CAPÍTULO 1
Política, economía y sociedad en la Rusia independiente
Desde el momento de su independencia, en 1991, Rusia ha tenido tres presidentes. Si entre 1991 y el último día de 1999 el país fue dirigido por Borís Yeltsin, entre 2000 y 2008, y de nuevo a partir de 2012, la presidencia recayó en la figura de Vladímir Putin. La etapa que separó 2008 y 2012 aupó a la dirección del Kremlin a Dmitri Medvédev. Aunque perviven las discusiones sobre eventuales diferencias entre Putin y Medvédev, lo común es que se afirme, con criterio, que en los hechos ha sido el primero quien ha encabezado Rusia desde 2000. O, por decirlo de otra manera, lo habitual es que se sostenga que en los años de presidencia efectiva de Putin el poder ejecutivo recayó, ostentosamente, sobre su figura, en tanto en los de presidencia de Medvédev benefició ante todo al primer ministro, entonces el propio Putin.
Agregaré dos observaciones introductorias más. La primera subraya que en la Rusia posterior a 1991 nunca ha perdido unas elecciones el presidente, o el candidato a presidente, respaldado por el “partido del poder”. La segunda llama la atención sobre un hecho fácil de palpar: Putin, que se ha beneficiado de una inevitable comparación con Yeltsin —un político alcoholizado, enfermizo y carente de energía—, ha sabido manejar con inteligencia los resortes que le han permitido mantener, durante varios lustros, cotas altas de popularidad.
La cuestión nacional
Rusia es hoy, formalmente, un estado federal integrado por algo menos de un centenar de repúblicas, regiones y ciudades. Si un 78 por ciento de los habitantes de la federación son rusos, el país acoge acaso 8 millones de inmigrantes sobre un total de 143 millones de pobladores repartidos, por añadidura, en 128 nacionalidades diferentes. Hay en Rusia, por otra parte, unos 20 millones de musulmanes, en su mayoría concentrados en las llanuras de los ríos Volga y Ural, y en el Cáucaso septentrional. El estado que vio la luz en 1991 es más ruso de lo que lo era la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), en la medida en que es ruso un porcentaje más alto de los habitantes que el que se registraba en aquélla. La contrapartida es que muchos rusos —tal vez unos 25 millones— quedaron fuera de las fronteras de la Federación actual.
Intentaré encarar una descripción de los datos principales que dan cuenta del tratamiento de la cuestión nacional en la Rusia contemporánea. El primero bien puede ser el que subraya que, luego de los flujos de carácter descentralizador que ganaron terreno en la URSS en los años de la perestroika gorbachoviana, la apuesta de los sucesivos presidentes rusos lo ha sido en provecho de políticas de franca recentralización. En el caso de Yeltsin asumieron formas varias. Una fue la designación de figuras personales hipercontroladoras que, encargadas de garantizar que las leyes de repúblicas y regiones se ajustasen puntillosamente a la legislación federal común, en los hechos se emplazaron por encima de los presidentes elegidos por la población. Otra de las manifestaciones del fenómeno recuerda que, al amparo de la Constitución que cobró vigor en diciembre de 1993, Yeltsin obvió las numerosas concesiones que había realizado con anterioridad a repúblicas y regiones para, de la mano del nuevo texto legal, propiciar una vez más flujos claramente recentralizadores. Importa remarcar, con todo, que en su esfuerzo Yeltsin no salió bien parado: fueron muchas las repúblicas y regiones que resistieron como gato panza arriba ante las imposiciones del Kremlin, con lo cual se abrió camino, en los hechos, una suerte de equilibrio homeostático que hizo que el panorama resultante no fuese tan delicado como el que se habría derivado de una aplicación puntillosa de las normas legales instituidas por el Kremlin.
