de efecto. Todos los medios se hicieron eco durante días del ridículo en que Pablo hizo caer a Pedro.
En efecto, la sensación provocada fue tal que durante toda esa legislatura finalmente abortada se tuvo la impresión de que a la próxima ocasión Pablo Iglesias le daría el sorpasso a Pedro Sánchez. Lo que al final no ocurrió, pues en las siguientes elecciones Podemos perdió un millón de votos mientras que el electorado socialista aguantaba el tirón pese a la defenestración de su líder. Y no solo eso, pues tras un sorprendente acto de fe, los militantes de base del PSOE llevaron a Sánchez en volandas para elevarlo de nuevo al poder en Ferraz, como si confiaran ciegamente en él. La lealtad partidista se había impuesto a la astucia marrullera y al cálculo estratégico.
Pero aún hay otros ejemplos de gestos sensacionalistas y confianza ciega que resultan mucho menos edificantes que estos. Pensemos en la campaña electoral del ya citado presidente Trump, que estuvo jalonada por resonantes golpes de efecto que le llevaron a proclamar con arrogante insolencia: “Podría disparar a la gente en la Quinta Avenida y no perdería votos”. Y así parece ocurrir según los más recientes sondeos, pues tras dos años en el poder, con continuos desprecios a la prensa libre a la que ha designado como el “enemigo del pueblo”, frecuentes ataques y desplantes a sus aliados internacionales y cotidianos mensajes de Twitter en los que demuestra su más absoluto desprecio por la corrección política, no parece haber perdido ni uno solo de sus antiguos votantes, cuya confianza en su presidente no ha hecho más que afianzarse todavía más. Hasta el punto de que muchos lectores estarán preguntándose: ¿cómo es posible que alguien tan poco respeta...