"Fuimos muy peores en vicios"
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"Fuimos muy peores en vicios"

Barbarie propia y ajena, entre la caída de Constantinopla y la Ilustración

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Barbarie propia y ajena, entre la caída de Constantinopla y la Ilustración

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Las formas en que se representó la barbarie en el mundo occidental, entre la caída de Constantinopla y la Ilustración constituyen la exploración central de este libro. Con horizontes cronológicos y espaciales amplios, la obra analiza las formas en que textos e imágenes utilizaron la barbarie para dar cuenta de experiencias diversas: el conocimiento de pueblos otros, vecinos y distantes, el acercamiento a costumbres ajenas y la experiencia de violencias consideradas radicales, pero también la simplicidad, la inteligencia, el coraje y la solidaridad. Lejos de sugerir que la descripción y la valoración de la barbarie y los bárbaros permanecieron inalteradas durante tres siglos, la obra busca mostrar las transformaciones y adaptaciones de esos conceptos e imágenes para usos y contextos diversos. Sus aportes originales se asientan fundamentalmente a partir de dos características singulares: primero, un enfoque cronológico y espacial extenso; segundo, una atención especial al mundo de las imágenes, que no las considera meras ilustraciones.

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Información

Editorial
Eudeba
Año
2020
ISBN
9789502330266
Categoría
History
Categoría
Social History
Viejos y nuevos mundos
I
En el siglo XV, la caída de Constantinopla en 1453 fue relatada con lujo de macabros detalles por emigrados griegos y mercaderes italianos. El cardenal Bessarion, quien se había educado en la ciudad, afirmó:
Una ciudad floreciente, con un emperador tan grande, tantos hombres ilustres, tantas familias antiguas y famosas, próspera, la cabeza de toda Grecia, el esplendor y la gloria del Este, la escuela de las mejores artes, el refugio de todas las cosas buenas, fue capturada, arrasada, saqueada y destruida por los bárbaros más inhumanos y los más salvajes enemigos de la fe cristiana, por las más feroces entre las bestias salvajes (Vast, 1878, 454).
Desde entonces, el término bárbaro comenzó a utilizarse para designar sistemáticamente a los musulmanes, devenidos antagonistas principales de la Europa cristiana (Schwoebel, 1967). Nuevamente emergía como predominante la vinculación entre barbarie y características como la ferocidad, la brutalidad y la crueldad. Nancy Bisaha probó, de manera contundente, la identificación generalizada que los humanistas italianos hicieron entre los “bárbaros” y los turcos (Bisaha, 2004, 43-93). Para Poggio Bracciolini, por ejemplo, sus contemporáneos estaban horrorizados por “la vil y salvaje crueldad de los bárbaros, que desbordó en la masacre e hizo fluir la sangre de los fieles” (Bracciolini, 1964 [1538], I, 88). Enea Silvio Piccolomini y Francesco Filelfo consideraron que los turcos eran descendientes de los escitas (Bisaha, 2004, 76-77). Crueldad, brutalidad, masacres, violaciones y destrucción de iglesias y libros eran todos rasgos de la barbarie enemiga.
De todas maneras, la forma en que Erasmo describe al turco deja lugar también para cierta ambivalencia (Hampton, 1993). En De Bello Turcico (1530), lo presenta como un guerrero cruel, sediento de sangre y carente de virtud, aunque afeminado y enamorado del lujo, un pueblo “bárbaro de origen oscuro” que “debe sus victorias a nuestros vicios”. Pero al mismo tiempo, Erasmo se opone a quienes hablan de los turcos como perros, destaca su compromiso con su religión y afirma que son “primero hombres, luego semicristianos” (Erasmo, 1974 [1530], V.3, pp. 50 y ss). De esta manera, el turco es a la vez radicalmente otro (bárbaro, violento, decadente) y fundamentalmente humano, piadoso y asimilable a la propia identidad cristiana. De hecho, nuestro autor propone que una Cruzada llevaría al fracaso en el intento de convertir a los turcos: volvería evidente la avaricia, la lujuria y la crueldad de los cristianos. La única vía aceptable es convertirse en ejemplos de piedad y caridad, pues los turcos “son hombres y no tienen corazones de hierro o acero” (carta a Paul Volz, 1518, en Olin, 1987, 114).
