Sobre la forma poética
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Una de las expresiones más permanentes del arte y, al mismo tiempo, de las más mutables: léxicos, estructuras, diseños estróficos, versos, rimas todo ha ido cambiando a lo largo del tiempo, ha trocado su aspecto para garantizar la presencia constante de la poesía para acompañar y acicatear la sensibilidad de cada época.En este ensayo, Santiago Sylvester recorre distintas épocas, autores, corrientes estéticas y analiza las contiendas literarias que, a lo largo de los siglos, han intentado establecer el lugar de la siempre esquiva e incorpórea forma poética.

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Información

Editorial
Eudeba
Año
2020
ISBN
9789502329604
Sobre la forma poética
No soy más que un aficionado, un simple curioso, y tengo prisa.
Abate Henri Bremond
No hay placer en ver siempre lo mismo en arte, ni es posible buscar sorpresas donde ya todo es conocido; tal vez por eso la forma poética encuentra un sentido en la mutación y cada tanto propone versos todavía extraños al oído: la forma está en tránsito, esto es precisamente lo que ella misma revela. No viene a traer seguridad o consuelo, no es éste su propósito, sino casi lo contrario. Nos tiene en vilo, apostando a renacer y a modificarse; si cambia el contexto, ella lo acompaña, modifica el lenguaje, abandona palabras y expresiones, e incorpora otras; altera el ritmo, la secuencia, la prosodia, expresando siempre la sensibilidad de cada época.
Toda época se expresa a través de la forma, por lo que hay una toma de conciencia que integra la construcción poética: una tarea de la forma consiste en dar un paso más.
Interesa entonces recordar que no tiene una única historia. En Occidente sus características son distintas que en Oriente, y responden a otra sensibilidad. Y sin salir de Occidente, tampoco es la misma en todas partes: hay versiones en el ámbito de una misma lengua y a veces dentro de un mismo país. La variedad es un hecho, aun contando con la globalización, la transferencia de conocimiento, de noticias, y la velocidad de todo.
Que hay culturas distintas es una evidencia; y que hay consecuencias también distintas es otra. La poesía rebasa una única historia, aun cuando intentemos, como en este trabajo, enunciar momentos clave de su evolución, con pie inevitable en Argentina, y lo hagamos con cierta arbitrariedad como pasa siempre que hacemos una selección; además de mostrar que toda novedad tuvo que abrirse camino, que muchas veces fue resistida, y que debió imponerse para sobrevivir.
I- Por ejemplo, Homero
La pregunta acerca de cómo definir un clásico ha recibido respuestas que, sin embargo, no agotan la cuestión. Ítalo Calvino, en Por qué leer los clásicos, enumera catorce razones que fundan la necesidad (la conveniencia, la alegría) de volver a donde la humanidad ha vuelto siempre.
Un aspecto señalado por Calvino, que me interesa subrayar, es que un clásico es alguien que sigue hablando después de haber hablado; alguien que no quedó mudo después de la extenuante tarea de haber hablado durante años, o siglos, en lenguas diferentes y para gente distinta. El clásico sigue hablando y, lo que es complementario, cada época sigue escuchándolo, como corresponde a un mensaje destinado a durar.
