Crónica de un viaje al sur del Sahara
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Crónica de un viaje al sur del Sahara

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Crónica de un viaje al sur del Sahara

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Se podría decir que África es un paraíso con vocación de infierno, pero se trata de una afirmación no del todo exacta. En ella convive la riqueza con los países empobrecidos, la ilusión junto a los genocidios, la belleza junto a situaciones humanas de extrema crueldad, el analfabetismo con culturas excepcionales. Es un continente contradictorio en el que las grandes minas de oro, cobalto y diamantes conviven con las cifras más altas de sida, malaria y refugiados.
En esta obra, Alberto Masegosa, gran conocedor del Continente negro, nos relata cómo dirigentes políticos contemporáneos como Robert Mugabe, Youeri Museveni y Paul Kagame no han convertido en realidad la esperanza que hace cincuenta años alumbraron líderes históricos como Kwame Nkrumah, Jomo Kenyatta o Julius Nyerere. Una crónica que nos lleva desde las guerras de Sierra Leona, Somalia, República Democrática del Congo, Angola y Darfur hasta parajes idílicos. Se trata de un viaje periodístico por la vida política africana, un retrato en blanco y negro de cómo los políticos han frustrado la vida de sus pueblos mientras que los ciudadanos luchan a diario por sobrevivir sabiendo perfectamente que son seres olvidados por Occidente, salvo en raras excepciones, cuando los medios de comunicación deciden ocuparse de un tema y aparecen en todos los informativos del primer mundo durante una semana. Después llega de nuevo el olvido. Los únicos que no se olvidan de este continente son las multinacionales que explotan, de acuerdo con las clases dirigentes, desde hace años las principales riquezas y, a cambio, tienen a muchos gobiernos africanos como clientes preferentes en la venta de armas.
Este libro también supone la primera colaboración entre Los Libros de la Catarata y Casa África, institución que trabajará desde su sede en Las Palmas de Gran Canaria por unir nuestro país con el Continente vecino.

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Información

Año
2012
ISBN
9788483197080
Categoría
Social Sciences
Categoría
Sociology

Capítulo 1: LOS PRIMEROS ATENTADOS CONTRA OCCIDENTE AL SUR DEL SÁHARA

El Jommo Kenyatta de Nairobi era uno de los aeropuertos más frecuentados de África pero a finales de agosto de 1998 estaba desierto. Dos camiones conducidos por suicidas y repletos de explosivos se estrellaron el día 7 de aquel mes en las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania, y los visitantes que se encontraban en la región se apresuraron a abandonarla y, los que estaban por llegar, a cancelar sus reservas. La carnicería fue enorme, y de semejante tamaño la conmoción en el resto del mundo, donde se extendió el convencimiento de que eran las primeras de una serie de matanzas iguales o semejantes que iban a producirse en el mismo o en un escenario cercano.
Una circunstancia justificaba lo que parecía una intuición ciega. Se trataba de los primeros atentados contra intereses occidentales al sur del Sáhara, y el universo conocido cayó en la cuenta de lo raro de que el terrorismo hubiera alcanzado con tanto retraso el continente más pobre, inestable y turbulento, en el que vivían ochocientos millones de personas que suponían el diez por ciento de la población pero sólo aportaban el uno por ciento de la producción mundial. Una veintena de guerras se sumaban a las inundaciones, las sequías y la represión política y étnica que provocaron que diez millones de africanos hubieran huido de su país a fin de refugiarse en los vecinos y salvar el pellejo. El desplome de las estructuras del poder central avanzaba en Estados como Somalia, cuyo territorio estaba parcelado por jóvenes armados con un Kaláshnikov al hombro y un cigarrillo de droga en los labios. Veinte millones de los treinta millones de infectados con el sida habitaban en el África negra, donde hacían estragos la tuberculosis, el cólera, la poliomielitis, la lepra, la fiebre amarilla y la enfermedad del sueño, aparte de un mal que podía fulminar en veinticuatro horas, el virus ébola. Pero el caso era que la nueva lacra se desconocía en unas coordenadas en las que Occidente no había identificado rivales de entidad de los que preocuparse ni que merecieran atención. Y la obsesión global por anticipar desastres hizo el resto. Las explosiones indiscriminadas, que ya habían comenzado también en África, debían continuar y, seguramente, pronto. Todo había ocurrido en una época alta en expectativas turísticas y, sobre todo, baja en noticias en las redacciones de prensa. Y nadie se explicaba quién había tenido la osadía.
