Capítulo 1
¿PARA QUÉ SERVIMOS?
Walter Lippmann escribió hace casi un siglo que “no puede haber libertad en una comunidad que carece de la información necesaria para detectar la mentira”. Para eso sirven, o deberían servir, los periodistas. Aunque a veces contribuyen justamente a consolidar las mentiras de los gobernantes. La guerra de Irak se hizo sobre la gran mentira de las armas de destrucción masiva de Sadam Hussein, que gran parte de la prensa ayudó a construir y que solo se deshizo tras la catástrofe de la propia guerra.
Jesús Ceberio, director de El País de 1993 a 2006
El impulso de contestar a la pregunta del título de este modesto libro con un simple pero inconveniente “para nada” es grande. “¿Para qué servimos los periodistas?” O, mejor aún, “¿para qué servimos los periodistas, hoy?”. “Absolutamente para nada”. La respuesta parece deslizarse sola. Y es que es cierto que vivimos malos tiempos para la lírica, la épica y, sin duda, para el periodismo. La crisis que atenaza a toda la sociedad española —y a la europea, con más o menos fuerza— se ha cebado con ganas en el sector de los medios de comunicación. Son terribles las cifras de despidos, de cierres, de pérdidas... La consideración social sobre los periodistas tampoco es muy alta, confundido el respetable entre la acción de los profesionales serios y el ir y venir de cantamañanas, buitres y/o falsarios que avergüenzan a los periodistas de verdad. Corren malos tiempos, sí, muy poco favorables para escribir algo teñido de optimismo sobre el periodismo y el papel de los periodistas. De la crisis de los medios hablaremos más tarde, al igual que de las nuevas experiencias que han sacudido el modelo actual: Internet y las redes sociales. Damos fe de la muerte de un modelo y atisbamos, solo atisbamos, el nacimiento de otro. Pero…
... Sí, exacto, justo en el momento en el que vas a responderte a ti mismo con esa muestra de desesperanza, con ese triste “para nada”, hay algo que te atrapa la mano y no te deja escribirlo en el ordenador. Porque no es enteramente cierto. El mundo todavía necesita que alguien le cuente las historias que llenan todas las vidas y todos los momentos de esas vidas. Sublimes o nimias, cada existencia merece la pena de ser contada. Y, en la otra orilla, todos necesitamos que nos cuenten esas historias, que nos hagan llegar hasta nuestra casa —periódico, radio, televisión, Internet, redes sociales— las cosas que ocurren a nuestro alrededor, cerca o lejos. Debemos conocer otras vidas, otros mundos. Pero queremos que esa labor la ejecuten unos profesionales que conocen los mecanismos para reflejar con rigor esos mundos, esas historias. Porque elijamos la simplicidad y grabemos a fuego aquello de “Periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente”, brillante frase que un día le escuchó Juan Cruz a Eugenio Scalfari, el mítico director de La Repubblica, tal y como nos cuenta en el imprescindible Periodismo, ¿vale la pena vivir para este oficio? (Debolsillo, 2010). O, por qué no, el modestísimo “Andar y contar es mi oficio” de Manuel Chaves Nogales (La vuelta a Europa en avión, Libros del Asteroide, 2012).
Pero, ojo, que esa labor hay que saber desarrollarla con eficacia, habilidad y rigor. Y, como toda profesión, tiene, por un lado, sus normas más o menos estrictas y debe, además, aprenderse desde los rudimentos. Y, sobre este humilde cimiento, edifiquemos —si así gusta— un complejo Frank Gehry. Pero nada hay por encima de esta regla de oro si queremos hablar de periodismo. Hay que aprender a hacer periodismo, hay que conocer —y amar— el oficio. Vendrá luego, para unos pronto y para otros nunca, el ánimo de contribuir con la profesión a hacer un poco mejor este mundo que nos rodea. Es cierto que miras alrededor y es tanta la angustia que ves, tanto el dolor, tanto el padecimiento, tanta la desolación, que inmediatamente reaccionas: el periodismo servirá, por lo menos, para contar esta tristeza que vemos, este miedo. Alguien deberá ser el testigo que cuente esas penalidades, esas pequeñas o no tan pequeñas tragedias de tantos millones de ciudadanos que están sufriendo los rigores de una crisis de la que ellos no han sido los causantes.
