La creditocracia y los argumentos para resistirse al pago de las deudas
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La creditocracia y los argumentos para resistirse al pago de las deudas

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La creditocracia y los argumentos para resistirse al pago de las deudas

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La prevalencia del capitalismo cimentado en la renta financiera en el mundo globalizado actual ha llegado al punto en que las ganancias anuales de los grandes conglomerados bancarios superan ampliamente el PBI de los países. Esto le proporciona a las grandes empresas un poder inconmensurable, casi imposible de controlar por los mismos gobiernos. Una creditocracia es un sistema en el cual todos los bienes sociales, incluso los más básicos, deben ser financiados con deuda, y en el que el endeudamiento se convierte en un requerimiento fundamental de la vida. El pueblo trabajador es el eslabón más débil de esta cadena, y a menudo el endeudamiento se torna una amenaza para el ejercicio de una ciudadanía libre. A los bancos y financieras no les interesa que los ciudadanos paguen todas sus deudas, ni tampoco se los alienta a que lo hagan. Lo que cuenta es prolongar el servicio de la deuda hasta el final, e incluso más allá de la tumba Por estas razones, el autor argumenta a favor de la negativa a pagar deudas familiares.

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Información

Editorial
Eudeba
Año
2017
ISBN
9789502327525
Categoría
Economía
CAPÍTULO III
Educación para gente libre
Evidentemente alarmados por el crecimiento y la profundización del activismo cívico durante el curso de la década previa, los autores del informe de la Comisión Trilateral de 1975 (La crisis de la democracia) recomendaban que “el efectivo funcionamiento de un sistema político democrático a menudo requiere cierto grado de apatía y falta de participación por parte de algunos individuos o grupos”. Dado el rol prominente que había tenido en los últimos tiempos la protesta estudiantil en incomodar al establishment político, no fue sorpresa que la población con educación universitaria que había aumentado a raíz de la ley GI y de la Ley de Educación Superior de 1965, ameritara tan especial atención. Sopesando las razones por las cuales estos tipos de población universitaria se habían tornado menos apáticos de lo que era conveniente para la democracia, los autores lamentaban “la superproducción de personas con educación universitaria en relación con los trabajos disponibles para ellas” y, en la conclusión del reporte, planteaban dos opciones:
La educación universitaria, ¿debería ser provista por su contribución al nivel cultural general de la población y su posible relación con el cumplimiento constructivo de las responsabilidades de la ciudadanía? Si esta pregunta se responde por la afirmativa, es necesario entonces un programa para reducir las expectativas de trabajo de aquellos que reciben una educación universitaria. Si la pregunta se contesta por la negativa, las instituciones de educación superior deberían ser inducidas a rediseñar sus programas de modo tal de reorientarlos hacia los patrones del desarrollo económico y de las oportunidades de trabajo futuras. (1)
Los lectores podrán discrepar sobre qué senda fue seguida de manera más decidida durante las décadas transcurridas desde entonces, pero es imposible, hoy, considerar estas opciones sin investigar el creciente abismo de la crisis de la deuda estudiantil. Cualquier discusión sobre las virtudes o propósitos de la educación superior está ahora sobrecargada con el severo peso de la deuda acumulada, sus estragos sobre la gente joven y la aparente inmunidad de aquellos que se alimentan de su situación. Un sistema que dio lugar a la acumulación de cerca de 1,2 billones de dólares en deudas y que escupe graduados con una carga de deuda que promedia los 27.000 dólares era inimaginable en 1975, cuando el apoyo público a la educación superior era aún una prioridad nacional de alto nivel. Sin embargo, en retrospectiva, la cuesta abajo estaba justo a la vuelta de la esquina. El mismo año, la ciudad de Nueva York quedó atrapada en una crisis fiscal que determinaría el fin de la matrícula libre en la City University of New York (CUNY), la gran institución de la clase obrera. En la nominalmente gratuita Universidad de California, que aspiraba a ser la universidad pública modelo mundial, los aranceles comenzaron su sostenido ascenso unos pocos años más tarde.
