La misión Ponsonby I
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La misión Ponsonby I

La diplomacia Británica y la independencia de Uruguay

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La misión Ponsonby I

La diplomacia Británica y la independencia de Uruguay

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El libro del caudillo oriental Luis Alberto de Herrera es un documento invalorable para entender el origen del Uruguay como país independiente en el marco del proceso de balcanización de América Latina y de la ingeniería británica que lo hizo posible.Este libro fue el primero que demostró, muy documentadamente, el papel desempeñado por las Foreign Office en la creación del Uruguay como Estado independiente. Y de ese trabajo se concluye que al Uruguay no lo fundó Artigas sino Lord Ponsonby.

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Información

Editorial
Eudeba
Año
2017
ISBN
9789502326726
Categoría
Historia
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO XI
TRES PROTAGONISTAS
Virtualmente, ha llegado a su término este comentario preliminar. Presentada queda la misión Ponsonby. Pero la tela carece de marco, como que no hemos abordado el estudio de los sucesos dentro de los cuales encaja y que explican y relacionan sus diversas incidencias.
Para reparar, en algo, esa grave omisión, se nos ocurre dar algunas impresiones sobre las circunstancias ambientes, leídas a través de figuras que cruzan, a la misma hora, el escenario e intervienen, distintamente, en el desenlace.
Ellas pueden ser, García, como genuino exponente del centralismo bonaerense; Dorrego, como representante, no menos genuino, del pensamiento federal, y Trápani, cual símbolo viviente del nativo ensueño.
Sin entrar a la biografía y tomadas sólo en lo pertinente, veamos cómo rompen su luz en esos prismas, el talento del estadista, la generosidad del soldado y el fervor del patriota. Son muy diferentes y traducen criterios antagónicos; por eso, tanto interesan.
Expresóle don Manuel José García al general Alvear, en ocasión de Ituzaingo: “Felicito a usted cordialmente por lo ya hecho y me anticipo a felicitarlo por lo que resta que hacer para acelerar una buena paz, objeto únicamente digno de una buena guerra”.
Con fidelidad revelan esas líneas, y su implícita insinuación, el estado de espíritu de aquel ciudadano, que también alude a la satisfacción que el referido suceso causa, “especialmente a aquéllos que conocen a fondo la verdadera situación de nuestro país”.
Naturalmente que refiere a los riesgos de la situación interna y a sus crecientes dificultades. Por la paz, se confía conjurarlos; de ahí que por ella se clame y se concluya por quererla, a todo trance, y por aceptarla de cualquier manera. En febrero, adelanta el doctor García la definición de lo que hará en junio; recoge el pensamiento y la angustia de su oligarquía. Al propio Alvear le escribe, en marzo 20 de 1827 –por esos mismos días– don Valentín Gómez: “Los horizontes, mi amigo, presentan un aspecto más cargado que en el año 1820. No crea usted que yo exagero, porque, al fin, ¿qué interés podría yo tener en ello?”.
A nadie se oculta ya la próxima tempestad, sin que puedan calcularse sus consecuencias: peor que el año 1820, se la pronostica. Y para manifestarse así, el doctor Gómez necesita desprenderse de acariciados optimismos. Cuando la misión a Londres del general Alvear, en 1824, una y otra vez los exterioriza. Le dice, en 19 de setiembre: “Felizmente, se consolida el orden en ésta y el país prospera de un modo admirable. Todo el invierno se han trabajado edificios y no hay brazos para las obras que van a emprenderse este verano”. Justo un mes después: “Gozamos de una paz octaviana. En Buenos Aires no aparecen los menores síntomas de inquietud”.
Con el tiempo, flaquea su seguridad; es cierto que han pasado tres años y han brotado inesperadas perturbaciones. Cobra su personería un nuevo protagonista: la muchedumbre. Ya se sabe cuánto ella incomodó siempre a las oligarquías ilustradas, que, lo más que aceptan, es invocar su nombre para prescindir, enseguida, de sus veredictos.
En vano se agota el denuesto –por imperfecta e iletrada– contra la masa rural, que encarna el federalismo naciente, oponiéndole, cual fórmula salvadora, el sistema de la unidad, repudiado por el consenso popular.
¡Cara y sangrienta suele ser la rectificación de lo obrado sin su anuencia!
Se impone la presidencia unitaria de Rivadavia y, al mismo tiempo, se decreta la reacción, irresistible, que, si al principio se mira con desdén, muy pronto arredra.
El doctor García obedece a esa tribulación de su bando cívico al suspirar por la paz; pero al suscribirla, en términos desairados, que suenan a claudicación, apuró, precisamente, la catástrofe que creyera evitar.