La sorpresa había aumentado en la medida en que el país que había sufrido la mayor masacre, Kenia, era el más visitado y estaba considerado el más seguro del este de África. Kenia había sido la joya colonial británica en el área y los treinta mil colonos que la llegaron a habitar en los años cincuenta tuvieron la tentación de quedársela en propiedad. Les hizo desistir una cruenta guerra de liberación, iniciada por el movimiento Mau Mau, con visos de sociedad secreta, que pugnaba por la abolición del cristianismo y el regreso a las religiones tradicionales, que segó la vida de decenas de blancos. Pero una vez alcanzada en 1963 la independencia, tras un pacto entre cuarenta confederaciones tribales que articuló su primer presidente, Jommo Kenyatta, Kenia no había suscitado grandes problemas a Occidente. Su primera fuente de ingresos era el turismo y, como la mayoría de los países africanos, la exportación de un producto natural, en su caso, el té. Kenia encarnaba el África del tópico, que Karen Blixten había descrito en su novela Memorias de África: un destino de exóticos safaris con amaneceres y atardeceres inolvidables en extensas sabanas con solitarias acacias que desprendían un halo de aventura, misterio y libertad.
Kenia ofrecía escenas únicas, como la migración de cientos de miles de animales salvajes en la reserva de Masai Mara, donde la tribu que daba nombre al parque aún vivía en chozas levantadas con palos y excremento seco de vaca. Los masai continuaban alimentándose de la sangre fresca y la leche de su ganado, y untándose el cuerpo y la pelambrera con pomada de arcilla pestilente. Se exhibían como siempre –altivos, cubiertos sólo con una túnica y pertrechados de arcos y flechas–, aunque desde hacía poco no dejaban escapar el objetivo fotográfico ni la propina del extranjero.
En Kenia se podía asimismo admirar el monte Kilimanjaro, de nieves eternas y techo del continente, que se alzaba en el norte de la vecina Tanzania, pero muy cerca de la frontera común. O navegar por el lago Victoria, un mar interior en el corazón de África, y disfrutar de la costa suahili, que hacía soñar a quien se hubiera prometido vacaciones en playas de arena blanca y fina como la harina, bañadas por el Índico y a la sombra de palmeras que se cimbraban al viento.
Al país no le faltaba tampoco su jardín secreto, cultivado con esmero por su segundo presidente, Daniel Arap Moi. También en eso tenía bastante de paradigma africano: era el lado oscuro del Edén que aparecía en los prospectos de las agencias de viaje.
El sucesor de Kenyatta se había hecho escribir una biografía por Andrew Morton, el biógrafo de personajes como la princesa Diana de Gales, pero en contraste con la primera mujer del heredero británico había suscitado poco morbo y, lo esencial, había aprendido pronto a sobrevivir. Antiguo maestro, Arap Moi había formado parte del Consejo Legislativo instaurado por los británicos antes de la independencia, y ocupado la Vicepresidencia durante el mandato de Kenyatta. Una vez muerto en 1978 su predecesor, asumió un poder en el que llevaba dos décadas. De hecho, a sus setenta y cinco años se había convertido en uno de los últimos representantes de la segunda generación de líderes continentales y de cierto tipo de estadista universal: déspota, corrupto, adalid de los intereses del mejor postor y un auténtico lince. Alec Russell afirmaba en su libro Grandes hombres, gente pequeña que la política de Arap Moi era un cóctel ácido en el que mezclaba las enseñanzas que extraía de su libro de cabecera, El príncipe de Maquiavelo, y de un enigmático proverbio local que decía “no despiertes a quienes están dormidos, porque entonces el sueño te atrapará a ti”.
