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Índice
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Información del libro

La figura biográfica y artística de Sor Juana Inés de la Cruz es una de las más singulares dentro de las letras universales. Su voluntad de desarrollo intelectual, vedado a las mujeres de su tiempo, la llevó a consagrarse a la vida religiosa a través de la cual logró el anhelado contacto con la literatura, las ciencias y la filosofía. Si bien sus textos no están marcados por una complejidad inaccesible, este libro repone algunos elementos contextuales que ayudan a enriquecer la comprensión de su lírica excepcional y propone interesantes recorridos para abordar la lectura de su obra.

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Información

Editorial
Eudeba
Año
2017
ISBN
9789502346533

II. Musa mexicana: modelos, influencias, intercambios

Desprovista en general de modelos femeninos, Sor Juana toma conocimiento –tanto por las versiones manejadas por los jesuitas como por sus diálogos con la marquesa de Paredes (“la siempre divina Lysi”)– de la existencia de María de Guadalupe Alencastre (1630-1715), duquesa de Aveiro y de Maqueda. La dama nació en Portugal pero vivió casi siempre en Madrid, convirtiéndose en esposa de Manuel Ponce de León, sexto duque de Arcos. Figura de alta representatividad cultural, Alencastre motivó en sus últimos años de vida un elogio del conde de Saint-Simon.
La composición que le dedica la monja es un extenso romance en que reproduce la misma situación cortesana que mantiene con la virreina: se postra ante ella y reclama figurar entre sus criados. El vasallaje propio está en armonía con la exaltación de la noble que ostenta una gloria mundana grabada en bronce y jaspe y potenciada por el brillo del esmalte. El origen de semejante fama radica en las dotes intelectuales hiperbólicas de quien es declarada “Venus del Mar Lusitano”, “gran Minerva de Lisboa”, “cifra de las nueve Musas”, “primogénita de Apolo”, “Presidenta del Parnaso”, “clara Sibila Española” y “alto Asunto de la Fama”. Para ser admitida como miembro de su corte cultural, Sor Juana debe exhibir las propias virtudes: primero, ubicándose como Musa; luego, marcando que su aproximación no se debe a la nobleza de la figura sino al reconocimiento intelectual (“es aplauso a lo entendido / y no lisonja a lo grande”); finalmente, situándose en la América expoliada, “la América abundante, / compatrïota del oro, / paisana de los metales”, desangrada por Europa. En este punto, más que la denuncia que habían llevado a cabo varios cronistas de Indias sobre el modo en que los conquistadores arrasaban las riquezas vernáculas, Sor Juana emite una advertencia que responde al tópico barroco de la fugacidad de los bienes mundanales: ¿de qué sirve cargarse de elementos materiales si cualquier tormenta exige eliminar el lastre? Los únicos bienes valiosos son los que siempre se pueden llevar con uno y no ocupan espacio ni generan peso.
Precisamente a ellos se refiere el corresponsal novocastellano de la religiosa, develado finalmente como el conde de la Granja, cuando en el romance que le envía se sorprende de “que a dos Tomos se estrechasen / tantos Poemas” como ha escrito la “Mejicana Musa”. Luis Antonio Oviedo Herrera y Rueda había nacido en Madrid y llegó a América con el cargo de corregidor de Potosí en 1668. Miembro de una de las numerosas academias desarrolladas en el Virreinato de Nueva Castilla, exalta a Sor Juana de múltiples formas: al reconocerla como Musa, al señalar que la lengua española alcanza con ella su mayor expresividad (“hasta que en vos se soltó / no hacía más que pinitos”) y al ponerla por encima de las figuras mayores del barroco español –Góngora y Quevedo, excepto Calderón– y de los grandes nombres de la historia literaria occidental como los romanos Virgilio y Ovidio y el portugués Camões. El momento más ríspido del poema sobreviene cuando, en medio de expresiones latinas, el corresponsal le atribuye “versos hermafroditos”, resultado del “ingenio mero-mixto” que se niega a reconocerle a una mujer, incluso admitiendo que se trata de alguien sin par. Otro poeta peruano llegó en su extralimitación a sugerirle que se hiciera hombre y, aunque se ha perdido el texto que la motiva, se conserva la respuesta de Sor Juana con una estilización espiritualista: “y sólo sé que mi cuerpo, / sin que a uno u otro se incline, / es neutro, o abstracto, cuando /
sólo el Alma deposite” (apud Chang-Rodríguez, 1985: 617).
La contestación que le ofrece al conde de la Granja no se ocupa de este aspecto: prefiere una tirada autobiográfica, desconfía de los efluvios inspiradores de la fuente Castalia –cuyas aguas producen en ocasiones los mismos efectos que el vino–, se inscribe en el orden barroco de la antítesis al poetizar “ya en Demócritas risadas, / ya en Heráclitos gemidos”, precisa la influencia que ejercen sobre ella las Musas y finalmente desenmascara la intención del noble de figurar mediante el ambiguo recurso de la alabanza a su ingenio, que “es manifestar el vuestro, / más que celebrar el mío”. Pero fuera de la circunstancia misma del intercambio epistolar, el texto sorjuanista tiene una relevancia inédita, que consiste en explicar la preferencia por el romance como forma en función de la eficacia argumentativa que permite.
Romances epistolares
Aplaude lo mismo que la Fama en la Sabiduría sin par de la Señora Doña María de Guadalupe Alencastre, la única Maravilla de nuestros siglos