El equilibrio, bien que relativo, que acabo de mencionar no era, de cualquier modo, el producto de un acuerdo político entre las partes, sino la consecuencia de las capacidades materiales de unos y otros, de tal manera que estaba servida una conclusión: de cambiar esas capacidades, era sencillo que las tensiones se disparasen. Sobre el papel, el cambio en cuestión se verificó al amparo del acceso de Putin a la presidencia del país, en 2000. El nuevo presidente sacó adelante dos proyectos delicados. Si el primero atendió al propósito de cancelar el principio de elección popular de los responsables de repúblicas y regiones —una apuesta que obligaba a poner en duda que el sistema resultante siguiese siendo un estado federal—, el segundo abocó en la configuración de siete instancias que, por encima de unas y otras, debían recabar para sí el grueso de las atribuciones en materia de poder de decisión. Merced a estas instancias, se esperaba que las repúblicas y las regiones más disolutas perdieran capacidades y se vieran sometidas a una férula superior. Para que nada faltase, y en el primer momento, Putin colocó en cabeza de cinco de las siete instancias recién creadas a generales del ejército, circunstancia que no podía por menos que otorgar un claro marchamo militar-autoritario al proyecto correspondiente. Obligado parece concluir, sin embargo, que el nuevo presidente naufragó donde lo había hecho su antecesor: pese a la apariencia de fortaleza que ha acompañado de siempre a sus políticas, siguieron siendo muchas las repúblicas y las regiones que resistieron, y resisten, ante las imposiciones del centro federal. Ello ha sido así por mucho que sea cierto que, en los últimos años, la aplicación de numerosas medidas de recorte en el gasto social ha quedado a menudo en manos, intencionadamente, de las autoridades republicanas y regionales, y ha facilitado su descrédito. Muchos gobiernos de repúblicas y regiones se han visto afectados gravemente por los recortes presupuestarios, de tal manera que con frecuencia ha sucedido que las iras de la población han recaído sobre ellos, y no sobre el poder central en Moscú.
Rescataré, aun así, una segunda dimensión importante del debate que me atrae: la del peso ingente que el nacionalismo de estado ruso tiene en la determinación de las posiciones de la mayoría abrumadora de las fuerzas políticas. Ello es así aun cuando sea cierto, en paralelo, que el término “nacionalismo ruso” oculta una enorme disparidad de perspectivas en las que se mezclan eslavófilos y occidentalistas, estatalistas y gentes hostiles a la institución estado, partidarios de unas u otras lógicas imperiales y gentes recelosas de estas últimas, creyentes adscritos a la Iglesia ortodoxa autocéfala y personas por completo carentes de convicciones religiosas, y, en suma, nostálgicos de lo que significó la Unión Soviética y críticos empedernidos de lo que la URSS supuso. Esta diversidad de opciones se revela también en el ámbito de las percepciones relativas a cuál debe ser el espacio de despliegue propio de la nación rusa, de tal manera que si hay quienes piensan que Rusia es un pequeño país europeo, hay quienes agregan la superficie asiática de la Federación de estas horas, quienes reclaman el concurso de los territorios de Ucrania y Bielorrusia, quienes mencionan los nombres de las repúblicas del Báltico, del Cáucaso y del Asia central, quienes no han acabado de asumir que los estados del viejo bloque soviético de alianzas han buscado un camino definitivamente independiente o quienes, más aún, mantienen unas u otras reivindicaciones sobre Irán, Afganistán, Pakistán o la India. No se olvide al respecto de esto último que Karl Haushofer se refirió en su momento a un eventual reparto de tierras entre las cuatro grandes potencias de su tiempo —Alemania, Japón, Estados Unidos y Rusia—, en virtud del cual a esta última le corresponderían el Asia central y el subcontinente indio.
