Banco de plaza. Hojas secas desparramadas en el suelo anuncian el otoño. Hay sentado un hombre (Lautaro) de unos 35 años, viste traje pero está algo desaliñado, tiene el nudo de la corbata flojo, la barba a medio crecer y un maletín gastado a sus pies. Se lo ve ensimismado, la mirada perdida. Un momento después, llega una mujer (Fernanda) de unos 30 años, su actitud es plena y luminosa, se detiene, mira el banco. Y se sienta al lado de Lautaro. A pesar de que el rostro de ella se muestra algo pálido (tiene una pequeña dificultad para respirar, y durante el largo de la escena va a tener algún momento de cierta fatiga), contrasta con la figura gris y melancólica del hombre.
FERNANDA (Sonríe.) —Hola.
(Lautaro, como respuesta, solo asiente con la cabeza.)
FERNANDA (Mira en dirección al cielo.) —Hermoso día, ¿no?
(Lautaro también mira, el cielo está encapotado, su gesto la contradice.)
FERNANDA —La lluvia es una caricia del cielo. Con suerte, en un rato, se larga.
LAUTARO (Escéptico.) —La gente que salió sin paraguas no creo que piense lo mismo. A veces, la lluvia, puede ser una paliza.
FERNANDA —A mucha gente le gusta mojarse.
LAUTARO (Farfulla.) —Depende la ropa que lleve, y la cantidad de agua que caiga.
FERNANDA (No alcanza a escuchar lo que dijo.) —¿Cómo?
LAUTARO (La mira.) —Depende la ropa que lleve, y la cantidad de agua que caiga.
(Fernanda no lo contradice. Luego mira su entorno.)
FERNANDA —Siempre me gustaron los parques.
LAUTARO (Sarcástico.) —A mí, me parecen una limosna en estas inconmensurables selvas de cemento. Además de tener que compartirla con vagabundos, palomas enfermas, jaurías de perros que hacen sus porquerías y nadie levanta, sin contar el maltrato de la gente que no cuida su paupérrimo mobiliario.
FERNANDA (No acusa, observa el entorno, regocijada.) —Me serena el verde. (Se pone de pie, da unos pasos y alza la mirada.) Y los árboles… en otoño me gusta admirar sus figuras desnudas, todas esas ramas alzándose al cielo, como miles de brazos agradeciendo el milagro de la vida… El color sepia de las hojas, que tapizan los senderos, es tan bello, (Se agacha a recoger una hoja, la observa.) son como enormes lagrimones de cobre y oro, frágiles como el cristal, que estallan al paso de la gente… (Se sienta.) Y amo el perfume a tierra mojada que se me pega a la piel cuando se acerca la lluvia.
LAUTARO (Se tienta, mordaz.) —Yo detesto la tierra que se levanta, te ensucia la piel, el pelo, ni hablar si te entra en los ojos. Y las hojas, no dejan de ser un colchón mugriento, y maloliente, en las calles no sirven para otra cosa que tapar los sumideros y causar anegaciones.
FERNANDA (Lo mira y sonríe.) —Intuyo que sos de los que ven la copa mitad vacía.
LAUTARO —No soy para nada pesimista, soy un realista muy bien informado.
(Fernanda ríe.)
LAUTARO —Y por eso estoy en problemas.
FERNANDA —¿Por qué?
LAUTARO —El pesimista tiene una lectura negativa de las cosas. Pero el realista las ve tal cual son. Eso convierte la vida, tarde o temprano, en un calvario.
(Silencio.)
FERNANDA —¿Y cómo sabés que lo tuyo no es pesimismo?
LAUTARO —Es simple. Mirá (Le señala en una dirección.). Ves aquella mujer que está junto al perro, ¿vos crees que cuando termine el animal de hacer lo suyo, ella lo va a levantar?
FERNANDA —Y… quisiera creer que sí.
LAUTARO —Lamento desilusionarte, pero no. Y no estoy siendo pesimista, la estoy viendo, fijate como se hace la estúpida y mira para cualquier lado. ¿La ves?
(Los dos miran en la misma dirección pero sus gestos son opuestos.)
LAUTARO —Ahí se va lo más campante. ¡Mirá!
LAUTARO (Se pone de pie, levanta la voz, molesto) —¡Señora… por qué no levanta las porquerías que dejó su perro!
(Fernanda se levanta y queda junto a él, observando la escena.)