Al proceder así, es lógico consigo mismo y con su escuela. Entre 1816 y 1827, sólo hay diferencia de fechas: es la misma política, en dos momentos distintos.
Antes, para deshacerse de Artigas, gestiona la invasión portuguesa; la segunda vez, para deshacerse del nuevo adversario interno, pacta la devolución, al poder intruso, del suelo por las armas reconquistado.
Con palabra lapidaria, proclamó Dorrego, desde El Tribuno, que se había buscado salvar un régimen, cuando lo esencial era salvar el honor nacional.
Es que el choque de tendencias nació con la revolución. Ya sus próceres se dividen, al discutir el modo de consultar a los pueblos. Cuando el gran caudillo oriental plasma, en hechos audaces, la idea federativa, contra él se vuelve la amenaza, el ruego y la iniquidad de los directorios porteños. Legalmente se le decapita, poniendo a precio su cabeza, y diplomáticamente se decapita a su patria, entregándola al dominador extranjero.
El resultado de esos gestos, severamente condenados por la historia, fue, como siempre ocurre, contraproducente, pues la epopeya de los Treinta y Tres recoge el sentimiento local –o sea el artiguismo, multiplicado en sus energías– y la sublevación general de las provincias contra el centralismo repite, amplificado en sus ecos, ese mismo verbo.
Para contener el incontenible pampero que empieza a soplar, alza su endeble tabique la cancillería bonaerense y suscribe el tratado, contra natura, de 1827.
Tuvo, quizás, la ventaja ocasional de persuadir al emperador de la imposibilidad absoluta de adueñarse del disputado solar, dada la indignada resistencia que provocó, acrecida por los rivadavianos, que se incorporan a los acusadores en la esperanza, postrera, de salvar su sistema.
Y, sin embargo, el doctor García ha obrado como su genuino representante espiritual.
En efecto, la Banda Oriental siempre fue origen de los mayores quebrantos de cabeza y de conducta para los políticos de Buenos Aires. De ese ángulo arrancó, muchas veces, el aquilón. En ese suelo, como en ningún otro del antiguo virreinato, prenden los principios federales, cuyo apogeo, bajo el cuidado solícito del formidable blandengue, lo convierte en almácigo de endemoniadas rebeldías. Contra ellas, se usan todas las armas y se estrellan, estérilmente, los más diversos recursos. Inútil: no hay manera de sofocar la insubordinación localista, que concluye por contagiarse al cuerpo social. Ante el inminente peligro, pronto confirmado, se ocurre a los métodos más radicales y se piensa en la amputación, que detenga la gangrena. ¿No fue, acaso, un modo de realizarla, llamar al portugués, para que acabara con Artigas y con el maldecido artiguismo?
Pero ni aun así desaparece el estorbo, fuera de que ya es tarde, porque hecha está la copulación y Ramírez y Estanislao López y los que siguen, buena prole del caudillo máximo, dilatan el dogma de la federación, culminado y sazonado por Urquiza y “los hombres del Paraná”, en 1853, ¡después de treinta años de trágico contrapunto!
Pero, como los orientales no se resignan al extranjero yugo, el conflicto retoña, con más crudeza, cuando, a raíz de nuestras victorias y, sobre todo, de Sarandí, el generoso pueblo de Buenos Aires, con su ardiente pronunciamiento, obliga a sus gobernantes a tomar actitud belicosa.
A poco rato y a pesar de la declarada reincorporación, se acredita que los orientales mantienen, íntegro, su ideal autonómico. De nuevo se plantean la interrogación los viejos unitarios: —¿Conviene retenerlos, cuando es notorio que se quieren ir? — ¡Pues que se vayan, si así ha de ser!, razonan, en el gabinete, sus guías. —Quizás sea para bien de todos: ¡más adelante se verá! —¿Acaso desde el primer día de Mayo no está perdido el dominio, real, de la otra banda? —¿De qué han valido, para qué han servido, todos los ensayos dirigidos a recuperarlo?
Resumiendo sus conferencias con Rivadavia, en su informe de octubre 2 de 1826, exprésale Ponsonby a Canning: “Si me es permitido emitir una opinión, diré que, según mi modo de ver las cosas, la actitud del presidente responde, en mucho, a móviles puramente personales. Él cree que los partidarios de la guerra son numerosísimos en el país; pero, no obstante, está convencido de que la paz es absolutamente necesaria y de que tal vez sea mejor que, bajo cualquier circunstancia, la Banda Oriental sea separada de Buenos Aires, en vez de quedar unida a ella. En sus conversaciones conmigo, ha admitido que así sea. No puedo creer que no esté convencido de que la garantía del río produciría toda la seguridad deseable para los intereses positivos de este estado”.