Kant aporta otro concepto cuando dice que “en filosofía no hay autores clásicos”; cambia el sentido de la palabra clásico, y nos permite remedar que en poesía tampoco hay poeta clásico: o sigue vigente su mensaje, o sencillamente no tendrá mucho interés. Un clásico entendido como tal, con pedestal incluido, suele ser un obstáculo: no ayuda mucho sino que institucionaliza la palabra. Dejo de lado la idea en uso de “lo canónico” porque me gusta menos: un canon apuesta por lo inmutable, por lo que no se puede discutir, por lo tautológicamente canonizado, y esto no es cierto en literatura. Si la idea de clásico propende al monumento, la de canon tiende al dogma. Podríamos decir, entonces, que no existe poeta clásico en el sentido de que siempre está interferido por la actualidad, por la avalancha de modificaciones con las que tiene que medirse y salir airoso: un poeta, de cualquier período histórico, no puede encerrarse en sí mismo para sobrevivir, tiene que confrontarse con las épocas sucesivas, hasta llegar a la nuestra. Concebida así, la antigüedad no está reservada sólo como materia de estudio o trabajo de anticuario; aunque no descarto la opinión que describe a un clásico como el que fue transformado en monumento y precisamente por eso ya no se lee. Es una versión algo cínica, pero señala una dirección frecuente. Siempre he tenido, al respecto, la intención secreta e imposible de investigar cuántos poetas, cuántos profesores (no sólo alumnos) de las facultades de letras del país, han leído de verdad el Quijote de la Mancha. Pero dejo de lado esta disquisición porque, como diría Pavese, lastima más de lo necesario.
La idea del clásico que sigue hablando después de haber hablado sirve para indagar de qué modo poemas fundadores de Occidente, como la Ilíada y la Odisea (escritos, para abreviar, por Homero: haya sido éste singular o plural, haya vivido en un siglo o en varios), fueron armados por épocas distintas hasta conseguir a través de un tiempo bastante largo la versión definitiva. Definitiva, si se puede hablar así.
Durante los primeros siglos de vida estos poemas fueron considerados, además de poemas, libros de historia. Por algo se ha dicho que ambos son la autobiografía del pueblo griego en una época ya mítica; y sus luchas, afrentas, amores y venganzas llegaban con la convicción de que las cosas habían sucedido así, en algún tiempo y en ese lugar. Fue entendido así hasta que el punto de vista cambió; y este cambio, el paso de historia, o narración de hechos históricos, a ser sobre todo poema, fue el primero que les tocó. No sucedió de golpe, sino paulatinamente, y no de una sóla vez para todos los griegos, sino que se dio, como siempre, una convivencia entre creyentes y descreídos, entre los que suponían que esos hechos protagonizados por héroes y dioses eran parte de la historia, tal vez también de una historia sagrada, y los que postularon otras creencias, como Heráclito, Sócrates o Aristóteles. Con ser un paso enorme, no fue el único.
Se calcula que estos textos fueron compuestos y ordenados entre los siglos XII y VIII antes de Cristo, con el destino inevitable de tener transmisión oral. Así fue hasta que, se supone, Pisístrato dispuso en el siglo VI a.C., uno antes que el de Pericles, recogerlos en una edición “oficial”. Aquella transcripción sirvió para que la composición de ambos tuviera pocas variantes desde entonces. Pero aun así hay que señalar otro cambio sustancial, ocurrido en el siglo III a.C., cuando se dividieron en cantos esos largos poemas que, hasta entonces, habían sido tratados como un único bloque, una larga caída libre de cerca de 28.000 versos. A partir de esas divisiones, ya quedaron estructurados como nos han llegado hasta hoy.
Pero todavía se puede anotar otra modificación notable, ya no referida a los poemas sino a la lengua en que fueron escritos. No se trataba de una lengua fija sino de un conglomerado de diversos dialectos griegos, elegidos por el atendible motivo de que convenía: conveniencia métrica y estilística. (1) Dicho de otro modo, era una “combinación artificial” de rasgos que, sumados, terminaron consiguiendo un doble acierto: el primero, que sigamos leyendo aquellas obras, sin que hayan perdido intensidad ni gracia; y el segundo, que esa lengua inexistente por entonces (o con existencia deshilachada) exista desde hace siglos por la fuerza de aquellos poemas. Su poder constructor puede verse en varias direcciones, incluso en la invención de un idioma, que hasta hoy se trata y estudia como griego antiguo.
