capítulo 1
¿De dónde venimos? ¿Dónde estamos?
El feminismo está por todas partes. No hay más que ver cómo se estampan sus logos en camisetas de moda, no solo de marcas de consumo de masas, sino también de marcas exclusivas y de lujo. Que un producto recorra franjas de precio tan dispares por sí mismo en el mundo de la producción de mercancías ya es una señal de universalización. Perder el miedo a decir que se es feminista aparece hoy como un fenómeno de masas. Desde la camiseta de 500 euros que Gucci sacó en 2017 con la frase del famoso libro de la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, We Should All Be Feminists, y que han lucido mujeres mundialmente famosas como Natalie Portman, Rihanna, Jennifer Lawrence y Chiara Ferragni, a la camiseta de Mango que el pasado 29 de abril de 2019 lució la vicepresidenta del Gobierno español, Carmen Calvo, para celebrar la victoria en las elecciones generales y que decía “Yes, I’m a Feminist”. ¿El precio? 17,99 euros.
Por otra parte, y por ir a cuestiones, se supone, menos superficiales, el feminismo aparece a diario en los debates políticos, económicos e incluso científicos y tecnológicos. Por citar algunos ejemplos recientes, podemos ver el debate feminista que está ocupando espacio en algunos periódicos generalistas acerca de cómo las asistentes informáticas Siri y Alexa responden a la pregunta de si son feministas o no. Las compañías que hay detrás de cada una de estas asistentes (Apple y Amazon) parece que están ingeniando respuestas que se interpreten como no comprometidas con el movimiento feminista, pero sin que se entienda que rechazan el ideal de igualdad del mismo. La tónica, en este y en otros casos, parece ser tomar como buena la propuesta de que el feminismo es la aspiración a la igualdad entre hombres y mujeres, y quedarse ahí, en ese ideal. Tenerlo como objetivo y tender infinitamente a él, como pensaba Kant que debería ser la función de los ideales, pero sin que ello transforme realmente la realidad.
Ese feminismo sobrerrepresentado parece hoy, en parte, un gran ideal que, asimilado a los derechos humanos y a los objetivos del milenio, desactiva su potencial transformador precisamente sirviendo como mera excusa. Es decir, el subtexto que se desprende de esta lógica es el siguiente: somos feministas porque aspiramos a un mundo de igualdad entre géneros, pero para ello no hay necesidad de organizar ninguna lucha, transformar la sociedad en profundidad ni dar la lata con posturas críticas que puedan hacer pensar, por ejemplo, cómo están distribuidos el poder o los recursos en el planeta. Es el feminismo que algunas han llamado “neoliberal” o también “líquido” (Reverter-Bañón, 2011; Strazeri, 2019).
Por ello hoy, parece que ser (y denominarse) feminista es como una etiqueta que finalmente ha sido aprobada para su uso masivo. Parece que el feminismo es bueno para (casi) todos/as y se vende a cualquier precio, al menos en forma de camiseta y de objetivo ideal. Sin embargo, sabemos que la igualdad no viene nunca dada sin esfuerzo y vivimos a diario las enormes resistencias que esconde ese discurso igualitarista masificado.
Por ello queremos desgranar qué quiere decir esto; ¿qué significado tiene que el feminismo haya pasado de ser un término vilipendiado a uno al que nos adherimos felizmente y en celebración. ¿Qué ha pasado para que declararse feminista sea algo glamuroso que me haga entrar en el reino de las celebridades, las guapas, las it girls? ¿No éramos las feministas unas feas, bigotudas y frustradas?
Las feministas que hemos navegado la tercera ola, es decir, las que entramos en los noventa en el feminismo, nos habíamos acostumbrado con cierta rabia y frustración a tener que defender que ser feminista era una opción de vida que nada tenía que ver con la apariencia física y estética ni, desde luego, con glamur alguno. De pronto, ver a un icono de la belleza, la feminidad y la elegancia como Natalie Portman haciendo gala de su feminismo nos produce cierto trastorno. Pero, después de ese arranque emotivo fácil nos surge la sospecha, a la que, por otra parte, como feministas hemos estado dedicadas largo tiempo. ¿Será su feminismo igual que el mío? ¿No habrá habido, como con tantos otros conceptos, una tarea de blanqueo el feminismo?