Más allá de esa compleja visión del turco que encontramos en la obra de Erasmo, la emergencia amenazante del imperio otomano como un poder expansivo causaba tanta curiosidad cuanto ansiedad, tanto interés cuanto temor, tanta envidia cuanto sobrecogimiento. Algunas de esas actitudes se proyectaban hacia el pasado. Así, por ejemplo, tras el saqueo de Otranto por los turcos, Matteo di Giovanni pintó en Siena una de las versiones de su Masacre de los santos inocentes. Allí transformó a Herodes en un sultán otomano, muy distinto del rey de Judea que representó en otras versiones (imagen 5).
Imagen 5. Matteo di Giovanni, Masacre de los inocentes, dos versiones, 1485-1495, Siena.
Hallamos una vinculación semejante entre el turco moderno y el bárbaro antiguo en la decoración pintada por Jacopo Ripanda, en 1503-1506, en la Sala de Aníbal del Palazzo dei Conservatori, en Roma. En un fresco monumental, el cartaginés monta a su famoso elefante Surus, y es representado como un bárbaro moderno, pues luce un tocado turco (imagen 6).
Imagen 6. Jacopo Ripanda, Aníbal cruza los Alpes, Palacio dei Conservatori, Roma, 1510.
Un grabado de Cornelis Cort, tallado en 1567, donde se representa la batalla de Zama, también exhibe a Aníbal con ese aspecto, aunque de frente y en pleno combate. El bárbaro por excelencia del presente se convertía así en modelo para la representación de diversos bárbaros del pasado (imagen 7).
Imagen 7. Cornelis Cort, Batalla de Zama, 1567.
Un erudito artículo de Bronwen Wilson llama nuestra atención sobre la imagen veneciana de los turcos en la segunda mitad del siglo XVI (Wilson, 2003). Después de la toma de Nicosia, en Chipre, en septiembre de 1570, la guerra, que concluiría en Lepanto, parecía inminente. Francesco Sansovino publicó entonces un tratado ilustrado en el que describía al enemigo. El autor reconocía la virtu militar del adversario y destacaba que están hechos “de carne y hueso como los cristianos”. Más importante aún, insistía en que se trataba de “hombres toscos y villanos, la gente más cruel y bestial, de ordinario odian a muerte a los cristianos, a quienes buscan someter a todo displacer e insulto; no puede maravillarnos que no reconozcan padre ni madre, como verdaderos bárbaros o campesinos, que no tengan otro objeto que su Señor, al cual adoran por sobre todas las cosas del mundo” (Sansovino, 1570, s/p) (imagen 8).
Imagen 8. Sansovino, Francesco, Informatione, Venecia, 1570.
De acuerdo con Wilson, las ilustraciones de la obra indican la naturaleza “demoníaca y bestial” de los enemigos, familiares y exóticos a un tiempo. Por lo demás, aunque Sansovino declaraba que los retratos de los turcos se habían hecho del natural, en realidad habían sido tomados de Les quatre premiers livres des navigations et peregrinations orientales, un libro publicado poco tiempo antes por Nicolas de Nicolay, geógrafo real de Francia (Nicolay, 1568), donde distintos pueblos aparecían retratados en sus diferencias, a partir sobre todo de sus trajes y costumbres (veremos más adelante la importancia de los libros de trajes europeos en este período) y los bárbaros eran descriptos como tales a partir de sus costumbres diferentes de las europeas (imagen 9).
Imagen 9. Nicolay, Nicolas, Les quatre premiers livres des navigations et peregrinations orientales, Lyon: G. Roville, 1568.
En cualquier caso, el interés de los italianos por los turcos era muy anterior. En la segunda mitad del siglo XV, hubo testigos directos de la vida en la corte turca. Sus reacciones, admiradas, extrañadas, atraídas y sorprendidas por lo allí visto, aparecen, por ejemplo, en los dibujos y pinturas que produjo Gentile Bellini cuando fue enviado, en 1479, por el Senado veneciano a la capital del imperio otomano (imagen 10). Desde ese momento y hasta la época de Sansovino, varios autores realizaron exploraciones semejantes, también ilustradas, entre ellos Luigi Bassano (1545), Antonio Menavino (1548) y Cosimo Filiarchi (1572).
Imagen 10. Gentile Bellini, Mehmed II (1479), Londres, National Gallery.
Para el florentino Francesco Guicciardini, los turcos debían ser vistos con sospecha, sobre todo a partir de la evidencia de agresiones otomanas en tierras italianas. El autor describe el ataque turco en el Friuli durante el cual “los turcos encontraron el país desprotegido y poco preparado para un hecho semejante, arrasaron con todo, saquearon y quemaron hasta Liquenza, tomaron infinidad de prisioneros, a su regreso llegaron hasta el río Tagliamento y, para marchar con mayor comodidad, conservaron a los que eran capaces de avanzar y masacraron cruelmente a los demás” (Guicciardini, 1981, II, 474). En particular, el sultán Selim se destacaba por su “codicia por la dominación, la virtud y la ferocidad”, que lo llevaban hasta el extremo del parricidio (idem, III, 1297). En consecuencia, a diferencia de Erasmo, se declaraba fervientemente a favor de una Cruzada. Maquiavelo, en cambio, temía más la barbarie de los franceses que la de los turcos, cuyas virtudes ocasionalmente elogiaba. De todos modos, la actitud general era de rechazo: Torquato Tasso se refería con frecuencia a los musulmanes como bárbaros en su Gerusalemme Liberata (Bisaha, 2004, 177 y 179).