Grande Duquesa de Aveyro

Grande Duquesa de Aveyro,
cuyas soberanas partes
informa cavado el bronce,
publica esculpido el jaspe;
alto honor de Portugal,
pues le dan mayor realce vuestras prendas generosas
que no sus Quinas Reales;
Vos, que esmaltáis de valor
el oro de vuestra sangre,
y siendo tan fino el oro
son mejores los esmaltes;
Venus del Mar Lusitano,
digna de ser bella Madre
de Amor, más que la que a Chipre debió cuna de cristales;
gran Minerva* de Lisboa, mejor que la que triunfante
de Neptuno*, impuso a Atenas
sus insignias literales;
digna sólo de obtener
el áureo pomo flamante
que dio a Venus* tantas glorias como infortunios a Paris*;
cifra de las nueve Musas* cuya pluma es admirable arcaduz, por quien respiran
sus nueve acentos süaves;
claro honor de las mujeres,
de los hombres docto ultraje, que probáis que no es el sexo de la inteligencia parte; Primogénita de Apolo*,
que de sus rayos solares
gozando las plenitudes, mostráis las actividades; presidenta del Parnaso*, cuyos medidos compases hacen señal a las Musas
a que entonen o que pausen;
clara Sibila* Española, más docta y más elegante,
que las que en diversas tierras veneraron las edades;
alto Asunto de la Fama,
para quien hace, que afanes del martillo de Vulcano* nuevos clarines os labren: oíd una Musa que,
desde donde fulminante a la Tórrida da el sol rayos perpendiculares,
al eco de vuestro nombre, que llega a lo más distante,
medias sílabas responde desde sus concavidades,
y al imán de vuestras prendas, que lo más remoto atrae,
con amorosa violencia obedece, acero fácil.
Desde la América enciendo aromas a vuestra imagen,
y en este apartado polo templo os erijo y altares. Desinteresada os busco:
que el afecto que os aplaude, es aplauso a lo entendido
y no lisonja a lo grande. Porque ¿para qué, Señora, en distancia tan notable habrán vuestras altiveces menester mis humildades? Yo no he menester de Vos
que vuestro favor me alcance favores en el Consejo
ni amparo en los Tribunales;
ni que acomodéis mis deudos, ni que amparéis mi linaje,
ni que mi alimento sean vuestras liberalidades. Que yo, Señora, nací
en la América abundante, compatrïota del oro, paisana de los metales, adonde el común sustento se da casi tan de balde,
que en ninguna parte más se ostenta la tierra Madre. De la común maldición, libres parece que nacen sus hijos, según el pan
no cuesta al sudor afanes. Europa mejor lo diga,
pues ha tanto que, insaciable, de sus abundantes venas desangra los minerales,
¡Y a cuántos el dulce Lotos* de sus riquezas, les hace olvidar los propios nidos, despreciar los patrios lares!
Pues entre cuantos la han visto, se ve con claras señales voluntad en los que quedan
y violencia en los que parten. Demás de que, en el estado que Dios fue servido darme, sus riquezas solamente sirven para despreciarse.