La protesta universitaria ya no es más un rito de pasaje, como lo era para mayoría de los estudiantes en las décadas del sesenta y el setenta. La creciente carga de la deuda, ¿ayudó a sofocar la imaginación política alternativa de los estudiantes en las siguientes décadas? ¿Puede culpársela por restaurar “la apatía y la falta de participación” recomendados a la Comisión Trilateral como una cura contra el “exceso de democracia”? Hoy a los estudiantes norteamericanos se les suele repartir paquetes de préstamos fuertes en el momento de inscribirse, mucho antes de que estén legalmente autorizados a tomar alcohol; muchos son empujados a buscar empleos de bajos salarios para permanecer en la universidad y evitar la generación de más deuda; son estimulados a pensar en su graduación como en una transacción en la cual han sido negociados sus sueldos futuros; y son llevados cada vez más a elegir campos de estudio que proveen “valor” a través de las ganancias potenciales para pagar sus préstamos. Estas no son condiciones en las cuales pueda cultivarse una mente ágil y crítica, y apenas conducen a lo que los autores del reporte denominaban “el cumplimiento constructivo de las responsabilidades de la ciudadanía”. Pero son perfectamente útiles para las élites, que no quieren una ciudadanía educada y librepensadora que les haga demandas “excesivas”.
Esta es la razón por la cual cualquier movimiento dedicado a abolir la deuda educacional no puede apuntar únicamente a realizar reformas económicas limitadas. Los esfuerzos para bajar la tasa de interés, restaurar las protecciones contra la quiebra (actualmente denegadas a los deudores estudiantiles) o implementar programas más fuertes de repago basados en los ingresos podrán brindar cierto alivio a algunos, pero no se acercarán siquiera a lograr el objetivo de establecer la educación gratuita como un derecho democrático vinculante —y podrían incluso frustrarlo—. Para promover ese objetivo necesitaremos un movimiento regido por el principio que equipara la educación libre con la ciudadanía libre. Hoy en día, como consecuencia del poder prodigioso de las altas finanzas, enfrentamos una verdadera “crisis de democracia”, no el menjunje vendido a la Comisión Trilateral. Podría decirse que la capacidad de los prestamistas y de los inversores de tratar a la educación como un centro de beneficios (los préstamos estudiantiles se encuentran entre las más lucrativas de las formas de crédito) es el síntoma más revelador de ese poder. Pero sería equivocado concluir que su conducta es meramente oportunista, y que están explotando, para maximizar sus beneficios, fisuras abiertas por legisladores corruptibles. Por el contrario, el uso de la educación superior para extraer rentas económicas e hipotecar el futuro de los estudiantes ha sido un nuevo principio de gobierno desde hace tres décadas, con duras consecuencias para la voluntad política de la gente joven.
La transmisión del costo del financiamiento de la educación a los estudiantes endeudados representa la transferencia de la responsabilidad fiscal del Estado a los individuos privados, que es el sello principal del neoliberalismo. Como casi todos saben hoy, la tasa de transferencia se aceleró en los últimos años; el costo de las matrículas se elevó en todos los sectores, pero en particular en las universidades públicas (dicho costo aumentó un 500% desde 1985, y en los cinco años posteriores al crash, creció un 27% más que la inflación general). El gobierno federal y los gobiernos estatales están apartándose rápidamente del negocio de financiar de modo directo la educación superior. El financiamiento total por parte de los estados cayó un 25% desde el 2000, y algunos estados, como Arizona y New Hampshire, redujeron no menos del 50% sus gastos en educación solo desde 2008. (2) Como resultado, la diferencia de precios entre las instituciones públicas líderes y las privadas se está estrechando bruscamente año tras año.