Y alguien, además, debe ejercer la dura y casi siempre ingrata tarea de vigilar a los poderosos. Esa sí es una labor que cae de lleno en los intereses de nuestra profesión. La sociedad ha confiado a los meteorólogos la función de observar con suma atención las isobaras —que me perdonen los profesionales por esta pequeña broma— para que nos adviertan de por dónde vienen la tormentas, las lluvias torrenciales o, quizá, los huracanes. A los periodistas, la sociedad también nos ha confiado —en un contrato no escrito, pero aún vigente— la labor de vigilancia sobre quienes disponen de nuestros destinos, vidas y haciendas. Entienden los ciudadanos —y nos exigen— que preguntemos, que investiguemos, que denunciemos. Esto es, nos consideran sus centinelas y nos piden, como a las compañías de seguridad, que no dejemos actuar a los delincuentes. Y para ello nos han prestado el mecanismo de la alarma, ruido estentóreo que debemos hacer sonar cada vez que vemos alguna de las injusticias que son moneda corriente en nuestra sociedad.
MODESTIA, MUCHA MODESTIA
Pero el caballo se desboca y hay que bajarle los humos. Volvamos a la línea de salida: contar —y explicar— es la base del periodismo. Y cuando más preguntas se hacen los ciudadanos, más respuestas habrá que buscar para responderles. Porque saber qué les pasa a esas personas, implicará contar y explicar qué hay en la otra cara de la moneda. El periodista también servirá para desenmascarar a quienes, amparados en el escudo que siempre protege a los poderosos, a los dueños del dinero y las haciendas, son los verdaderos causantes de tanta desgracia. Digámoslo pronto, que luego vendrán todas las consideraciones que creemos pertinentes. Ahí, en ese negro panorama, tienen ustedes alguna respuesta de para qué sirve el periodismo: para mostrar las vergüenzas de quienes han logrado organizar el mundo de tal manera que solo ellos se adueñan de los beneficios, mientras las pérdidas siempre se las apuntan los más débiles.
Pero querer ayudar al prójimo, echar una mano en reparar tanta y tanta injusticia, es vocación plausible, pero común a otras muchas ocupaciones: abogados que luchan por los derechos de los desasistidos, médicos que salvan vidas en condiciones difíciles, jóvenes —y no tan jóvenes— que se enrolan en distintas oenegés para mostrar su solidaridad y tender la mano al más desfavorecido, a los más pobres, a los desahuciados de una vida que nunca les ha sonreído, a los misioneros, enfermeras, etcétera, etcétera. Pero habíamos quedado –y nunca lo olviden— en que este era un librito para hablar de periodismo y no de arrojo personal o amor por el prójimo.
¿Los periodistas, pues, justifican su profesión si se dedican a denunciar esas aberraciones en vitriólicos artículos de opinión, escritos con lenguaje fiero y venenosa lengua? ¿Es esa la respuesta que debemos dar a las preguntas de “para qué sirve el periodismo” o “para qué sirven los periodistas”? Pues no. A pesar de todo, no. Esos artículos los puede escribir un profesor de universidad, un afinador de pianos o un carpintero que tengan la pluma fina y el ánimo crítico suficiente. ¿Y un periodista puede hacerlo? Pues sí, claro, no faltaría más, pero no es esa la contestación plena a la pregunta.
Así que no nos desviemos. Es de esperar que ese médico del que hablábamos que se lanza a tratar a niños azotados por la plaga del hambre, pero también el que simplemente —como si fuera poco— trabaja en el ambulatorio de un barrio madrileño o soriano, tenga los conocimientos necesarios para intentar paliar el sufrimiento de sus pacientes. Para ser útil como médico lo primero es ser médico. Y hay mucho que trabajar para llegar a ser un buen médico. Es tan digna —y tan importante— la labor del traumatólogo que nos trata el esguince como la del internista que nos cura la úlcera, y las dos son comparables a la del médico que se aventura a trabajar en zonas más peligrosas. Así que lo primero que deberá demostrar ese médico es que sabe ejercer su profesión y que su labor, esté donde esté, va a servir para lo obvio: curar a los ciudadanos enfermos.