La certificación de la enorme disparidad de las opciones que se barruntan por detrás del nacionalismo de estado ruso no debe conducir a la conclusión, equivocada, de que éste nunca se manifiesta a través de códigos y conductas estrictos y severos. Dejaré hablar, para demostrarlo, al propio presidente Putin:
En Rusia viven los rusos. Si quiere vivir en Rusia, para trabajar y comer en Rusia, cualquier minoría, de cualquier lugar, debe hablar ruso y debe respetar las leyes rusas. Si prefieren la ley de la sharía, les aconsejamos que se marchen a los países en los cuales ésta es la ley del estado. Rusia no tiene necesidad de minorías. Son las minorías las que necesitan a Rusia, y no les concederemos privilegios especiales, ni permitiremos que cambien nuestras leyes para satisfacer sus deseos: no importa lo fuerte que puedan gritar contra la “discriminación”.
Y recordaré que los episodios de xenofobia no faltan en un país en el que las autoridades muestran una frecuente tolerancia ante la violencia ejercida, en particular, sobre personas originarias del Cáucaso y del Asia central.
Daré un tercer paso en mis consideraciones, ahora para llamar la atención sobre un pronóstico tan extendido como, llegado el caso, equívoco. El pronóstico en cuestión recuerda que en Yugoslavia, antes de la desintegración del estado federal, el grupo étnico más numeroso lo aportaban los serbios, que eran del orden del 35 por ciento del total de los habitantes. En la Rusia de estas horas, en cambio, el grupo étnico más numeroso lo aportan los rusos, que son nada menos que un 78 por ciento de la población. La coda parece inevitable: siendo Rusia un país étnicamente mucho más homogéneo de lo que lo era la Yugoslavia de antaño, en su interior es mucho más difícil imaginar una desintegración violenta como la que se registró en el espacio yugoslavo a partir de 1991. Aunque la conclusión, ciertamente, no carece de fundamento, se basa en una premisa que conviene discutir: la que sugiere que es impensable que eventuales procesos de secesión con respecto a la Federación Rusa sean protagonizados por repúblicas o regiones en las cuales los rusos étnicos son mayoría de la población. No está de más recordar, a guisa de ejemplo, que a principios del siglo XIX los procesos de independencia de las colonias americanas del imperio español fueron protagonizados muy a menudo por españoles que entendieron que sus intereses quedaban mejor protegidos en el marco de una Argentina, una Colombia o un México independientes.
Cerraré mis apreciaciones con una breve glosa del que, al cabo, ha sido el principal contencioso nacional de cuantos se han revelado en la Rusia contemporánea. Hablo, como bien puede colegirse, del conflicto de Chechenia, una pequeña república situada en el Cáucaso septentrional. País relativamente rico en petróleo, y surcado por conductos que transportaban la riqueza energética del Caspio camino de la URSS europea y de la propia Europa occidental, en noviembre de 1991, cuando todavía existía la URSS, Chechenia se declaró unilateralmente independiente. Durante los tres años siguientes, y pese a no haber sido reconocida por Rusia, la Chechenia del presidente Dudáyev funcionó en los hechos como si de un estado independiente se tratase, un estado indeleblemente marcado, cierto es, por las palabras mafia, autoritarismo y militarización. En diciembre de 1994, y a tono con el renacido discurso imperial que se barruntaba en Moscú, con el deseo del Kremlin de restaurar un control pleno sobre conductos energéticos muy valiosos y con presuntas desavenencias entre circuitos mafiosos, el ejército ruso penetró en Chechenia y abrió el camino a una primera guerra que duró hasta el verano de 1996 y se saldó con una franca victoria de las milicias chechenas. El acuerdo de Jasaviurt contempló un periodo, de cinco años de duración, llamado a permitir una normalización del país, en buena medida a través de la desmilitarización, y el despliegue posterior de una fórmula de autodeterminación no precisada. Entre el verano de 1996 y el de 1999 apenas se hizo valer, sin embargo, progreso alguno en Chechenia. Mientras las posiciones secesionistas arrasaron en las elecciones celebradas en enero de 1997, la tantas veces prometida ayuda rusa no llegaba y ...