En Inglaterra y Francia, desde ese momento y hasta entrado el siglo XVII, relatos diversos de encuentros con musulmanes aparecían en el teatro, la literatura e incluso en tratados religiosos. A la hostilidad que despertaban las supuestas crueldad, tiranía y superstición de turcos y musulmanes se sumaban también el interés por el exotismo y la admiración por el lujo de sus cortes (MacLean, 2001). Por ejemplo, en 1560 Guillaume Postel, quien había visitado el imperio otomano, publicó Sobre la república de los Turcos, donde destacaba las virtudes y vicios políticos del enemigo más terrible de la cristiandad, un extraño caso de “barbarie que a fuerza de sobriedad, paciencia y obediencia” sojuzgó a medio mundo (Postel, 1560; véase Burucúa y Burucúa, eds., 2000, 65). Guillaume, quien evidentemente conocía la obra de Erasmo, pues sostenía que los turcos “habían sido semiconvertidos y eran casi cristianos”, alternaba la diatriba y el elogio respecto de la religión musulmana. Postel criticaba las fábulas referidas a la vida de Mahoma y su concupiscencia (82-83), pero destacaba la simplicidad de la fe, la alta espiritualidad de la práctica religiosa y la tolerancia de cristianos y judíos (38-41 y 76). Para otros autores, la barbarie turca encontraba evidencia en el estado de Grecia: Jean Molinet y Pierre de Ronsard lamentaron que aquella que había sido tierra de héroes, poetas y filósofos estaba entonces destruida por la violencia de los bárbaros (Heath, 1986, 27-31). Algunas representaciones de los turcos procedían de encuentros reales con esos “otros próximos”, pero las más difundidas e influyentes, al menos en Inglaterra, eran las visibles en representaciones teatrales, como The Battle of Alcazar, de George Peele, o All Lost by Lust, de William Rowley. En la Europa del norte, mientras tanto, Johannes Kepler escribía en 1606 que “los propios turcos se han despojado de la barbarie y han aprendido la civilitas”. Más aún, pensaba que algo semejante ocurriría con los “bárbaros del Nuevo Mundo”, gracias a “la difusión de la fe” (Kepler, 330 y ss).
Por cierto, como varios de los ejemplos anteriores dejan claro, las complejas actitudes de los europeos de la temprana modernidad respecto de los musulmanes no se referían solamente a la corte imperial de Constantinopla y sus ejércitos, sino que también aludían a los reinos del norte de África, lo que se conocía como Barbaria, Barbary o Berbería. Un tapiz alemán de 1440, conservado hoy en el Museo de Bellas Artes de Boston, muestra que al menos hasta mediados del siglo XV era posible concebir a los moros como quienes se encontraban bajo la amenaza de hombres salvajes, barbados y belicosos, no como bárbaros (imagen 11).
Imagen 11. Tapiz alemán anónimo (1440), moros atacados por salvajes, Boston, Museum of Fine Arts.
Un siglo y medio más tarde, George Puttenham creaba una imaginativa, aunque reveladora, etimología del término “bárbaro”, que remite al “idioma grosero y ruidoso de los africanos a quienes hoy llamamos bárbaros [bereberes]” (Puttenham, 1860 [1589], 258). Entre los reinados de Selim I (1512-1520) y Soleimán el Magnífico (1521-1566), los otomanos lograron incorporar parte de la región como provincias autónomas del imperio, de modo que la flota imperial y los piratas de Berbería dominaban buena parte del Mediterráneo. El África del Norte se volvió particularmente importante para las representaciones europeas de los mahometanos: se trataba de la región musulmana más próxima a Europa y los relatos de los contactos con ella fueron casi tan frecuentes como los encuentros reales (Molid Ramli, 2009). Todo esto nos recuerda que resulta inconveniente extender en demasía hacia el pasado el término “orientalismo”, entendido no sólo como la proyección de una serie de ideas respecto del otro cercano, sino también como una forma de dominación de los europeos sobre esos vecinos suyos. Las fuerzas otomanas pusieron en jaque a Europa, por mar y tierra, hasta muy entrado el siglo XVII (Brummett, 1994, 180-81). Baste recordar que, en 1683, Mehmed IV logró sitiar Viena.