Permítanme servirme de esa comparación para seguir avanzando. También los periodistas pueden lanzarse a batallas heroicas contra banqueros o poderosos de cualquier fuste. Pero antes, por favor, que demuestren que son periodistas. No de carné —que tanto da: quien esto escribe era en su momento redactor jefe de un diario de alcance nacional y no tenía título ni certificación oficial alguna— sino de profesión. Este oficio se demuestra tanto redactando una necrológica, o el resultado de un sorteo de lotería, como informando sobre un partido de fútbol, el estreno de una película o, naturalmente, contando el desahucio de una familia con una madre enferma y tres hijos de corta edad. Para eso, vuelvo a decir, servimos los periodistas: para contarles las cosas a los demás. De todo tipo. O de casi todo, como es obvio. Por lo pronto, ya podemos echar de estas páginas a los llamados especialistas del corazón, o del hígado, a los practicantes de la superchería, a los infames que ensucian la profesión con baratos sensacionalismos… La humildad que pedimos para el ejercicio de la profesión no significa tener que hurgar en los cubos de la basura.
Pero no nos volvamos locos —Superman o Batman eran personajes de cómic— ni creamos que esta profesión nació, se desarrolló y aún vive con el único objetivo de liberar a la humanidad de las cadenas a las que la tienen sometida las fuerzas ocultas del capital. Está muy bien hacerlo, apúntenme en la lista, pero hay otras consideraciones que son las que de verdad definen al periodismo y no solo el ejercicio de la denuncia. Lo que sí da carta de naturaleza al auténtico periodismo es investigar, contextualizar y explicar lo que se esconde tras esos dramas humanos, tras esas cifras desoladoras. La profesión deberá dar los mecanismos precisos al buen periodista para hallar de dónde parte el hilo, conocer los nombres de los causantes de ese abuso o esa aberración, buscar los datos para demostrar su responsabilidad y mostrar sus vergüenzas. Esa sí es la respuesta a la pregunta de para qué sirve un periodista: un profesional que busca historias, que sabe encontrar los datos y contextualizarlos y, finalmente, que posee la capacidad de contársela de forma atractiva y eficiente a los demás. Permítanme aprovecharme de Gabriel García Márquez: “Pensando en política, el deber revolucionario de un escritor es escribir bien”, le contaba el autor de Cien años de soledad en una carta a Plinio Apuleyo Mendoza. Pues, pensando en periodismo –robo el concepto—, “el deber revolucionario de todo periodista es hacer buen periodismo”.
Y a partir de aquí, que dicho de esa manera parece una profesión de titanes, vamos a ir bajando a la realidad, para no caer en la grandilocuencia, la prosopopeya y la fatuidad. Que me he apresurado a contar lo más bonito para satisfacer el ego de tanto profesional que en el mundo habitamos. Pero ¿qué otra cosa se espera de un más que veterano periodista, se supone que comprometido, que empujar a los jóvenes que incautamente puedan leer este librito a luchar contra los poderosos, los corruptos, los delincuentes —sobre todo si son de cuello blanco—, los políticos y demás azote de la humanidad? Para centrar en qué consiste nuestro trabajo, nuestro apasionante trabajo, que conste, vamos a dejar en la mesilla de noche algunas de las adherencias que nos pueden confundir a los profesionales y, al tiempo, engañar a los lectores. Ya les he adelantado algo con los ejemplos del médico de urgencias. Porque uno debe ser “tan humilde como el polvo para poder descubrir la verdad”, que dejó dicho Mahatma Gandhi.
Algunos de los ropajes de los que desprenderse: el periodismo es un sacerdocio, el periodismo es el único termómetro de la salud democrática, los periodistas tenemos la sagrada misión de ser el permanente vigía de los poderosos, el implacable censor de los malvados, el gato de siete colas de los corruptos. Aquí estamos, nosotros los periodistas, vestidos mitad de Spiderman, mitad del Guerrero del Antifaz, para arrancar de las garras de los liberticidas a los pobres ciudadanos, que, sin nosotros, apenas si conocerían otra cosa que no fuera el cruel fuego del engaño o, aún peor, de la esclavitud. Caballeros andantes,...