Para la opinión pública, la “privatización de la educación” se caracteriza típicamente por asociaciones entre la universidad y las empresas, apropiación de la propiedad intelectual, patrocinio y propiedad corporativa de la investigación, o “educación contractual” —por la cual una empresa le pagará a una universidad de la comunidad para mejorar las calificaciones de sus becarios—. Pero el acto por excelencia de privatización es este cambio en la responsabilidad de la provisión pública a la financiación de la deuda privada por parte de las mismas personas a las que se supone que las universidades deben servir. La agenda para lograr esa transferencia es establecida por la política gubernamental, como lo son todas las iniciativas neoliberales. Consecuentemente, el resultado global ya no es la igualdad de oportunidades lograda a través de la educación, como lo declararon varias voces presidenciales, desde Eisenhower hasta Obama. La financiación de la educación mediante deudas se ha convertido en un factor confiable en la transferencia neta de riquezas desde los sectores con menos recursos hacia los norteamericanos más acaudalados.
En junio de 2013 la Oficina de Presupuesto del Congreso (CBO, por su sigla en inglés) pronosticó que el gobierno federal obtendría ese año un beneficio de 51.000 millones de dólares gracias a los beneficiarios de préstamos estudiantiles. Esta revelación tuvo un cierto impacto sísmico. Para muchos era difícil digerir el concepto de que el gobierno pudiera realmente beneficiarse de algo que era una obligación suya hacia los ciudadanos, pero la magnitud de la suma aturdió o dejó estupefactos inclusive a aquellos que sabían que el programa federal de préstamos había sido por largo tiempo una fuente organizada de ingresos. Elizabeth Warren, elegida poco tiempo atrás senadora por Massachusetts, lideró la carga retórica en el Capitolio contra el Departamento de Educación señalando que 51.000 millones de dólares eran “más que las utilidades anuales de cualquier compañía de Fortune 500 y cerca de cinco veces las de Google”. (Más pertinente, quizás, era que esa cifra constituía el equivalente de las ganancias combinadas de los cuatro bancos más grandes de los Estados Unidos: JP Morgan Chase, Bank of America, Citigroup y Wells Fargo). Autora de dos respetados libros académicos acerca de la insolvencia, Warren había instalado su pretensión de ser la nueva guardiana de los acreedores introduciendo una ley, la Ley de Banco de Préstamos Equitativos para Estudiantes, que habría rebanado las altas tasas de interés (del 6,8% al 7,9%) de los préstamos federales para equipararla con la tasa (0,75%) que pagan los bancos para pedir préstamos a la Reserva Federal. Ella y el copatrocinador de esa ley, John Tierney, se lamentaban de que “el gobierno federal gana 36 centavos por cada dólar que les presta a los estudiantes”, y pedían al Congreso que se diera a los estudiantes prestatarios el mismo tratamiento que a los bancos, agregando el importante recordatorio de que “a diferencia de los grandes bancos, los estudiantes no tienen ejércitos, ni lobistas, ni abogados”. (3)
Al frente de los acreedores que aplicaban presión a través de sus lobistas estaba Sally Mae, la inescrupulosa reina de los préstamos a estudiantes, que en su apogeo en 2005 se había convertido en la segunda compañía más rentable de Estados Unidos. (4) Acostumbrada a obtener resultados a través de la presión sobre los legisladores, en el primer trimestre de 2013 había gastado más de 1,4 millones de dólares tratando de bloquear el progreso de dos leyes de reforma a los préstamos para estudiantes —la Ley de Equidad en las Quiebras de Préstamos Privados a Estudiantes y la Ley de Ecuanimidad para Estudiantes en Apuros—, antes que la ley promovida por Warren y Tierney cayera en la caja legislativa. (5) Sally Mae había sido recientemente cuestionada por estas tácticas mercenarias en la reunión anual de accionistas, por activistas estudiantiles y sindicales aliados con la organización de derechos humanos Jobs with Justice (Empleos con Justicia). Como signo de los tiempos, más del 35% de los accionistas apoyó una resolución que demandaba a los ejecutivos de la compañía mayor transparencia y divulgación de la información. (6)