LAUTARO (Irónico.) —¡Sí, a usted le hablo! ¡No se haga la sorda! (A Fernanda) Se hace la que no escucha…
(Lautaro se vuelve a sentar, ella lo imita.)
FERNANDA —A lo mejor se olvidó la bolsita.
LAUTARO (Sentencia.) —Además de optimista, ingenua. (Mientras abre su maletín, toma un cuaderno y le arranca un par de hojas.)
FERNANDA —No hace falta, un paseador se acercó a levantarlo. Prefiero pensar bien de la gente.
(Lautaro guarda las cosas. Se hace una pausa entre ambos.)
FERNANDA —Queda en nosotros convertir al mundo en un mejor lugar.
LAUTARO (La mira.) —¿En nosotros? ¿Qué podemos cambiar?
FERNANDA —¡Qué no podemos!
(Lautaro se larga a reír a carcajadas, como si le hubiesen contado un chiste.)
FERNANDA —Estás vivo, ¿te parece poco?
LAUTARO —Hay siete mil millones de seres humanos en el planeta que en este momento pueden decir lo mismo, tampoco soy un privilegiado.
FERNANDA —No vayas a creer. Por día mueren en el mundo más de ciento cincuenta mil personas, sortear esa lista, es casi un milagro. Y haber llegado al mundo también lo es, hay ciento trece mil abortos diarios.
(Lautaro acusa, se queda callado un momento. Luego, la vuelve a mirar.)
LAUTARO —Perdón, ¿pero de dónde sacaste esos números?
FERNANDA —Hay un sitio en internet que se dedica a ese tipo de estadísticas, tenés datos sobre muchos temas a nivel mundial, que van desde la población hasta el medio ambiente, uno es sobre muertes, y están enumeradas las causas, ya sea por enfermedades transmitidas y no, por lesiones, accidentes de tránsito, guerra, ahogamientos, envenenamientos, fuego, asesinatos, etc.
LAUTARO —Muy interesante. ¿Pero no hay páginas más divertidas para visitar?
FERNANDA —Son solo estadísticas. Números. Y me gustan. Me hacen sentir con más conciencia y conocimiento sobre el mundo en el que vivo.
LAUTARO —¿Y por qué te interesan en particular las estadísticas ligadas a la muerte?
FERNANDA (Afectada.) —Por día se suicidan un promedio de dos mil trescientas personas en el mundo.
LAUTARO (Asombrado, para sí.) —¿Por día? ¿Dos mil trescientas personas? (A Fernanda.) ¿Estás segura?
FERNANDA —Cada treinta y siete segundos una persona se quita la vida.
(Silencio.)
LAUTARO —¿Condenás el suicidio?
(Fernanda calla.)
LAUTARO —¿Te parece mal que alguien quiera acabar con su sufrimiento?
(Fernanda calla.)
LAUTARO —¿Acaso esa persona no tiene derecho sobre su vida?
(Fernanda calla.)
FERNANDA —Treinta y tres, treinta y cuatro, treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete: una persona se acaba de quitar la vida. (Pausa.) ¿Por qué si es el mismo mundo, algunos aman la vida y otros no?
LAUTARO —Será porque a los primeros les salen mejor las cosas.
FERNANDA —Por poco que se tenga, ser agradecidos puede que haga la diferencia.
LAUTARO —Pero no se puede juzgar, el dolor a veces puede ser insoportable.
FERNANDA —Pienso en voz alta: ¿Una infancia difícil, un amor no correspondido, no tener éxito en lo laboral, la muerte de un ser querido, cometer errores, fracasar, creer que uno merece un lugar en el mundo que no ocupa? Duele, claro. Pero todos pasamos por alguna de las situaciones que acabo de enumerar.
LAUTARO —Eso no me dice nada, cada persona vive las cosas de manera diferente.
FERNANDA —No creas, me deprimo, como cualquiera, en mí se manifiesta con deseos incontrolables de dormir, cosa que hago. (Sonríe.) Pero, cuando despierto, recapacito, me doy un tirón de orejas, y me levanto de la cama con una sonrisa.
LAUTARO —El problema es que no todas las personas se levantan.
(Se hace un silencio. Fernanda, se refriega la cara con ambas manos.)
FERNANDA (Apasionada.) —Una maratón de miles, la gana uno, el primero en llegar a la meta, el reconocimiento para los restantes es haberla corrido, ¿o no? ¿No se trata de...