El hijo de las escobas
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El hijo de las escobas

  1. 78 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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El hijo de las escobas

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Información del libro

Buenos Aires, 1907. El país vive una época vertiginosa y la ciudad sufre profundas transformaciones. Este relato ficcional dialoga con el escenario histórico a partir de la historia de Miguel Pepe, un joven obrero que se transformó en una de las voces de la Huelga de Inquilinos y se enfrentó a las fuerzas policiales de Ramón Falcón.

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Información

Año
2020
ISBN
9789878321813
Categoría
Littérature
1
Miguel entró por el portón del frente, que siempre estaba abierto de par en par hasta las once de la noche. En el pasillo lateral, había dos o tres braseros encendidos, el olor a humo y a grasa cocida le despertó el apetito.
Un grupo de italianos se agrupaban en torno a la improvisada cocina, extendiendo las manos abiertas hacia el fuego. El resplandor anaranjado de las brasas se reflejaba en su mirada vacía. Habían llegado dos días atrás, y Miguel no conocía sus nombres. Eran tres muchachos de unos veinte años, una jovencita con un bebé de pecho y una niña pequeña. Parecían preferir el frío del patio interior a la minúscula habitación compartida con otros cuatro hombres, también italianos, que desde hacía varios meses decían haber conseguido trabajo como obreros en los talleres del Ferrocarril del Oeste, pero nunca iban a trabajar. Los cuatro hombres aceptaron compartir la habitación con sus compatriotas para abaratar el alquiler, que cada día era más costoso.
Miguel recordaba cuando los cuatro italianos llegaron al conventillo, parecían gente muy alegre. Uno de ellos tenía un acordeón, y por las tardes, al caer el sol, tocaba alguna canción de su tierra. Pero eso fue hace ya muchos meses, al final del verano, antes de ese invierno frío e interminable. Una mañana llegó el Perro y clavó un desprolijo cartel que prohibía los instrumentos, los bailes y otras actividades indecorosas en el patio del inquilinato. El Perro respondía a los dueños del conventillo, que jamás habían puesto un pie en él, o al menos nadie recordaba haberlos visto. Era el Perro quien manejaba el lugar; un hombre bajo, robusto, de cabello grasiento y mal afeitado. Pasaba por allí una o dos veces por semana, siempre con un cigarro Vuelta Abajo entre los dientes amarillentos, no se lo sacaba de la boca ni siquiera para hablar. Andaba acompañado de unos matones que lo ayudaban a cobrar los alquileres y a dejar en la calle a los morosos cuando era necesario.
El conventillo de la calle Defensa era pequeño, tenía apenas diez habitaciones, la mayoría de ellas ocupadas en forma permanente. Según contaban algunos, la casa había pertenecido a una familia muy rica cuyos miembros murieron en la epidemia de fiebre amarilla del 71. Unos familiares lejanos se hicieron cargo de la propiedad y la transformaron en un conventillo, aunque los propietarios preferían llamarlo inquilinato.
En la primera pieza desde la entrada, vivía un matrimonio español. Ambos trabajaban, él como zapatero y ella como cocinera en una casa del centro, por eso podían darse el lujo de pagar la comodidad de vivir solos, aunque su pieza era de las más pequeñas del lugar. Frente a los españoles había otra pieza también pequeña, en realidad, era un espacio ganado al amplio zaguán de la casona original. Allí había vivido un matrimonio de ancianos. Ella había muerto el año anterior y, unos días más tarde, él había desaparecido, seguramente porque no podía pagar el alquiler. Una mañana, el Perro sacó los muebles de la pequeña pieza y los vendió al mejor postor. A los pocos días ya estaba ocupada por tres mujeres silenciosas que no hablaban con nadie. La madre de Miguel afirmaba que eran brujas gitanas, que una de ellas tenía un símbolo satánico tatuado en la muñeca, y se santiguaba cada vez que las veía o alguien hablaba de ellas.
El interior del conventillo estaba organizado en torno a un amplio patio cuadrado con un aljibe en desuso en el centro. El patio era grande, pero se veía empequeñecido por la cantidad de objetos diversos que iban quedando acumulados con el paso del tiempo. Muchos inquilinos adquirían cosas, pero luego no podían mudarlas por falta de dinero, o porque eran desalojados abruptamente por el Perro y apenas llegaban a irse con lo puesto. De modo que el patio servía también como un improvisado depósito en el que se acumulaban enseres de todo tipo: cajones, canastos, tachos, escobas, jaulas, macetas. En un baúl de cuero roto, vivía el perro del conventillo. Un animalito viejo y malhumorado que gruñía a vecinos y a extraños por igual. Lo llamaban Rico, ironía de algún gracioso; ya nadie recordaba quién había sido su dueño.
Las piezas más grandes eran las que daban al aljibe, todas estaban ocupadas por varias personas, que llegaban directo del Hotel de Inmigrantes y no se quedaban por mucho tiempo. Por allí, pasaron algunos judíos sefardíes que luego se fueron al campo, muchos italianos, algún que otro español, también franceses, portugueses, y hasta un inglés. Miguel recordaba a una familia de turcos que vestían extrañas ropas y sombreros de tela. Cuando aprendieron a hablar algo de español explicaron con solemnidad que no eran turcos, sino armenios. También había pasado un grupo de musulmanes, que varias veces por día tendían unas alfombras en el patio y rezaban durante largo rato en una lengua que Miguel no comprendía, pero que sonaba triste y melancólica. Como muchos otros, los musulmanes desaparecieron de un día para el otro y nunca más se supo de ellos.