El segundo presidente keniano solía emplear su receta antes de renovar cada uno de los cinco mandatos que llevaba en el Gobierno, pero la última vez que recurrió a ella había sido en enero de aquel año, cuando cuatreros kalenjin, su tribu, habían asesinado a un centenar de kikuyus, la etnia mayoritaria, en el distrito de Laikipia, en el centro del país. Armados con fusiles y lanzas, los asaltantes penetraron en las aldeas y dejaron a su paso un rastro de fuego. La oposición afirmó que en represalia por la falta de lealtad de los lugareños a la gubernamental Unión Nacional Africana de Kenia (KANU).
Daniel Arap Moi, que bajo presión internacional proclamó en 1991 el multipartidismo, había anunciado que no se presentaría a las elecciones de 2002, aunque advirtió que no abandonaría las riendas del país hasta dejarlo limpio de tribalismo, corrupción y pobreza. Una ecuación tan formidable como imposible de resolver. Las entidades crediticias mundiales supeditaban sus planes de ayuda, y el envío de dinero, a la aplicación de drásticos programas de ajuste, ante los que él hacía oídos sordos. En la mejor tradición africana, prefería depositar sus esperanzas en las fuerzas invisibles. Anglicano devoto, no faltaba los domingos a los oficios en los templos, donde unas veces leía el sermón y otras lo improvisaba, tamborileando con los dedos en la empuñadura de su bastón de mando, de plata y marfil, en contraste con el de Kenyatta, un mango con cola de león. Su fervor religioso le había conducido también a visitar solícito a los heridos por la explosión en el centro de Nairobi, donde deambuló entre los escombros, rogó por el alma de los muertos y pidió resignación cristiana.
Aquel tiovivo se estaba quedando, no obstante, sin cuerda, y la obsesión global por vaticinar catástrofes había comenzado a descender, y de forma alarmante para los periodistas. Dos semanas después de los ataques no habían estallado más bombas ni las primeras revoluciones populares en Tanzania y Kenia. De nada habían servido las torturas a decenas de infelices en la estación central de la policía en la capital keniana, en busca de alguna sensacional y criminal revelación. Como antes los turistas, los enviados especiales emigraban. Y al igual que el resto de hoteles de Nairobi, el colonial Norfolk y su popular terraza callejera terminaron por vaciarse después de que el último grupo de corresponsales hubiera pagado la factura para dirigirse al aeródromo internacional de la ciudad. Su intención era viajar a Kinshasa, la capital del antiguo Zaire, rebautizado hacía poco como República Democrática del Congo (RDC), en la que una nueva rebelión se había declarado un año después de la que había derrocado a un viejo compinche de Arap Moi, aunque mucho más célebre: Mobutu Sese Seko.
“Pero el avión que va a Kinshasa, ¿sale a no?” Honoré, cámara de televisión, repetía esa frase, en tono cada vez más alto, a una diminuta e imperturbable azafata keniana, apostada tras el mostrador de Cameroon Airlines y que hacía lo imposible por aparentar que los gritos no iban con ella. Toda la preocupación de la muchacha era no cruzarse la mirada con quien pretendía ser su interlocutor, que acabó por girarse hacia la docena de periodistas que le acompañábamos en la sala de facturación, para proclamar: “¡Yo los conozco, los cameruneses no son gente seria!”
No logró mayor resultado. Como la diminuta e imperturbable azafata keniana, los colegas de Honoré estábamos resignados al destino o las exigencias del trafico aéreo, en aquel momento una sóla y misma cosa. Uno de nosotros sonrió, otro levantó los hombros y un tercero ladeó la cabeza, pero ninguno le contestamos de palabra. Honoré no vio cerca a nadie más para vocear otra vez su desazón y el juicio que le merecían los cameruneses. Así que permanecía en silencio y empezaba a morderse el labio inferior, cuando el jefe de escala de Cameroon Airlines apareció de repente y aseguró, categórico: “Lo siento, pero por motivos de seguridad no aterrizaremos en Kinshasa”. Luego, explicó: “Se trata de la capital de un país en guerra”.
