Prólogo a una conversación
En algún lugar de su amplia obra, el sagaz conservador que fue Gilbert K. Chesterton escribió que lo que no ha entrado en el alma por la razón, sino por el sentimiento, tampoco saldrá de allí por los argumentos de la inteligencia o la crítica. Parece un dictum pensado específicamente para el nacionalismo y, si me apuran, en particular para el nacionalismo vasco. Porque, como advierte Andoni Unzalu desde el comienzo de este amable y correoso panfleto que ahora prologo, el corpus teórico del que se alimenta el nacionalismo es muy limitado y simple pero… (y lo que sigue al pero es lo relevante de la observación) está asentado en una concepción tan teñida de sentimiento y emoción que resulta prácticamente inasequible a la contradicción o refutación mediante razones. El nacionalismo, diría con conceptos de Ortega y Gasset, no es al final una idea o conjunto de ideas, sino una creencia. Y ya lo explicó el filósofo, son cosas muy distintas: las razones o ideas se tienen, en las creencias se está. Unas las poseemos porque nos hemos adherido a ellas, y otras son nuestro hábitat mental irreflexivo, porque las hemos mamado. En las creencias se está de ánimo completo, sin resquicio.
Bueno, pues así están nuestros conciudadanos nacionalistas vascos en su visión del mundo: con una solidez a prueba de cualquier argumento. Entraron en ella por el sentimiento de ser parte de un grupo humano distinto y separado (y un tanto superior, todo hay que decirlo), y no saldrán sino por otro sentimiento de igual potencia movilizadora. Lo que, dicho sea de paso, no se percibe en el horizonte. Si el sentimiento de horror ante los crímenes de ETA, perpetrados precisamente en nombre de ese mismo nacionalismo en el que habitan gustosos, no fue capaz de moverles ni un ápice de su creencia (y desde luego no les movió, como Andoni Unzalu describe sentidamente en el último capítulo de este libro), no parece fácil conjeturar siquiera qué razón o emoción podría llegar a hacerlo.
Y si esto es así, ¿qué hace entonces Andoni pergeñando con habilidad y credibilidad un hipotético diálogo con su vecino nacionalista vasco? ¿Para qué le sirve reconstruir una vez más de manera novelada los pobres pero efectistas argumentos de nuestro convecino, llevarle la contraria e intentar bajarle al mundo de lo razonable y razonado, si al final resulta que la tarea está por sí misma condenada al fracaso más rotundo? Si la concordia es imposible por definición, ¿para qué, amigo Andoni, te molestas en imaginar una conversación que se frustra a sí misma? Creo adivinarlo, porque, en el fondo, las ganas de Andoni de discutir con el nacionalismo es algo que muchos vascos no nacionalistas hemos sentido muchas veces como necesidad, o como desahogo, o como rebelión. Vamos, que nos ha pasado a todos en algún momento. Y es que el nacionalismo vasco está ahí delante de nosotros, hegemónico en su escasa doctrina y pletórica emoción, triunfando con una base argumental patentemente endeble, captando voluntades y adhesiones sin fin. Disputar con él es un reto necesario para cualquier ánimo racionalista, crítico y ciudadano. Uno acaba discutiendo sus visiones simplemente porque… están ahí, igual que Mallory trepaba montañas porque se erguían delante de él.