Si el filósofo francés Paul Ricoeur acuñó el término “filósofos de la sospecha” en 1965 para referirse a Marx, Nietzsche y Freud como los filósofos que nos hacen despertar de la mascarada de la razón ilustrada, el feminismo ha sido la filosofía que ha socavado en profundidad los cimientos que falsamente la fundamentaban. Así, la sospecha como forma de pensamiento crítico es el lugar desde el que nos hacemos feministas. Y tanto entrenamiento en sospechar tenemos que hasta de esos tres filósofos de la sospecha dudamos, y arremetemos contra ellos. Pues los tres por igual sospecharon de la verdad y la razón ilustradas como mecanismos de control y dominación, pero a la vez no abandonaron el marco que posibilitó la legitimidad de su pensamiento: el patriarcado. Vamos, que sospecharon y mucho de todas las falsedades que la Ilustración nos había dado, pero sospecharon como machos (o incluso como machos alfa).
Cualquier pensamiento crítico que se haya dado desde estos tres grandes críticos seguirá siendo parcial si no desescombra en profundidad la apariencia de sexo/género desde la que se interpreta el mundo. Y esa tarea solo se ha hecho así, en profundidad, sin recato y sin rodeos, desde el pensamiento feminista, el cual pone desde el principio el dedo en la llaga del que piensa, del que habla y del que interpreta: el sujeto que solo se legitima si es varón, blanco, occidental, enriquecido… Como nos dijo acertadamente Jane Flax en 1990, se trata de desmitificar al sujeto masculino de la razón. Si sospechamos de lo que nos dijeron sobre la verdad, habrá que sospechar también de quien nos la dijo, pues no hay manera de separar la estructura que nos hace lo que somos de aquello que decimos y pensamos, como de alguna manera el mismo Marx dijo respecto a las clases sociales.
En el caso de los géneros, si somos (y nos hacen) hombres, eso quiere decir que actuaremos, pensaremos y diremos de una manera; y si somos (y nos hacen) mujeres, lo mismo. Las estructuras de poder y opresión que nos hacen lo que somos son, por tanto, lo que habrá que cambiar. Y es en definitiva lo que el feminismo busca. Un momento, pero entonces, ¿qué ha pasado? ¿La directora de Gucci, el dueño de Mango, Natalie Portman y la vicepresidenta del Gobierno Carmen Calvo quieren cambiar las estructuras de poder actuales? No, seguramente los cuatro viven muy acomodados en ellas y es desde el refugio y la bendición de estas estructuras que se declaran hoy feministas.
Por muy acostumbradas que estemos las feministas a sospechar, no podemos creerlo, al menos no de buenas a primeras. Está bien que la ardua lucha feminista durante más de un siglo haya hecho mella en las sociedades contemporáneas; que por fin mujeres y hombres de todo el planeta se perciban como sujetos con iguales capacidades; y que el lenguaje de los derechos humanos y de la igualdad haya cuajado en las conciencias y en las instituciones. Pero, aun así, y por sospechar un poco más, ¿no ha habido un salto repentino en la última década? ¿No tenemos la sensación de que ha sido, además de repentino, demasiado espectacular? ¿No hubiéramos podido llegar a esa conciencia y práctica de igualdad ansiada sin el alarde que los productos de consumo “feminista” actuales muestran? ¿No podemos llegar a una sociedad igualitaria sin convertir el feminismo en una marca más?
Sin duda, la labor publicitaria que el feminismo ha sufrido en los últimos años es un tema apasionante. Saber qué mecanismos publicitarios han operado sobre el producto “feminismo” para que haya podido sufrir este gran cambio tiene visos de ser una investigación prometedora. A nosotras, de momento, nos parece necesario entender el paso previo. A saber: ¿cómo el feminismo se convirtió en producto? ¿Cuándo, cómo y por qué el feminismo se convierte en un producto, en una mercancía más? ¿Nos podemos imaginar que se estableciera un nivel de exigencia de igualdad entre ricos y pobres tan espectacular que fuera usual un discurso generalizado que se resumiera en “todos deberíamos ser comunistas” o “todos deberíamos apoyar el fin de las clases sociales”? Queda claro que la comparación nos sitúa de golpe en el marco de perplejidad: tras siglos de resistencias, ¿cómo es que el feminismo está por todas partes? Con una mirada at...