El empleado de Cameroon Airlines era un hombre de mediana edad, aspecto jovial y un mostacho poblado que finalizaba en caracolillos que delataban algún ancestro europeo. Desmentía la certeza de Honoré de que los cameruneses no eran gente seria. Al menos en la tarea de pastorear a clientes a los que había visto cara de idiota. “Me parece que querían ir a Kinshasa”, aseveró con sorna, antes de añadir circunspecto, “pero no se preocupen, les ofreceremos alternativas”. A continuación se escabulló por la misma oficina por la que había surgido como una aparición, sin tiempo a réplicas.
En el fondo todos esperábamos el anuncio y nadie abrió la boca. Ni siquiera Honoré, hasta que se acercaron dos nuevos pasajeros que habían llegado en el tiempo de espera, una africana joven y esbelta, y un africano obeso y cincuentón. Ellos y el cámara de televisión eran los únicos negros del grupo, compuesto el resto de blancos, blanquitos.
–¡A que eres de Katanga! ¡A que sí! –espetó la africana a Honoré.
–Y tú, ¿cómo los sabes? –contestó el otro, con ojos como platos y en los que relució un brillo de desconfianza.
–Por tu acento. Te he escuchado gritar de lejos y con esa forma de hablar francés sólo se puede venir de esa parte del Congo.
La africana mostraba seguridad en sí misma. Su aplomo atrajo al resto de periodistas, que hicimos corro en torno a ella. Se presentó con el nombre de Skola y empezó a relatar lo que dijo que era “mi pequeña historia”.
Afirmó tener nacionalidad ruandesa y ser la mujer de un oficial de las tropas de su país, que habían ayudado decisivamente a las huestes del nuevo presidente congoleño, Laurent Désiré Kabila, en la campaña militar contra Mobutu. Explicó que tras la victoria de Kabila se había quedado a vivir con su marido en Kinshasa, de donde la nueva rebelión les había obligado a huir con lo puesto. Los kinois nunca habían apreciado a los ruandeses que Kabila había traído del este y a quienes el nuevo presidente acusaba además de haberle traicionado y de tratar de asesinarle. En la capital congoleña se había iniciado una caza al ruandés, o a quien lo pareciera, y a todo lo que hubieran dejado detrás. Una vecina le había dicho por teléfono a Skola que su casa había sido la primera del saqueo. “Se han llevado todos mis zapatos, no me han dejado ni uno”, se quejó la ruandesa, que se consolaba, “pero no importa, estamos reconquistando el Congo y dentro de poco recuperaremos lo que es nuestro”. Y la pícara, que sabía muy bien con quién hablaba, dejó caer “vosotros seréis los testigos”. Por lo que nos imaginamos hincando el diente a lo que podía desembocar en una atrocidad comparable, si no mayor, a las de Nairobi y Dar es Salam: la caída de Kabila a manos de sus antiguos aliados.
Skola continuó explicando que tras comprar en Nairobi “zapatos, porque –insistió– me los han robado todos”, regresaba a Kigali, la capital ruandesa y en la que el avión de Cameroon Airlines tenía prevista una parada en su anunciada ruta a la costa atlántica, hacia Kinshasa. El relato de la esbelta africana quedó interrumpido por otra súbita aparición del jefe de escala de Cameroon Airlines: “Bueno, hay dos posibilidades”, anunció. Precisó: “La primera es ir en este avión a Kigali y viajar desde allí al este del Congo, que está en poder de los rebeldes”. Tras callar unos instantes, prosiguió: “Y la segunda posibilidad es esperar a otro avión que se dirige a Brazzaville, frente a Kinshasa, y cruzar después el río en uno de los ferry que unen las dos ciudades vecinas. El río Congo”. Los periodistas nos miramos con una pregunta muda en el rostro: ¿Kigali a Brazzaville? No había mucho donde elegir, pero tampoco había más opciones.
La camerunesa había sido la última compañía aérea en suspender sus vuelos a la capital del Congo. Las líneas europeas fueron las primeras y les siguieron las africanas, excepto Etiopían Airlines, que hacía dos días había claudicado, y Cameroon Airlines, que lo había hecho en aquel momento. No había, pues, forma humana de llegar directamente a Kinshasa. Ni desde Nairobi ni desde otro lugar del planeta.