Lo presumible es que Rivadavia aceptaba simplemente la segregación, desde que no otra fórmula prestigia el mediador; sin embargo, el problema oriental, que tan directamente influía en los otros, más cercanos, como que se sentían más propios, había concluido por ser un insoportable estorbo.
Lealmente inspirado, el doctor García quiso y creyó quitarlo del camino. Bajo la obsesión patriótica de restaurar el orden y con olvido, a pesar de su poderoso talento, de la psicología popular y de la tremenda reacción que provocaba y a que se exponía, cerró los ojos al renunciamiento circunstancial, poniéndolos, seguramente, en el lejano ensueño, más allá de la torturante actualidad.
Así lo explica, él mismo, en el texto oficial de las conferencias y lo ratifica en su manifiesto a la opinión, cuando de todo, con demasía, se le acusa. Probablemente, el error dimanó de haberlo elegido como mandante, sabiendo hasta dónde alcanzaba su flexibilidad frente a lo que él suponía supremo deber de salvación pública: quizás, por eso, se le prefirió.
¿Acaso era distinto el pensamiento íntimo, y también el confeso, de Agüero, del Carril y sus corifeos? ¿Podían espantarse de lo obrado los mismos que alentaran la conquista portuguesa y que legitimaran su frontera sobre el Plata?
GARCÍA EN LA CORTE
Fuera por blandura de espíritu o por concepto de fondo, lo indudable es que el doctor García siempre marchó de completo acuerdo con la política imperial, al extremo de que cabe denominarlo, como a don Andrés Lamas, después, hombre de Río de Janeiro, con la diferencia de que no le alcanza la presunción, como a este otro agente diplomático, de haberse excedido sospechosamente en su entregamiento.
Del doctor García no puede decirse que llegara al punto de no saberse a quién representaba más: si a su país o al contrario. Sin embargo, en mucho se parecen ambos. Desde luego, por su excepcional talento e ilustración; quizás también, por sus pocos reparos cívicos o descreimiento. En su relativo descargo, sería de equidad recordar que, por idiosincrasia, ellos no se avenían con las multitudes, ni con su tumulto, según la característica de su clase.
En el Brasil, idéntica es su abdicación, cual si el clima fluminense los enervara, por fuera y por dentro, o, también, en virtud de la larga residencia, que conduce a la demasiada afinidad.
Amigo dilecto de don Pedro II, el doctor Lamas; grande amigo de dom João e do Brasil, el doctor García, según confirma Calogeras, no abundan en la negativa a la exigencia adversaria. De ahí, el elogio que el antagonista les prodiga y que, respecto al doctor García, reedita, ahora, el historiador recién citado, deplorando, como una calamidad, su ausencia de Río, a partir de 1820. E por infeliz coincidencia, desde Junho desse mesmo anno cessara de assistir no Rio de Janeiro o notavel homem de Estado platino que mais esforços tinha despendido para harmonisar interesses e política do Brasil e das Provincias Unidas: dom Manuel José García sahía da capital do reino americano precisamente no instante em que mais uteis poderiam ser suas luzes, sua experiencia e seu patriotismo.
Recuerda, enseguida, que havia sido auxiliar consciente, embora resignado a força, da conquista da margem oriental do rio... Antes, lo ha definido curiosa figura, de notavel intelligencia, cuja biographia, para melhor elucidação da historia continental, fôra de alta conveniencia investigar por miude, mais do que o pouco que della se sabe.
García, como Lamas, recogen; pues, los más cálidos ditirambos de la contraparte, lo que no concurre, ciertamente, a convencer a los platinos de su feliz gestión en episodios tan debatidos y tan penosos. Usan de parecidos procedimientos y, con extralimitación de sus poderes, refrendan soluciones igualmente temerarias, epilogadas por la misma pública reprobación.
García, en 1816, a la par de Lamas, en 1851, pactan el avance portugués allá, brasileño aquí. Aquél, entrega al extranjero la Banda Oriental, todavía sin personalidad internacional; éste, le documenta, definitivamente, casi la mitad de nuestro territorio, cuando ya éramos nación constituida. En 1827 y en 1851, obran los dos por propia cuenta, pasando por todo y sin medir el abismo a que se precipitan. ¡Con razón tantas ponderaciones merecen del antagonista, como que a todo dijeron que sí!
Ambos agentes quisieron obtener, a cualquier precio, la liquidación de una situación y el triunfo de su partido. ¿Cuál más disculpable? Con seguridad, el de los días inciertos de la emancipación, cuando aún no se ha salido del caos inicial y, a los cuatro rumbos, la misma espesa sombra desorienta.