La propuesta de Warren y Tierney fue tanto una crítica indirecta al gobierno por su trato diferencial a favor de los bancos, como un llamado a la equidad en los préstamos. Pero un nuevo escrutinio de los préstamos federales para estudiantes, inspirado por el pronóstico de la CBO, reveló hasta qué punto el Ministerio de Educación funcionaba como un banco de Wall Street. Como es común en la industria financiera, al prestamista se le permite registrar las ganancias proyectadas del ciclo de vida de un préstamo al momento de su origen. Del mismo modo en que un banco informaría su futura ganancia (70.000 dólares, digamos, de un préstamo de 40.000) inflando sus activos, también la agencia gubernamental incluye esa estimación en sus ganancias anuales. Además, el gobierno federal presta dinero a una tasa virtualmente nula (la tasa de interés del Tesoro es aún increíblemente baja), mientras que les presta a los estudiantes a tasas mucho más altas, y recoge los beneficios del spread (es decir, de la diferencia entre las tasas activa y pasiva). Y lo más atroz de todo es que las ganancias no se reinvierten en la educación. Están siendo utilizadas para pagar la deuda del gobierno, gran parte de la cual debería ser calificada como deuda ilegítima, ya que fue contraída para pagar los costos de una guerra inmoral en Irak y el igualmente ilegítimo rescate financiero de los grandes bancos. En otras palabras, las ganancias provenientes de los préstamos a los estudiantes están subsidiando el militarismo y la criminalidad de Wall Street.
Dado el feroz apetito del Capitolio por reducir la deuda federal, había pocas posibilidades de que los esfuerzos legislativos de Warren y Tierney por reducir las tasas de interés de los préstamos a estudiantes fueran exitosos. Los estudiantes deudores, cuyo número ronda los cuarenta millones, podrían estar ingresando en situación de morosidad a un ritmo de un millón por año (y un moroso de cada seis), pero las agencias de cobro del gobierno son capaces de sacar partido de las elevadas penalidades, facultades de embargo y falta de protección contra quiebras para recuperar no menos del 120% de cada préstamo incumplido.
Habiéndose comprometido a llevar adelante un estricto régimen de disciplina fiscal, la administración de Obama tenía poco margen para tomar una posición que pudiera interrumpir o desviar el flujo de las ganancias del gobierno hacia la reducción del déficit. Cualquier cambio sería meramente cosmético, y calculado para ser presentado como una victoria de las relaciones públicas (hacemos lo que podemos para darles una mano a los estudiantes). Cuando el polvo se asentó, en julio de 2013, luego de un grandilocuente debate en el Congreso, pareció que el gobierno se había alineado con los halcones republicanos en su intento de reducir el déficit del presupuesto tratando de equiparar las tasas de los préstamos federales con las del mercado. Los estudiantes del ciclo básico universitario beneficiarios de los préstamos estarían pagando 3,85% —el rendimiento actual de los bonos del Tesoro a diez años, más 2,05%—. Se autorizarían tasas de hasta el 8,25% para los estudiantes de los primeros años, 9,5% para los avanzados y la friolera de 10,5% para los que fueran padres; y la CBO de hecho pronosticó una fuerte alza en los próximos años.
Desde luego, es profundamente injusto que los estudiantes deudores estén sujetos a altas tasas de interés en un momento en el que todo el resto de los prestatarios disfruta de algunas de las tas...

Índice

  1. Portadilla
  2. Legales
  3. Introducción
  4. Todos somos beneficiarios de créditos renovables automáticos
  5. La economía moral de la familia
  6. Educación para gente libre
  7. Salarios del futuro
  8. Saldar la deuda que hay con el clima
  9. Disolver el matrimonio entre deuda y crecimiento
  10. Glosario