Ateísmo y laicidad
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Las sociedades occidentales han atravesado en los últimos siglos un proceso de transformación ideológica sin precedentes gracias a la incorporación del principio de laicidad —la separación entre los ámbitos del Estado y de la Iglesia— que ha conducido al establecimiento de la democracia y del Estado de derecho. Las confesiones religiosas, sin embargo, se resisten a perder su influencia y poder. La Iglesia católica radicaliza sus posiciones, trata de blindar sus privilegios e imponer sus normas morales al conjunto de la sociedad, mientras buena parte de los ciudadanos asisten atónitos a su discurso, y la clase política se resiste a intervenir por temor a las posibles consecuencias electorales de un enfrentamiento abierto con la Iglesia. Este libro presenta, mediante un tratamiento sencillo pero riguroso, algunos de los temas más actuales sobre la laicidad, pero desde una perspectiva poco habitual, la del pensamiento ateo. Se abordan además el papel de la laicidad en el proceso de construcción europea, la educación vista desde la increencia, el estatus legal de la libertad de conciencia en España, el procedimiento para apostatar, o las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado español durante la última legislatura. Un libro que interesará por igual a creyentes y no creyentes, pero que no dejará indiferente a nadie.

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Información

Año
2012
ISBN
9788483197103
Categoría
Sociologie

CAPÍTULO 1: ATEÍSMO Y LAICIDAD

1. LA NATURALEZA DEL PENSAMIENTO ATEO
El ateísmo es el modelo de pensamiento que propone una concepción radicalmente profana del mundo, que rechaza la existencia de una realidad trascendente con significado propio, que cierra cualquier espacio a la expresión de un ámbito sagrado segregado de la realidad natural. El ateísmo se identifica por una única proposición que se concreta en la ausencia de dimensión sobrenatural, de un dios o, en definitiva, de un espíritu en el cual se encuentre el origen y el sentido de nuestra propia existencia.
El ateísmo no es, sin embargo, una construcción monolítica. Abarca un amplio espectro de opiniones que van desde la afirmación más o menos explícita de la inexistencia de dios hasta la consideración de la idea de dios como una hipótesis innecesaria, desde la posición de aquellos que sostienen que es posible demostrar formalmente la inexistencia de dios hasta la de quienes, aun hallando imposible dicha demostración, encuentran elementos de juicio suficientes para considerar su inexistencia como la opción más plausible, o incluso la de aquellos que ante la ausencia de motivos para considerar la existencia de dios como una hipótesis necesaria optan sencillamente por prescindir de ella. Para entender la naturaleza del pensamiento ateo debemos por tanto asumir que comprende formulaciones distintas, pero que comparten necesariamente algunas características en común, como la convicción de que la vida humana debe afrontarse “como si dios no existiera” independientemente del grado de aceptación de la hipótesis “dios no existe”. Todas ellas suscriben la idea de que no hay necesidad de un dios para explicar el mundo, de la inutilidad de la oración, de que sólo el hombre puede escuchar y ayudar al hombre.
Como todo modelo de pensamiento, lo reconozca o no abiertamente, el ateísmo parte del único camino que el ser humano tiene a su alcance para explorar la realidad, y ese camino es el que nos ofrece la experiencia sensible junto con la interpretación racional de la información proporcionada por los sentidos. Esta afirmación no debería llevarnos al error de considerar la percepción sensorial desde una perspectiva ingenua, primaria, puramente intuitiva, sino que desde el primer momento la razón propone fórmulas para poder delimitar la subjetividad del fenómeno particular, procesar la información y encauzar el conocimiento hacia un nivel cada vez más elevado de consistencia formal, de veracidad “universal”, manteniendo la posibilidad de revisión y comprobación permanentemente por cualquiera que lo desee. El hombre siempre ha sido consciente de la fragilidad de la información proporcionada por los sentidos y desde sus orígenes se ha esforzado en depurarla, ha desarrollado métodos para incrementar su capacidad de interrogar la naturaleza, de superar sus limitaciones para ampliar su conocimiento y preservar sus experiencias, para incrementar sus posibilidades de supervivencia en un medio hostil.