En el fondo del patio, había algunas habitaciones con inquilinos fijos desde hacía varios años. Una de ellas estaba ocupada por un pintor francés que decía ser también poeta. Recorría la ciudad haciendo retratos lánguidos y transparentes con sus acuarelas, y los vendía por unos pocos centavos. Con él vivían dos hermanos españoles, Raúl y Fermín, que se dedicaban a fabricar y vender fósforos y peines. Desde hacía un tiempo, habían hecho sociedad con el francés y ahora también fabricaban pinceles. El francés se iba más allá del cruce del Ferrocarril Sud y el apestoso Riachuelo a buscar pelos de animales en los alambrados para hacer sus pinceles. Aunque estaba prohibido, usaban la pieza como taller. Allí tenían algunas herramientas y un banco de carpintero que tapaban con una manta cuando el Perro llegaba al conventillo.
La pieza que ocupaban Miguel y su familia estaba al fondo del patio. En varias oportunidades el Perro había querido ubicar algún nuevo inquilino, pero Miguel hizo prevalecer, a fuerza de discusiones, el acuerdo de habitación exclusiva logrado por su padre años atrás. El Perro terminaba cediendo siempre porque Miguel mantenía el alquiler al día, aunque a duras penas. Cuando su hermano creciera un poco todo sería más fácil porque habría un nuevo ingreso, aunque él esperaba que su familia estuviera muy lejos del conventillo de la calle Defensa para ese momento.
2
Miguel atravesó el patio y balbuceó un saludo a la niña italiana que lo siguió con la vista hasta que se perdió en la oscuridad. Sentía los huesos calados de frío; las noches de esa primavera eran todavía gélidas. Un fuerte dolor le presionaba las costillas cuando respiraba, y una punzada en la pierna derecha lo hacía renguear. Su ropa estaba empapada, el pantalón manchado con barro hasta las rodillas. En el forcejeo, le habían estirado y desgarrado una de las mangas de su abrigo. La policía había sido feroz e implacable; primero una docena de ellos apoyados por bomberos con agua helada, luego un mar de porras y caballos les pasaron por encima. A los golpes, los oficiales habían logrado romper el cerco creado por Miguel y sus compañeros para proteger a las mujeres y los niños. El agua los sorprendió y algunos retrocedieron, lo suficiente como para envalentonar a los montados, que los atropellaron sin piedad.
Concepción cosía a la luz de un farol de kerosén. Observó a su hijo con ojos de preocupación, pero no dijo ni una palabra. Lo ayudó a quitarse la ropa empapada y le ofreció un poco de pan. Ramón y María, sus hermanos menores, dormían, o al menos yacían tapados hasta la cabeza, quietos en el piso, perdidos en el amontonamiento de baúles, mantas y pilas de ropa.
–No tengo nada caliente para ofrecerte, hijo. Si me aguardas unos minutos, puedo salir a calentar un poco de agua para un té.
–Solo quiero dormir –dijo Miguel mientras masticaba un mendrugo ablandado en leche–. Mañana tengo que despertarme temprano.
Mientras intentaba conciliar el sueño, Miguel se preguntaba cómo habría terminado el desalojo. Desde hacía varias semanas, los habitantes de los conventillos se habían levantado contra los abusivos precios que cobraban los propietarios. Una noche llegó a la reunión del Círculo la noticia del inicio de una huelga de inquilinos en el conventillo “Los Cuatro Diques” de la calle Ituzaingó. Una planchadora se había negado a pagar el alquiler hasta que el propietario no bajara el precio. Pronto su reclamo fue apoyado por otros inquilinos y la huelga se extendió a varios conventillos de la zona. La policía estaba cada día más nerviosa, y la gente más atrevida. Su amigo y compañero Aleksandr, que sabía leer, le contó que hasta los diarios habían escrito sobre el tema.
Miguel y sus compañeros del Círculo habían decidido colaborar con ese reclamo. La mayoría de ellos vivían en conventillos y sabían por experiencia propia de la dura vida que se llevaba en ellos. Así es que Miguel y Aleksandr comenzaron a asistir a los inquilinatos para acompañar a los huelguistas. En su mayoría, eran las mujeres quienes se hacían cargo de la lucha, ya que los hombres no podían dejar sus trabajos. Eran ellas las que resistían a la policía armadas con escobas y baldes de agua.
Miguel estaba decidido a hacer todo lo que estuviera a su alcance para ayudar. Recordaba a su padre, sus manos gruesas, su sonrisa franca, su voz grave, los largos discursos en esas noches compartidas con otros obreros y trabajadores en el Círculo. Fue su padre quien lo llevó a las reuniones, allí escuchó por primera vez todas esas ideas y proclamas que buscaban cambiar al mundo, esos valores con los cuales creían posible construir una sociedad más justa.
3
El sol comenzaba a asomarse en el horizonte brumoso de la ciudad cuando Miguel se levantó para ir a trabajar. Todavía le dolía el cuerpo por la golpiza de la noche anterior. Sus hermanos y su madre aún dormían mientras él se vestía y masticaba un pedazo de pan duro. Afuera, dos de los muchachos italianos dormitaban frente al brasero en el que se calentaba una olla con agua. Tenues nubes de vapor salían de sus bocas cada vez que respiraban. Miguel se acercó en silencio, se sirvió agua en un cacharro de metal...

Índice

  1. Prólogo
  2. 1
  3. 2
  4. 3
  5. 4
  6. 5
  7. 6
  8. 7
  9. 8
  10. 9
  11. 10
  12. 11
  13. 12
  14. 13
  15. 14
  16. 15
  17. 16
  18. 17
  19. 18
  20. Epílogo
  21. Orientaciones para el abordaje didáctico de la novela
  22. Bibliografía