Que para volar segura de la Religión la nave, ha de ser la carga poca
y muy crecido el velamen; porque si algún contrapeso pide para asegurarse,
de humildad, no de riquezas, ha menester hacer lastre. Pues ¿de qué cargar sirviera de riquezas temporales,
si en llegando la tormenta era preciso alijarse?
Con que por cualquiera de estas razones, pues es bastante cualquiera, estoy de pediros inhibida por dos partes.
¿Pero a dónde de mi Patria la dulce afición me hace remontarme del asunto
y del intento alejarme?
Vuelva otra vez, gran Señora, el discurso a recobrarse,
y del hilo del discurso los dos rotos cabos ate.
Digo, pues, que no es mi intento, Señora, más que postrarme
a vuestras plantas, que beso a pesar de tantos mares.
La siempre divina Lysi, aquella en cuyo semblante ríe el día, que obscurece
a los días naturales; mi señora la Condesa de Paredes (aquí calle
mi voz, que dicho su nombre, no hay alabanzas capaces);
ésta, pues, cuyos favores grabados en el diamante
del alma, como su efigie, vivirán en mí inmortales, me dilató las noticias
ya antes dadas de los Padres Misioneros*, que pregonan vuestras Cristianas piedades, publicando cómo sois
quien con celo infatigable solicita que los triunfos
de nuestra Fe se dilaten.
Ésta, pues, que sobre bella, ya sabéis que en su lenguaje vierte flores Amaltea*
y destila Amor panales,
me informó de vuestras prendas, como son y como sabe,
siendo sólo tanto Homero a tanto Aquiles* bastante. Sólo en su boca el asunto pudiera desempeñarse,
que de un Ángel sólo puede ser coronista otro Ángel.
A la vuestra, su hermosura alaba, porque envidiarse
se concede en las bellezas y desdice en las deidades. Yo, pues, con esto movida
de un impulso dominante, de resistir imposible
y de ejecutar no fácil,
con pluma en tinta, no en cera, en alas de papel frágil
las ondas del mar no temo, las pompas piso del aire,
y venciendo la distancia (porque suele a lo más grave la gloria de un pensamiento dar dotes de agilidades),
a la dichosa región llego, donde las señales
de vuestras plantas me avisan que allí mis labios estampe. Aquí estoy a vuestros pies,
por medio de estos cobardes rasgos, que son podatarios del afecto que en mí arde.
De nada puedo serviros, Señora, porque soy nadie; mas quizá por aplaudiros, podré aspirar a ser alguien. Hacedme ...

Índice

  1. Índice
  2. ¿Qué es un clásico?
  3. I. Introducción: "Poner bellezas en mi entendimiento y no mi entendimiento en las bellezas”
  4. II. Musa mexicana: modelos, influencias, intercambios
  5. III. Oficio conventual
  6. IV. Ejercicios cortesanos
  7. V. Divertimentos
  8. VI. Amor profano
  9. VII. Magisterio formal de la belleza
  10. VIII. De la sombra piramidal al mundo iluminado: el recorrido del conocimiento
  11. Obras de Sor Juana Inés de la Cruz
  12. Listado de nombres propios
  13. Formas poéticas contenidas en esta selección
  14. Bibliografía