Pero las montañas, claro está, son indiferentes a los escaladores; como el nacionalismo vasco es, probablemente, indiferente ante críticos tan aguzados como el autor de estas páginas. Es poca cosa para él. La mayoría de la sociedad vasca —comentaba recientemente Antonio Rivera, un atento historiador de la sociedad contemporánea— ha asumido ya como dogmas indiscutibles (además de cómodos y rentables) las verdades esenciales del nacionalismo vasco: la nación propia, el euskara como lengua propia, el concierto y el cupo, la historia heroica de un pueblo siempre derrotado y nunca vencido, el conflicto como eje argumental. Disputar con estos jalones de la cosmovisión nacionalista, que se han hecho ya tan rutinarios como banales en nuestro entorno, tiene algo de quijotesco, pero también, a la vez, de díscolo. Andoni viene a ser, en su trayectoria vital e intelectual, un ejemplo de aquellos a quienes la prensa bilbaína (monárquica, carlista o liberal, nacionalista o no) de comienzos del siglo XX motejaba de “vascongados bastardos”. Aquellos socialistas de la margen izquierda que no iban a Madrid a reclamar más y mejor cupo —como sí hacía la comisión diputacional de todas las fuerzas vivas—, sino a denunciar la inequidad e insolidaridad de un sistema de contribución tan injusto como el actual, aunque los conciertos de ayer y hoy sean muy diversos.
A Andoni Unzalu se le nota su maestría en estas líneas: no solo con sus argumentos de crítica esclarecida, sino también con la forma de pensar de ese prototipo de razonador nacionalista que le arroja una y otra vez sus simples pero poderosas afirmaciones. Hay algo estremecedoramente familiar en este interlocutor, una fidelidad en la transcripción y presentación de sus comentarios y exabruptos que solo puede nacer de la proximidad vivencial y humana. El “vasco traidor” que es Andoni ha convivido mucho, se le nota, con el vasco nacionalista con quien conversa. Son del mismo origen.
Y al final, ¿cuál es esa creencia, ese mundo, ese “ser”, que puebla y amuebla la mente del nacionalista? Me atrevo a añadir otra perspectiva más teórica a la impresionista y puntual que practica Andoni en este librito. Isaiah Berlin utilizó mucho la famosa comparación rusa entre las habilidades respectivas del zorro y el erizo ante un mundo exterior hostil; el zorro tiene muchas y variadas astucias y tretas; el erizo, en cambio, solo conoce una técnica pero, eso sí, la sabe bien, muy bien. Y la ejecuta con tesón. Pues el nacionalismo sería algo así como una creencia política tipo erizo: un núcleo mínimo, invariable, homogéneo y que, como el erizo, se defiende a sí mismo simplemente al formularse cerrada como tal creencia. Consistiría en creer a pies juntillas algo tan simple como lo siguiente: a) Que la humanidad se divide en unas entidades sociales discretas llamadas naciones, constituidas por rasgos variables, pero en cualquier caso definitivos; b) Que las personas pertenecen inevitablemente a una u otra nación, aunque no tengan conciencia de ello, y que la nación es un ente “en sí”; c) Que ninguna estructura de organización del poder político, y tampoco el Estado moderno, está bien constituida si no coincide en sus fronteras con una nación (principio de la correspondencia necesaria); d) Que la misión fundamental de todo poder político —más allá de las más mundanas atinentes a la perpetuación de su base económica— es la de construir y perpetuar la nación (en este punto la nación se vuelve un “para sí” susceptible de construcción deliberada).
El nacionalismo, así extractado, es en algunos puntos esenciales incompatible con la democracia liberal constitucional. Lo subraya Andoni y acierta plenamente. Los nacionalistas pueden ser demócratas como individuos, pero en su cosmovisión hay algo que repugna a la democracia. La razón de esto es que los nacionalistas vascos consideran el principio necesario de la constitución del poder la más pura facticidad histórica o pseudohistórica (la nación en sí), que no puede ser sometida a validación ni contraste democrático. Este principio, además, está por encima de las personas, e inevitablemente las somete a un paternalismo ejercitado desde el poder para construirlas (o reconstruirlas) de acuerdo al modelo nacional elegido. Y el paternalismo es contradictorio con la inspiración liberal de la democracia, cuya base de la convivencia es, por el contrario, la libertad de las personas para diseñar su modelo de buena vida. Además, ese mismo constructivismo nacional genera una frontera interna que pone aparte a los ciudadanos refractarios a la identidad normativamente establecida, como si fueran ciudadanos meramente tolera...