Carlos García Gual da cuenta de las traducciones españolas de los poemas homéricos: una sorpresa es saber que no hay ninguna previa a mediados del siglo XVI. Había traducciones al latín, pero no a la lengua llana; y fue Gonzalo Pérez, Secretario de Estado de Felipe II, el que primero vertió la Odisea a endecasílabos blancos, publicada incompleta en 1550 y en versión íntegra en 1556. La Ilíada tuvo que esperar más, hasta el siglo XVIII, cuando Ignacio García Malo la tradujo en 1788, una versión que según García Gual fue rápidamente superada por la de Gómez Hermosilla, de 1830.
Tiene gracia el comentario desencantado de Juan Valera, a fines del siglo XIX, al comprobar que sus contemporáneos despreciaban a los clásicos: “Los más atrevidos se van derecho contra el autor (mientras otros acusan al traductor) y decretan que Homero es soporífero; que en la edad bárbara en que vivió, tal vez gustaría; pero que ahora no hay quien lo aguante, y que ni los mismos que lo encomian lo leen, sino que aprenden lo más sustancial de lo que dice algún compendio o manual de historia de la literatura, y suponen que lo han leído y hasta se han encantado leyéndolo, para darse tono y lustre de discretos y profundos”. Parece que tenía razón José Bergamín cuando, en una entrevista que le hice hace años, explicaba que no es cierto aquello de que “cualquiere tiempo passado/ fue mejor”, sino que todo pasado es mejor, porque entonces, cuando fue, era como siempre. Lo que queda en pie son los poemas, listos para ser usados por el que los merezca; y es interesante comprobar que son ejemplo claro de cómo el tiempo actúa sobre un producto que se suponía concluido. No lo estaba. Todavía faltaban etapas que iban a adecuar sentido y forma, tal como los conocemos hoy en todas las lenguas del planeta, con introducciones y notas a pie de página.
II- Platónico-Aristotélico
Se ha dicho con reduccionismo excesivo que los hombres nacemos platónicos o aristotélicos: entre otros, lo dijo Coleridge según Borges. O somos líricos o somos racionalistas: o damos prioridad a la corazonada o descreemos de todo lo que no quepa en un silogismo. Ese enunciado aforístico, llevado a lo irrefutable, corre el peligro de hacer reduccionismo sobre todo con Platón y Aristóteles ya que ninguno de los dos descuidó la otra cara de la moneda; pero sigue sirviendo para considerar tendencias, facilita verlas. Sospecho que nosotros, los del siglo XXI, dado el tiempo pasado, más los avatares de la cultura occidental, estamos condenados (con condena a favor) a ser ambas cosas. De todas maneras, siempre parece curioso que el mayor creador de mitos de la historia haya sido el más convencido de la necesidad de expulsar a los poetas de la ciudad, desconfiando de sus capacidades cívicas; a la par que el otro, tan pendiente siempre de la entretela ontológica, se aplique, cuando habla de poética, a las características formales, a analizar modos y ritmos, preocupado sobre todo por discernir los aspectos externos, la ordenación de las partes, la estructura de una obra y las estrategias para producir un efecto. La impresión es que ambos tienen una potencia tal de discernimiento que les permite abarcar la contradicción.
Sin embargo, no puede dejar de verse en la famosa expulsión que hace Platón de los poetas un gesto marcadamente irónico, destinado a resaltar el carácter ingobernable, de descreimiento radical que subyace en todo poeta. Por ordenado y creyente que sea, no hay artista que no se reserve una zona de cuestionamiento a lo establecido, sea terrenal o celestial. Tampoco hay que descartar la versión de Iris Murdoch cuando sugiere que a Platón le impresionaba (mal) que “los artistas fueran capaces de producir lo que no podían explicar”. (2) Es decir, lo que a Platón le molestaba era la capacidad de “mentir” (fabular, imaginar, o fingir como diría Pessoa) que caracteriza a la poesía y en general a la literatura; y desde luego desconfiaba, por su peligrosidad, de que todo ese engaño fuera placentero. (3) A la vez, en el racionalismo sistemático de Aristóteles se detecta que para él las herramientas de trabajo son parte indisociable de lo imponderable: en los pliegues de la forma se esconde la parte oculta de la poesía, su grandeza, lo que famosamente se resiste a una definición. Para Aristóteles la tékhne (el arte, pero con fuerte sentido artesanal) es una actividad especializada, un “saber hacer” que se aprende; y esta idea del aprendizaje es fundamental para delimitar el campo: lo que para Aristóteles es, o puede ser, algo que se logra, para Platón es sobre todo un don. En sus versiones más extremas, es lo que llevó a buena parte del romanticismo a pasarse la vida peleando contra un remoto griego de Estagira, y lo que en compensación hoy satura talleres literarios y “clínicas” con resultado conjetural.