Dirigimos los ojos hacia los equipajes, que parecían un macizo montañoso en lo yermo. Pocas maletas, algunas bolsas de tela y muchas cajas metálicas, cuadradas, redondas y rectangulares, en las que se adivinaban cámaras, antenas, ordenadores, teléfonos vía satélite y equipos de transmisión. El jefe de escala de Cameroon Airlines y la diminuta e imperturbable azafata keniana clavaron también la mirada en el montón de bultos, a la espera de comenzar a distribuir tarjetas de embarque hacia Kigali o Brazzaville, preparándose a repartir suerte.
Washington ya había identificado para entonces al culpable de las explosiones. No había sido otro que Osama Bin Laden, que iba camino de convertirse en la bestia negra de la cristiandad y a cuya cabeza Estados Unidos puso el precio de cinco millones de dólares. Al millonario y disidente saudita no le faltaba experiencia en el continente, en particular en el este de África. Había vivido los años anteriores en Sudán, tenía una red de apoyo en Somalia que le había servido para organizar los atentados. La eminencia gris de los ataques no era africana, había llegado de fuera de África. Se trataba de la última versión radical del Islam, el nuevo-viejo enemigo, que simplemente había elegido un campo de batalla inédito, pero que conocía bien. Pensé que lo ocurrido en Kenia y Tanzania había sido el signo de los nuevos tiempos, en los que no existían fronteras para la toma de decisiones, ni para sus consecuencias. Es decir, la entrada de África y por la puerta que le correspondía –la de los desastres asimétricos: habían muerto doce estadounidenses y doscientos doce afric...

Índice

  1. Créditos
  2. Capítulo 1: LOS PRIMEROS ATENTADOS CONTRA OCCIDENTE AL SUR DEL SÁHARA
  3. Capítulo 2: DEL GENERAL HANON AL PRESIDENTE CLINTON
  4. Capítulo 3: EL GENOCIDIO RUANDÉS
  5. Capítulo 4: MEJOR POBRES Y LIBRES QUE RICOS Y ESCLAVOS
  6. Capítulo 5: El KIVU: CRUCE DE CIVILIZACIONES Y DE NIÑOS SOLDADO
  7. Capítulo 6: LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL AFRICANA
  8. Capítulo 7: ROBERT MUGABE: RETRATO DE HÉROE CONVERTIDO EN VILLANO, CON FONDO DE VILLANO CONVERTIDO EN HÉROE
  9. Capítulo 8: ‘KIN LA BELLE, KIN LA POUBELLE’
  10. Capítulo 9: ANGOLA, El ESCENARIO CALIENTE DE LA GUERRA FRÍA
  11. Capítulo 10: POBRE, SOLA Y MUJER, PARIA DEL GÉNERO HUMANO
  12. Capítulo 11: EL ITURI: EL CORAZÓN DE ÁFRICA ENTRE EL CONGO Y EL NILO
  13. Capítulo 12: MILLONES Y MILLONES DE BARRILES DE PETRÓLEO Y MILLONES Y MILLONES DE NIGERIANOS
  14. Capítulo 13: DÍA DE DOMINGO EN FREETOWN
  15. Capítulo 14: LA ESTAMPA DEL MITO
  16. Capítulo 15: BLANCOS NO TAN BLANCOS, NEGROS NO TAN NEGROS
  17. Capítulo 16: DEL EMIRATO DE BONGO AL IMPERIO DE BOKASA
  18. Capítulo 17: MUCHOS INTERESES, POCAS SOLUCIONES
  19. CAPÍTULO 18: UN PARAÍSO CON VOCACIÓN DE INFIERNO
  20. Capítulo 19: LA MAGIA DE MANDELA
  21. Capítulo 20: EL AMIGO DE ESPAÑA Y EL NEGRO DE BAÑOLES
  22. Capítulo 21: LA REINA SOFÍA Y EL AIRE DE LA LIBERTAD
  23. Capítulo 22: EL LEGADO DEL REY SALOMÓN: UNA MUERTE SILENCIOSA
  24. Capítulo 23: LA LARGA SOMBRA DE DARFUR