A menudo, los moros eran descriptos como paganos poco dignos de confianza, y en cuanto tales eran lo opuesto a los cristianos europeos: “Esta gente no tiene religión, viven como bestias, sin propiedad, incluso respecto de sus mujeres e hijos”, podía leerse en una obra de mediados del siglo XVII (Heylyn, 1657, 973). De acuerdo con Kenneth Parker, fue en realidad el siglo XIX el que nos legó una imagen de Berbería y sus habitantes antes de la dominación francesa como “el gran flagelo de la cristiandad” (Playfair, 1884), pero se trataría de una aproximación binaria y demasiado simplista al asunto, que debería complejizarse a partir de un análisis de las fuentes de la modernidad temprana (Parker, 2004). En primer término, la excomunión de la reina Isabel por parte del papa Pío V en 1570 hizo posible que los mercaderes ingleses comerciaran con los estados musulmanes sin preocuparse por los edictos papales que prohibían esos vínculos. Para Nabil Matar, existía una cooperación militar entre “turcos”, “moros” e “ingleses” que podría incluso definirse como una “alianza estratégica nunca formalizada entre Londres y Marrakech” (Matar, 1999, 20-21). Pero además, en segundo lugar, los relatos ingleses de la piratería y el cautiverio insistían tanto en la barbarie de los bereberes como en la perfidia de los católicos (franceses, españoles, italianos) contra “inocentes protestantes” y, sobre todo, se maravillaban y horrorizaban ante historias de piratas ingleses que se convertían en turcos, abandonaban la “religión verdadera” y adquirían sus costumbres, brutales, hasta el punto de transformarse ellos mismos en bárbaros. Parker cita varios ejemplos, entre ellos Andrew Barker (1609) y Robert Daborn (1612). Además, de acuerdo con David Delison Hebb, los testigos europeos de los “estados piratas” de Berbería durante el siglo XVII encontraban bastante benévolo el trato que los musulmanes dispensaban a sus esclavos en comparación con el predominante en el Nuevo Mundo, entre otros motivos porque no se utilizaba el látigo y no se marcaba a los esclavos como si fueran ganado (Delison Hebb, 1994, y Colley, 2004).
La barbarie de los moros aparece, al igual que la complejidad de los alineamientos en el mundo mediterráneo, en Otelo, de Shakespeare. Recordemos que el protagonista es un moro al servicio de la República veneciana, quien fue enviado a Chipre para proteger ese territorio de un ataque inminente de los turcos, frustrado finalmente por una tormenta que destruyó la flota enemiga. Los especialistas han hallado una combinación de salvajismo, locura, poder, lujo, sensualidad e incoherencia lingüística en la conformación de la imagen de Otelo como bárbaro (Matar, 1999). Smith, por su parte, insiste con buenos argumentos en que la prosa degradada de Otelo sería, de acuerdo con las palabras de Iago, una expresión de “locura salvaje” (4.1.53), que lo convierte en “un bárbaro errante” (1.3.343) (Smith, 1998). No olvidemos, sin embargo, que las identidades cruzadas están muy presentes en la obra, y que también para Otelo existen otros que son bárbaros: los turcos, obviamente, pues rechaza la posibilidad de “hacer nosotros aquello que el cielo prohíbe a los otomanos” (2.3.178).
Pero volvamos a la concepción de los moros del norte de África como profundamente bárbaros y salvajes. En 1550, Giovanni Ramusio incluyó en su colección Delle navigationi e viaggi, publicada en Venecia, una Descrittione dell’Africa, de Joannes Leo Africanus. Se trata de al-Hasan ibn Muhammad al-Wazzan al-Fasi, un moro nacido en Granada en 1494. Cuando era muy joven, el Africano acompañó a su tío en una misión diplomática que llegó a Timbuctú, parte del imperio Songhai. Más tarde, en 1517, recibió otro encargo y viajó a Constantinopla como embajador del sultán de Fez, lo que le permitió extender su viaje a Egipto y Arabia, donde probablemente visitó la Meca. Cuando volvía, en 1518, fue capturado por corsarios españoles cerca de Creta. Se salvó de ser condenado a las galeras por su inteligencia e importancia. Fue llevado a Roma, donde conoció al papa León X, quien se convirtió en su protector. Allí, fue bautizado y tuvo acceso a la...

Índice

  1. Portadilla
  2. Agradecimientos
  3. Introducción
  4. El mundo antiguo y el medioevo
  5. Viejos y nuevos mundos
  6. Las Luces
  7. Conclusión
  8. Bibliografía y fuentes citadas