Platón (lo platónico) sería, tal vez a su pesar (dada su desconfianza por lo que no sea probadamente verdadero), el que acepta la célebre inspiración; mientras que Aristóteles (lo aristotélico), entiende que el arte es una construcción que no puede asegurar una verdad, a condición de que sea “según verosimilitud y necesidad”, y tendría entonces el papel del que prefiere no confiar en lo que no se sabe, para en cambio confiar en lo que sí se sabe o se puede saber: el sistema de la lógica. Como si ambas cosas fueran incompatibles y no pudieran convivir bajo el mismo techo: una convivencia que demuestran ambos. Por mi parte, desde hace mucho tiempo me parece más cierta la mezcla: la inspiración (elijo una versión modesta) existe, pero suele ser más eficaz la del que sabe. Una fórmula razonable y algo conciliadora (se acepta otras) podría ser: intuición + conocimiento = oficio. Tiene la ventaja de que suma cosas en las que se puede confiar. Deja en pie la posibilidad de cierto don, combinada con la idea de Chesterton de que el lenguaje (y su consecuencia, la que nos interesa aquí) es una invención de cazadores, de los que salen siempre con la escopeta a ver qué encuentran, con la seguridad de que no todos los tiros darán en el blanco.
El problema, y relativo descrédito de la inspiración, tiene que ver con la exageración del romanticismo que llegó a considerar al poeta como médium, mero intermediario entre quien dispone estas cosas (musa, deidad inspiradora) y el papel en blanco. Un caso legendario lo acerca precisamente Coleridge cuando en el Prefacio al “Kubla Khan” cuenta que escribió este poema en estado de trance, auxiliado por una dosis apropiada de láudano. En el verano de 1797 se había retirado a una granja, donde habría tomado el calmante que lo hundió en el sueño. En el lapso de unas tres horas concibió más de doscientos versos, y al despertar escribió los cincuenta y cuatro del poema en su estado final: fue interrumpido por una visita inoportuna, con la que tuvo que despachar un negocio, y ya no pudo retomar el estado creativo ni la redacción de los versos que faltaban. Vale agregar como anécdota que ese mismo año (ambos poemas fueron publicados en 1798) también Coleridge nos da un notable ejemplo de lo contario: “La rima del viejo marinero”, un poema pensado, estructurado al detalle, en el que nada vino de arriba; un argumento muy elaborado y una forma compleja que sigue siendo novedosa, con comentarios al margen que integran el poema y le permiten ahorrar tiempo y evitar lo discursivo. Hace recordar, por su rigor, el “Método de composición” de Poe, al que habrá que volver.
Valéry, de espíritu clásico, era más bien reticente a aceptar que la condición de médium fuera frecuente; y conjeturó que, de ser cierta, alguna vez en ese papel en blanco podría quedar escrito un poema en un idioma que el poeta desconoce. No se entiende por qué ese dios, musa o mensajero, elegirá siempre entre nosotros el idioma castellano, teniendo tantos disponibles y conociéndolos a todos.
