Capítulo 1
SE ACABÓ EL CARRETE
“¡Qué rápido pasa el tiempo!”, me comentaba el portavoz en el senado de CiU, sentado como yo en el tercer banco de uno de los laterales de la catedral de la Almudena en Madrid. “¡Ya lo creo!”, replicaba el del PSOE. Estábamos sentados allí como colegiales, pues iba a dar comienzo la misa funeral en recuerdo del décimo aniversario de los atentados de Madrid conocidos como los del 11-M. Una parte del PP atribuyó aquella tragedia a la victoria electoral de Rodríguez Zapatero en 2004. Otros llamaron a Pérez Rubalcaba “príncipe de las tinieblas” por haber pedido la noche electoral del 13 de marzo que España necesitaba un presidente del Gobierno que no mintiera. Y otros criticaron la falta de reflejos políticos de José María Aznar por no haber convocado en la Moncloa una reunión con todos los líderes políticos y haberles informado de lo que sabía y de lo que había.
Rubalcaba llegó en ese momento a la catedral y lo sentaron en la segunda fila de bancos, en la fila de al lado de los que iban a ser ocupados por el Gobierno, los expresidentes, los presidentes del Tribunal Supremo y del Constitucional y los presidentes de ambas Cámaras. Era una misa de alto standing, con Rouco al frente.
Cuando me vio, vino a saludarme. Mantenemos una buena relación personal. Es un tipo inteligente que tenía en ese momento a su partido convertido en un gallinero. Que si primarias, que si él repetiría, que si Susana Díaz iba a por todas, que si las elecciones europeas, que si… En el aparte de pasillo me comentó algo que debía ser parte de lo que estaba padeciendo: “Cada vez me gusta más trabajar con la gente de mi generación”. Los Madina, los Sánchez, los Chacón, los Díaz y los López tenían su puesto de mando convertido en un bebedero de patos. “Pues lo tienes claro, Alfredo, hazte del PNV”, le dije; y él, con su sonrisa de conejo, y yo, circunspecto, volvimos a nuestros bancos.
“La puntualidad es la cortesía de los reyes”, dije en voz alta. El portavoz del PP se volvió y sonrió nerviosamente. Llevábamos más de 15 minutos esperando a su Majestad; comprobamos que estaba a punto de llegar cuando el cardenal Rouco Varela, presuroso y con báculo, fue a recibirle a la puerta de la catedral para, al poco, entrar con Juan Carlos I y su séquito. “Solo falta el palio”, farfullé. Ya esta vez no sonrieron.
Rouco hizo una de las suyas en el sermón. Sustituido por monseñor Ricardo Blázquez en la presidencia de la Conferencia Episcopal y ante aquel panorama se dio cuenta de que el tiempo de su magisterio tridentino estaba a punto de acabar y no quería dejar pasar la oportunidad sin anunciarnos el infierno si nos seguíamos portando mal. Logró que la práctica totalidad de las fuerzas de la oposición se indignaran por su alusión como arzobispo de Madrid a “actitudes” en la política española, en referencia al proceso soberanista catalán, que “pueden causar” otra guerra civil. La excepción fue el PP, que solo vio en esas palabras el aspecto religioso.
Terminada la misa, el rey, Rouco y el Gobierno salieron por la puerta en la que estábamos. Y, pasado el primer congestionamiento, había decidido salir por aquel lateral cuando me di cuenta de que en la puerta estaba el rey dando la mano a los asistentes. “Esto o parece La casa de la pradera o este señor está en campaña”, pensé poco antes de llegar ante él, que ya me había visto con el rabillo del ojo.
Con su voz borbónica y entre risa y reproche me dijo: “A que no te atreves a decirme a la cara lo que dices por ahí”. A su lado, la reina carraspeó. “No tengo el menor inconveniente y cuando quiera”, le dije como sin darme cuenta de que estaba nada menos que ante el rey de España al lado de su palacio. “Pues vente a casa y hablamos”, me replicó. “Ya sabe usted que yo las cosas las digo de frente”, le comenté. Me dio un golpecito en el brazo y siguió con aquel extraño estrecha manos cortesanas en el que es un maestro de la campechanía. Quizás sin esto no hubiera durado tanto. También su hijo me dijo en su día que me llamaría para hablar de todo, y hasta hoy. A los Borbones no les gusta la gente que les tutea, como tutean ellos, ni los que hablan claro, pero estoy seguro de que si me hubiera hecho un mínimo de caso, otro gallo le hubiera cantado al padre. Yo no soy Felipe González, que le hablaba de mujeres y le contaba chistes verdes.
Es la última vez que he estado fugazmente con él y no sé si lo veré más, o en Benidorm con los jubilados, o en Estoril o en Mónaco con su amiga del alma, o como aquellos parados de Los lunes al sol. Y en verdad me gustaría que, fuera de vanidades, me contara por qué fue tan torpe y abusó tanto del cargo.
Una pena, porque podía haber pasado a la historia por haber regentado un país de forma útil y ejemplar.
RAJOY, COMO ARIAS NAVARRO
Aquel domingo 1 de junio de 2014 la noticia era que un magistrado del Tribunal Constitucional había presentado la dimisión al haber sido detenido ese mismo día a las 7.30 tras saltarse un semáforo, andar en moto sin casco y con cuatro veces el índice de alcohol permitido, “con fuerte olor a alcohol en el aliento, deambular titubeante, ojos rojos y vidriosos, habla repetitiva, ojos congestionados…”. Una pasada. Enrique López había sido un juez y un portavoz del Consejo General del Poder Judicial muy cuestionado por su fidelidad a la derecha más dura del país y a un PP que había luchado como si fuera Perry Mason para que estuviera en un Tribunal tan medular en tantas cosas. Y el dictamen sobre la ley del aborto estaba al caer. Enrique López accedió al TC en junio de 2013 dentro del “cupo” de los dos magistrados propuestos por el Gobierno del PP. Nosotros, ante aquel atropello, nos ausentamos de la votación. Ahora bien, López jamás le agradecerá lo suficiente al rey su abdicación. La semana que le esperaba quedó en nada. Para algo ha de servir la monarquía a tan fieles monárquicos.