No se trata tanto de que el hombre haya tenido o no una inquietud natural innata por conocer, como de una cuestión pragmática: el hombre ha buscado la forma de aproximarse a la naturaleza con mayor eficacia simplemente porque de ello dependía su futuro. Es en esencia el mismo método experimental que emplea la ciencia, con la única salvedad de que la ciencia, con el tiempo, ha elaborado un procedimiento riguroso que le permite contrastar sus observaciones de forma sistemática, para alcanzar progresivamente un grado mayor de certeza en sus conclusiones del que podría llegar a inferirse a partir de la simple experiencia desordenada. Solamente cuando el hombre no se ve capaz de hallar en la naturaleza los recursos que necesita para subsistir acude al exterior para tratar de resolver sus problemas.
El hombre en contacto con la naturaleza observa que las plantas crecen a partir de las semillas y comprueba que esparciendo esas semillas en la tierra obtiene al cabo del tiempo una cosecha abundante que garantiza su alimentación durante el resto del año. Cuando se cerciora de que este nuevo método le permitirá conseguir alimento con mayor facilidad, que mejorará sus posibilidades de supervivencia, deja de vagar tras la búsqueda incierta de sustento y se establece. Pero cuando la lluvia falta y se pierde la cosecha, el hombre, impotente y acuciado por el hambre, incapaz de dilucidar la causa por la que el agua se resiste a alimentar sus semillas, alza entonces los ojos al cielo en busca de una explicación que le permita comprender el origen de su infortunio y, en última instancia, que le sirva de consuelo ante su impotencia y desesperación.
La experiencia proporciona la información básica y la razón la capacidad para procesarla y almacenarla, pero en definitiva todo el sistema descansa sobre cuatro premisas que hacen posible su funcionamiento: el deseo o la voluntad del hombre de conocer la realidad, la confianza en sus posibilidades para intentarlo y en su caso lograrlo, la prudencia necesaria para evitar los posibles excesos de esa confianza, y la libertad de poner en práctica sus capacidades como motor indispensable para afrontar abiertamente, sin condicionantes previos, esa ambiciosa aventura.
La necesidad del deseo o de la voluntad de conocer resulta evidente para poder iniciar el proceso, ya que por regla general y salvo accidente sólo aquello que se intenta cuenta con posibilidades de ser alcanzado. Si se evita observar o analizar un fenómeno difícilmente podremos llegar a saber gran cosa sobre él. La razón última del deseo pasa así a un nivel secundario, quizás responde a la necesidad del hombre de superar las dificultades, acaso un interés natural por explicar lo desconocido, lo importante en este caso no es tanto la causa del deseo como constatar que existe efectivamente un ansia del hombre por conocer. La segunda premisa resulta menos evidente pero es todavía más fundamental, sin confianza en la capacidad del hombre poco podemos averiguar sobre la naturaleza de la realidad en ningún sentido, porque con todas sus complejidades y limitaciones, independientemente de qué potencialidades queramos priorizar, él es el sujeto mismo de esta aventura. Sin confianza en la capacidad del hombre no hay conocimiento posible, pero la confianza debe estar íntimamente vinculada a la prudencia. La prudencia como método de aproximación a la realidad, incluso como formulación del escepticismo, la duda metódica, no debería entenderse como rechazo a la realidad a la que nos dirigimos, sino más bien como desconfianza ante nuestras propias limitaciones, nuestros miedos y nuestros prejuicios que con frecuencia nos inducen a encontrar aquello que anhelamos más que a descubrir la esencia real de la naturaleza. La realidad no se oculta de nosotros, pues carece de voluntad, son nuestras limitaciones las que dificultan nuestra aproximación a la realidad, y pueden ser nuestras interpretaciones las que nos alejen definitivamente de ella. Nuestra prudencia no es desconfianza hacia la realidad que queremos comprender, sino hacia nuestra ingenuidad o hacia nuestra soberbia, que con suma facilidad nos lleva a distorsionar la información que recibimos y nos conduce a conclusiones ajenas a los hechos observados.