Hay una jactancia algo desdeñosa, bastante habitual entre los poetas, según la cual la poesía no tiene nada que ver con la literatura: lo sugirió el simbolismo y lo declaró expresamente el surrealismo en 1925 (“Nosotros no tenemos nada que ver con la literatura”, que es con quien fatalmente terminaron conversando). En esa idea prosperan la musa, el misterio, lo religioso, y la poesía termina en algún cajón del pensamiento mágico. No es la noción general de poesía que más me convoca. La historia de la poesía no forma parte de la historia sagrada sino que afortunadamente es una historia específica de la humanidad, con luces y sobras como debe ser. Sé que poesía y literatura no son exactamente sinónimos, pero también creo que la poesía está fuertemente vinculada con la literatura, nada en ese río y se beneficia de él, por muchas matizaciones que podamos hacer para subrayar lo específico y quitarle sobrecarga cultural. Lo que sí parece cierto es que el estado emocional de la poesía precede a la palabra: tiene origen anterior a su propia expresión; pero para que exista el poema necesita del lenguaje, con lo que llega naturalmente a la literatura. Lo contrario, que se quede en la antesala del lenguaje, sería como pensar que puede expresarse en un lenguaje sin palabras, o que el puro estado emocional es suficiente. Un poema puede comenzar en un flash, en una especie de revelación, pero el trabajo de armado, corrección, incluso averiguación del sentido de ese poema, pertenece decididamente al orden de lo literario.
Si no contáramos con las características que ambos filósofos, Platón y Aristóteles, ponderan y denostan, estaríamos ante una actividad domesticada: algo inaceptable en un conocimiento que está destinado por su propia dinámica a poner en crisis una herramienta básica de la trama social, como es el lenguaje. Cada tanto la poesía hace una jugada extrema que deja en suspenso el conocimiento aprendido y obliga a continuar con una nueva perspectiva de pasado, presente y futuro. Y esto es algo difícil que suceda sólo con lo inspirado, o sólo con lo laboral.
Por eso, cuando hablamos de la forma poética, estamos hablando de algo fenomenológico, que abarca también contenido y época; no hablamos sólo de una técnica aplicada correctamente. La forma compromete decididamente el contenido, al punto de hacerlo triunfar o fracasar casi con prescindencia del asunto de que se trate; pero que nadie piense que un armado resuelto convenientemente con la divina proporción será más interesante que las intuiciones descolocadoras de Quevedo, Góngora o Vallejo: no es sólo el buen oficio lo que está en juego.
Si es necesario reflexionar sobre los aspectos formales es porque, a contrario sensu, con aforismos rotundos del tipo “Poesía es Misterio” (con mayúsculas y abuso del verbo ser) no sólo no estará resuelta la cuestión, más bien estará postergada; habremos llegado al final sin haber hecho ningún recorrido. Estaríamos, así, condenados a esperar que el milagro suceda, sin los beneficios de una buena conversación, cuya sombra, según Stevenson, es precisamente la literatura.
III- Poesía de la construcción
La historia de la ruptura en poesía ha sido muy analizada a lo largo del siglo XX, sobre todo como consecuencia de las vanguardias; pero pasado el tiempo parece más útil y más interesante resaltar la idea contraria, de la construcción, aun contando con los momentos de necesidad iconoclasta, que existen y que son imprescindibles.
La línea poética amparada en la ruptura tiene mucho valor, pero a la vez ha sufrido desgaste: ha perdido bastante del envión originario, y hoy, después de cien años de continuidad, nos llega con la envoltura de un “ismo”, limitado por su previsibilidad, cargado de tics y con un envoltorio que es más monótono que onírico, contrariando una de sus prédicas fundamentales. Octavio Paz encuentra una contradicción insalvable: “la tradición de la ruptura implica no sólo la negación de la tradición sino también de la ruptura”. Al volverse reiteración, la ruptura pierde sorpresa, se la espera y, por lo tanto, deja de cumplir estrictamente su papel. Parece inevitable, entonces, que toda tradición tenga rupturas y que toda ruptura termine generando una tradición: este diálogo está implícito en la naturaleza de ambas. Es el momento en el que más se pone de manifiesto que la ruptura es un eslabón de la construcción, parte de un programa más amplio. Por eso creo que la historia de la poesía adquiere mayor contundencia desde la vereda...

Índice

  1. Portadilla
  2. Sobre la forma poética