Son figuras, bajo cierto aspecto, enigmáticas. ¿Dónde acaba su sinceridad, dónde pone comienzo su escepticismo? Lamas convence menos, mucho menos, que García, aunque los dos, por su elevado linaje espiritual, reclaman especial tratamiento crítico, sin perjuicio de que su mismo talento acrezca su responsabilidad. Los aproximan la estructura de sus ideas y los procedimientos usados, aun cuando sea muy diverso el volumen de su error, dado que García traspasa al Imperio un solar que, en efectividad, ya no pertenece a su país, mientras Lamas le escritura una fracción inmensa del propio, ¡trayendo la frontera todavía media legua más abajo del Cebollatí y del Tacuarí!
¡Nada hay comparable en América, en iniquidad diplomática, a los tratados de 1851, que adueñaron militarmente al Imperio de nuestra patria, que nos despojaron de territorios jamás discutidos, que nos infirieron despiadada mutilación, que nos convertían, con efecto retroactivo, en carceleros de sus esclavos fugitivos: que nos impusiera, por la fuerza, aquella nota del ministro Carneiro Leão que concedía plazo de tres días para aprobarlos, con el ejército imperial acampado a pocas jornadas de Montevideo!
No; en esencia, no cabe paralelo entre el fruto de ambas misiones. ¡Siquiera la de García, además de doler mucho menos, quedó sólo en palabras, mientras que la otra!...
Por lo demás, se impone reconocer que, éste, con posterioridad a la política “aportuguesada” que representó durante años, ante la corte de San Cristóbal, modifica, en cierto sentido, sus puntos de vista respecto a la influencia imperial en el Plata.
En las instrucciones impartidas, a fines de 1824, a don Ignacio Álvarez Thomas, en su misión ante el Perú y Bolívar, se refiere a “las razones que existen para pensar que los principios del gabinete de Río de Janeiro pudieran hacerse inconsistentes con los que han adoptado los demás estados americanos y prestar un apoyo a la política europea, en el caso de pretender la destrucción en esta parte del mundo, de todo gobierno que conozca distinta base de la que ellos se empeñan en consagrar”. Por tanto, “el señor ministro plenipotenciario se esforzará por conseguir que el gobierno del Perú se obligue a garantir la integridad de los territorios contra todo otro poder que no sea de los nuevamente formados en el territorio de la América llamada antes española”.
Suscribe ese documento, el doctor García, como ministro de Las Heras. En junio 17 de 1825, se instruye al enviado, con más precisión, sobre su actitud en la entrevista a celebrar con Bolívar: “...se esforzará a demostrar a S. E. cuán peligrosa es a la independencia y libertad de América la política adoptada por la corte del Brasil y que ha desplegado con más fuerzas después de la disolución de la asamblea del Imperio; como igualmente la aversión con que el emperador mira a las nuevas repúblicas y su decidida oposición a todo cuanto pueda consolidarlas”.
Se adentra en la cuestión y agrega: “En comprobación de esto y de los principios que rigen a aquella corte, el señor plenipotenciario informará detalladamente de la conducta insidiosa con que pretende usurpar la provincia Oriental y de los pasos que ha dado el gobierno de Buenos Aires para recuperarla, como también del estado en que se halla este negocio. Que, por tanto, será de grande importancia el estrechar las relaciones de las cuatro repúblicas de Colombia, Perú, Chile y Provincias del Río de la Plata, para obrar de acuerdo, a fin de hacer entrar en razón al emperador del Brasil y obligarlo a restituirse a sus límites”.
Ninguna reprobación más eficaz de la política del centralismo porteño, que trajera al lusitano hasta las riberas del Plata, que la emanada del propio hombre público en la oscura aventura antes complicado. Más que legitimada, glorificada está la resistencia artiguista al invasor, que otros traen; pero la posterior rectificación de quien gestionara el trágico atentado, agrega una nueva y expresiva reparación.
Se dice más: “Que una intimación hecha a nombre de estas repúblicas para que deje la provincia de Montevideo en libertad de disponer de su suerte, protestando, en caso contrario, de usar de todos sus medios para libertarla, haría un grande efecto, y mucho más si era acompañada de un tratado definitivo entre dichas repúblicas y el Brasil, garantido, si se creyese así conveniente, por la Gran Bretaña”. Años antes de la mediación, ya ...

Índice

  1. Portada
  2. Legales
  3. Prólogo, cuarenta años después
  4. Introducción
  5. Notas explicativas
  6. Capítulo I. La mediación inglesa
  7. Capítulo II. Las conferencias de agosto
  8. Capítulo III. La voz uruguaya
  9. Capítulo IV. La profunda raíz
  10. Capítulo V. Síntesis de las tratativas
  11. Capítulo VI. Imparcialidad de la mediación
  12. Capítulo VII. El fracaso de Río
  13. Capítulo VIII. ¡Abrir los ríos!
  14. Capítulo IX. Los papeles Gordon
  15. Capítulo X. Dilatorias de ambos beligerantes
  16. SEGUNDA PARTE