Esta prevención propia del ámbito profano que puede parecer tan trivial, en ocasiones casi tan intuitiva, evidente, no actúa de la misma forma desde el ámbito de lo sagrado. Si el ámbito profano se inclina por proponer verdades o interpretaciones “universales” de los hechos, lo que empleando el lenguaje de Popper denominaríamos proposiciones “falsables”, el ámbito sagrado se fundamenta exclusivamente en la experiencia individual y, por tanto, no verificable. Para el ámbito de lo sagrado la experiencia del individuo es el fundamento de toda la realidad, que por sus propias características sólo puede ser unilateral, subjetiva y no puede ser sometida a comprobación, salvo en aquellos casos en que para contrastarla se acuda a la experiencia o a la razón. Es el dominio de la revelación, del acceso a una supuesta verdad sin conexión inmediata con la realidad temporal, es el ámbito de la “fe”. En los casos más extremos, aquellos en los que el desapego de la naturaleza alcanza su máxima expresión, lo sagrado suele enrocarse sobre sí mismo para declararse como único ámbito legítimo de lo real, para rechazar taxativamente el mundo profano, que pasa a convertirse entonces en el mundo de las apariencias, de las sombras, de la supuesta falacia. Sin embargo, para sobrevivir, esta visión idealista de lo sobrenatural jamás puede prescindir por completo de la experiencia, siempre necesita un grado u otro de conexión a ella, para justificar su permanencia “en ella”.
Las bases del pensamiento ateo son por tanto las propias de lo que podríamos denominar el ámbito de lo profano, de la realidad mundana, es decir la experiencia sensorial y la interpretación de los datos obtenidos de nuestra interacción con el mundo. La información obtenida así será siempre provisional, pero también coherente y sólida, contrastable, ya que la razón es extremadamente cautelosa en su tarea hasta el punto de que niega cualquier pretensión de validez a aquello que no pueda ser verificado por ninguna otra vía, y además comprueba sus afirmaciones por medio de la eficacia. Esta fundamentación más o menos consciente o elaborada se halla en la base de cualquier modelo de comprensión de la realidad ajeno al ámbito de lo sagrado. Todas las formas de ateísmo comparten estos elementos comunes imprescindibles para el rechazo de la trascendencia.
Pero falta todavía un elemento más, quizás el más significativo. La construcción de un modelo completamente profano para la interpretación de la realidad deriva del análisis racional de los datos experimentados por el individuo y de su posterior debate, de la argumentación, y exige por tanto que se dé una última condición: la aceptación de que para aproximarse a la realidad es necesaria la ausencia de impedimentos que coarten o condicionen el resultado de nuestras investigaciones, la existencia innegociable de la libertad de pensamiento. El ateísmo es la conclusión de un proceso de libre ejercicio de las capacidades humanas que puede comportar errores, y por ello debe aceptar la continua revisión de sus postulados con el objetivo final de alcanzar el mayor grado de certeza posible, eliminando o reduciendo al mínimo cualquier posibilidad de duda. No es ajeno a este proceso la aplicación sistemática de la llamada navaja de Occam, del principio que propone no multiplicar innecesariamente las causas para explicar los fenómenos, por ello podemos afirmar que el ateísmo, salvo incoherencias que apelen a un salto en el vacío análogo al que supone el paso de lo profano a lo sagrado, es necesariamente siempre a posteriori. Cualquier afirmación efectuada a priori actuaría desde un pre-juicio, desde un salto sin justificación análogo al que emplea el creyente para legitimar el tránsito del ámbito de lo profano a lo sagrado.