De repente, aquella noticia que apuntaba a que iba a ser la de la semana se esfumó. No era para menos.
El lunes 2 de junio puse la SER a las diez de la mañana y escuché la entrevista que le estaban haciendo al lehendakari Urkullu. Cuando terminó, uno de esos sabelotodos de la Villa y Corte, como José Antonio Zarzalejos, dijo en la tertulia que a las diez y media el presidente Rajoy iba a hacer una declaración institucional. El exdirector del ABC, ex para alivio de lectores, con voz engolada y en el secreto de los dioses insistió que no iba a hablar de una remodelación del Gobierno, sino de algo de gran importancia institucional. Dicho por este señor, que es hermano de quien fuera jefe de gabinete de Aznar, me hizo pensar inmediatamente en la abdicación. Zarzalejos le había puesto al señor Borbón pringando en su día a cuenta de la cacería en Botsuana, pero como vimos aquel lunes no quería dejar pasar la ocasión de sentar cátedra de enterado del gran chisme que se iba a producir como noticia de impacto al poco tiempo. Y así fue.
Sin embargo, fue todo muy extraño, porque quien abdicaba era el rey y no creo que le hiciera falta que un presidente del Gobierno anunciara previamente que se iba a ir. Eso se hace por la tarde, con música clásica y con la familia al lado. Pero es que la reina estaba en Nueva York, en la apertura de la sesión anual de la Junta Ejecutiva de Unicef, en la que estaba previsto que interviniera, y el superhijo, el superpreparado, el superpadre de familia, el superpríncipe de Asturias volvía de la toma de posesión del presidente de El Salvador, Salvador Sánchez Cerén, un antiguo comandante guerrillero.
Sorpresivamente el anuncio se hacía por la mañana, un lunes, sin engolamiento especial, sin aquel Cubedo de Franco de voz tan especial, y casi como si tal cosa. El terremoto de las elecciones europeas del 25 de mayo se había llevado por delante toda una época para berrinche de los que se abstuvieron pensando que eso de Europa cae muy lejos y que su voto no servía para nada. ¡Pues si hubiera servido más se hubiera llevado hasta El Escorial!
Ya nadie se acordó de Enrique López, ni de su moto ni de su borrachera.
La noticia de la abdicación del rey recorrió el espinazo del mundo. Juan Carlos I había sido monarca 39 años, el tiempo de Franco como dictador. Curiosamente el cómputo se hacía desde el fallecimiento del dictador (20 de noviembre de 1975), no desde que fue rey constitucional en 1978. Y es que entonces se hablaba de la instauración monárquica de la monarquía del Movimiento y no de la reinstauración monárquica de la que tanto hablaba don Juan para haber sido rey y cobrar pluses históricos y haberse dado un buen lingotazo de buen whisky en el palacio donde había vivido hasta que la llegada de la Segunda República los mandó a un confortable exilio.
Eso sí, se recordaban esos 39 años sin comentar desde cuándo, por si acaso alguien tuviera el mal gusto de recordar el siniestro dato. También Rajoy se empleó a fondo esos días repitiendo un sencillo argumento, “ahora hay quien pide un referéndum (entre monarquía y república). Pueden hacerlo, pero tienen que respetar los procedimientos establecidos en la Constitución. Si esta Constitución no les gusta planteen una reforma en las Cortes, tienen pleno derecho a hacerlo. Lo único que no pueden hacer en democracia es saltarse las leyes, porque la democracia es el imperio de la ley”. Decía esto mientras dejaba claro que un posible referéndum, que era lo que se reclamaba en las manifestaciones, en las redes sociales y en declaraciones estaba totalmente descartado. Y lo remachó diciendo que la monarquía tenía en España un gran apoyo y recordando que “en la Constitución aprobada en 1978 de forma muy mayoritaria se recogía la monarquía”. Todo eran medias verdades, pero sirvieron de guión para que desde el PP repitieran los mensajes machaconamente como en un concierto de loros. De todas formas, el viejo rey se dio cuenta ese mismo día de que, sin estar muerto aún, ya estaban buitreando a su alrededor.
Y eso que Rajoy despidió al monarca con adjetivos propios de una Tailandia con rey convertido en intocable. Juan Carlos lo había hecho bien todo, absolutamente todo, y nunca le pagaríamos suficientemente su entrega al bien de España. Del “Españoles, Franco ha muerto” del presidente Arias Navarro al “Españoles, el rey se nos va y tenemos que llorar mucho” de un Rajoy con cara de circunstancia que por lo menos había sabido guardar el secreto. ¿O no había secreto?
No fue menos llorón Pérez Rubalcaba ese día de plañideras y, tras la reunión del Comité Federal del PSOE, soltó el esperado jaboneo. El secretario general de los socialistas leyó una declaración institucional, sin admitir preguntas, en la que en nombre de los dirigentes socialistas y de quienes ocuparon la presidencia del Gobierno español —González y Rodríguez Zapatero— valoró el hecho de que el rey Juan Carlos I había sido “el factor ...