Este requisito imprescindible para dilucidar la naturaleza del ateísmo no siempre es comprendido correctamente desde el ámbito de la religiosidad. Con frecuencia desde la fe se intenta equiparar el ateísmo con una forma de creencia particular, cualitativamente similar a la que se deriva de la creencia religiosa o de la fe en dios. El que no cree se entregaría a la religión de la no creencia, de la negación. Planteado de esta guisa el ateísmo pierde su verdadera fuerza, pues queda diluido en una especie de contradicción donde niega aquello de lo cual supuestamente participa, es decir, sería una religión con una misma fe, pero incapaz de vislumbrar la luz positiva que transmite el conocimiento de la realidad última, Dios. Desde esta perspectiva el ateísmo adolecería de los mismos defectos e inconvenientes de la religión, pero con algunos agravantes, pues tendría como objeto de su creencia la negación, la oscuridad. No es preciso aclarar que esta tesis carece totalmente de fundamento. La naturaleza del ateísmo es precisamente la ausencia de dogmas, de creencias, de verdades definitivas, de certidumbres incuestionables.
El ateísmo no puede por tanto interpretarse como un principio, una fe revelada, el descubrimiento de una realidad subjetiva indiscutible, sino más bien como un final de trayecto. El ateísmo no puede ser jamás a priori porque de lo contrario estaría proponiendo efectivamente una fe idéntica a la que transmiten las religiones. El ateísmo, para ser coherente como modelo ideológico debe ser inexorablemente a posteriori, o sea conclusión de un proceso de reflexión íntima, individual, exhaustiva, permanente, que concluye en la improbabilidad de una presencia divina entre nosotros, de la ausencia de la necesidad espiritual para explicar o comprender la realidad del mundo en que vivimos, de la inutilidad de la trascendencia para fundar una moral o una ética que ordene y rija el comportamiento humano. La provisionalidad forma parte intrínseca de la esencia misma del ateísmo.
La naturaleza del ateísmo requiere de forma inexorable de la libertad para no precipitarse en el dominio de la revelación, libertad para poner en práctica la capacidad humana de conocer, de explorar la información a su alcance hasta las últimas consecuencias y de extraer sus conclusiones sin cortapisas ni moldes preestablecidos que condicionen los resultados, para no caer en el dogma, la creencia, la revelación. El ateísmo para florecer precisa inevitablemente de la libertad de pensamiento y, por tanto, de la libertad de conciencia.
2. ATEÍSMO Y LIBERTAD DE CONCIENCIA
El ateísmo es resultado de un proceso que parte de la libertad de pensamiento para con-formar, es decir para dar forma a una convicción siempre provisional sobre la naturaleza de la realidad. La libertad de pensamiento es por tanto un atributo esencial del pensamiento ateo, hasta el punto de que no es posible desarrollar una noción verdaderamente profana del mundo sin tener en consideración esta circunstancia. Parece pues prudente detenernos a examinar el significado exacto de este concepto.
La libertad de pensamiento puede abordarse desde una doble vertiente, como la capacidad del sujeto de percibir y definir su propia realidad o bien como la posibilidad de desarrollar dicha capacidad dentro del ámbito social. En el primer caso el ejercicio de la libertad de pensamiento depende fundamentalmente del propio individuo, aunque también puede venir condicionada por factores externos; en el segundo caso suele estar regulada por factores completamente ajenos a la voluntad del individuo o sobre los cuales él puede incidir sólo muy indirectamente. En este contexto la libertad de conciencia no difiere sustancialmente de la libertad de pensar, en todo caso se asocia más bien al modelo ideológico o a la identidad moral del sujeto, a la capacidad de construir o de adoptar la ideología, creencia o religión que mejor se adecue a cada comprensión de la realidad.
Podemos considerar que los factores “internos” que limitan la libertad de conciencia del individuo forman parte de su esfera de privacidad y por tanto no competen a una prospección de orden sociológico, no es cierto que esto sea tan sencillo, porque detrás de los posibles factores internos suelen subyacer influencias “externas” de índole más sutil, muchas veces incluso inconsciente. Los idola o prejuicios que Francis Bacon describiera en su Novum Organum ya en el siglo XVII formarían parte de esta categoría, pero hay ejemplos tanto o más evidentes, como la influencia de la educación en la construcción de la conciencia.
Los factores externos, de índole social o provocados por la relación con otros individuos constituyen el factor principal que puede impedir la normal expresión de la libertad de pensamiento, ya que para ejercerla plenamente deben confluir, o sea fluir unidas, libremente, dos circunstancias indispensables, la ausencia de artificios externos conducentes a alterar la libre percepción del individuo o a distorsionar su interpretación de la realidad, y la ausencia de impedimentos físicos o normativos que coarten su capacidad o que limiten coercitivamente la acción de su voluntad. En ambos casos la posibilidad de coacciones externas viene determinada por la intervención del poder político, bien por tratarse de la fuente misma de las coacciones, como sucede al impedir la pluralidad para garantizar la continuidad de una facción gobernante, o por omisión, cuando tolera una acción coercitiva o actúa en connivencia con los responsables de ella, que es lo que ocurre habitualmente bajo los regímenes de corte clerical. El resultado en ambos casos es el mismo, la libertad de conciencia del individuo es escamoteada por los mecanismos de poder en beneficio de otros intereses, generalmente de un colectivo determinado.
Esto explica por qué la libertad de conciencia en el seno de las sociedades no ha sido una constante a lo largo de la historia, sino más bien, y hasta épocas recientes, podemos afirmar que ha sido casi una excepción. La libertad de pensar comporta la posibilidad de cuestionar las verdades aceptadas y el orden social establecido, y ello ha sido y es un motivo de incertidumbre para aquellos que detentan los mecanismos de poder en la sociedad, que temen perder sus privilegios.
Durkheim ya aventuró que una de las principales funciones de la religión era mantener la cohesión social. Esta es una característica propia de las sociedades menos evolucionadas, en las cuales la continuidad del grupo pasa por mantener un alto nivel de homogeneidad interna que permita hacer frente con garantías a cualquier amenaza procedente del exterior. La libertad del individuo queda entonces supeditada al interés de la comunidad y la religión (cuyo significado original procede del término re-ligare, es decir unir, atar) se revela como el factor aglutinador en torno al cual se articula la experiencia individual. Posiblemente esta circunstancia ha permitido en el pasado cohesionar a los grupos humanos y ha sido un factor decisivo de éxito en su lucha por la supervivencia.
La religión ha actuado con frecuencia como legitimadora del poder político, que a su vez ha hallado en ella el aliado ideal donde sustentar su principio de autoridad. El gobernante es investido de su poder por medio de un vínculo sagrado, indiscutible, por la intervención de la autoridad religiosa en calidad de interlocutor con lo sobrenatural. El gobernante a su vez actúa como protector y garante del poder religioso, representado por el brujo, el chamán o la institución eclesiástica correspondiente, estableciéndose una relación de simbiosis que permite preservar el orden y la estabilidad social, pero que también conlleva inexorablemente la imbricación entre poder político y poder religioso, y la supresión de cualquier atisbo de libertad que pudiera provocar una brecha en la cohesión del sistema. Aparece la “clericalización” de la sociedad y la proscripción de la heterodoxia. Esta func...

Índice

  1. Créditos
  2. Prólogo
  3. CAPÍTULO 1: ATEÍSMO Y LAICIDAD
  4. CAPÍTULO 2: LA CONSTRUCCIÓN EUROPEA Y LA LAICIDAD NECESARIA
  5. CAPÍTULO 3: LAS POSICIONES ATEA, AGNÓSTICA Y LAICISTA ANTE LA EDUCACIÓN Y LA SECULARIZACIÓN DE LA SOCIEDAD
  6. CAPÍTULO 4: SOCIEDAD PLURAL Y LAICIDAD
  7. CAPÍTULO 5: UN PAPA DEL PASADO, CON ADEMANES MODERNOS
  8. CAPÍTULO 6: ¿LIBERTAD DE RELIGIÓN O LIBERTAD DE CONCIENCIA?
  9. CAPÍTULO 7: APOSTASÍA, EL DERECHO A ABANDONAR LA RELIGIÓN
  10. CAPÍTULO 8: LA LAICIDAD EN TIEMPOS DE ZAPATERO
  11. BIBLIOGRAFÍA