Introducción
Pensamiento sectario, radicalización y violencia
Eric Hoffer, en 1951, nos descubrió la naturaleza del fanático. En realidad, no tenía intención de escribir sobre desaforados enfermos, sino de describir el carácter de los entregados militantes de las causas manejadas por los modernos partidos de masas. Impresionado aún por el abismo brutal que habían abierto las pasiones humanas desde comienzos del pasado siglo, abrumado por el impacto de dos sucesivas guerras mundiales y su corolario de destrucción sin límites, su reflexión abundaba en un “clásico” de aquella posguerra: la modernidad había acabado por resultar tan ilusionante como peligrosa. La entrega por parte de aquellos individuos de sus propias vidas, de su tiempo, de sus energías, de su inteligencia y de todas sus fuerzas era lo más noble y mejor que albergaba la política moderna. Hombres y mujeres se dedicaban a una causa en la que veían la emancipación individual y colectiva de sus inmediatos o lejanos futuros. Nada que ver con los sanedrines cínicos, interesados y minúsculos de la política de elites del XIX. Pero esa misma pasión había sido la que había empujado, sostenido y ejecutado lo más extremo de aquellos sueños políticos, la misma que engendró y llevó a cabo las violencias inimaginables de cualquiera de los totalitarismos de los años treinta y cuarenta. La moneda de dos caras albergaba lo mejor y lo peor del género humano, en su individualidad y como colectivo en pos de algo sublime, trascendente.
Esa apreciación mantuvo a los pensadores y luego a las sociedades un tanto distantes de los ideales. Estos, llevados a su extremo, resultaban fatales. Se imponía entonces la prevención y el más mesurado concepto de libertad negativa manejado por Isaiah Berlin. Más que aspirar al total de los objetivos políticos de cada cual, resultaba más sensato establecer unas líneas rojas que nadie, ni el Estado ni los individuos organizados ni ningún otro poder, pudieran traspasar y poner así en riesgo la auténtica libertad personal, lo más preciado. Si la libertad positiva generaba apasionados constructores de su propia existencia —y, de paso, de la de los demás, quiéranlo o no—, la negativa se limitaba a determinar las fronteras y posibilidades de la política.
La crisis cultural de los años sesenta, la misma que recordamos ahora en el cincuentenario de Mayo del 68, reactivó la pasión política adormecida por el rutinario y cómodo “cuarto de siglo de oro”. Una juventud desbordante y desbordada miró más allá de sus fronteras occidentales y, además de hacerse solidaria con sus causas, trasladó del general empeño emancipador anticolonial el ejemplo de vida de sus hombres y mujeres más entregados, de sus mártires. La nación, siglo o siglo y medio después, regresaba a lo más alto de la agenda política mundial. De su mano regresó también la violencia utilizada para el logro de ideales políticos, cebada por la represión con que los poderes habían respondido a los movimientos del 68 o simplemente por la incapacidad de estos para triunfar sin acudir a recursos extremos. Emancipación social y nacional, otra vez, inflamaron como ideales los años siguientes y proporcionaron una nueva generación de hombres y mujeres que, con una idea trascendente de la política, estaban dispuestos a todo para lograr sus objetivos, incluyendo morir y matar por ellos. El “verdadero creyente” que había observado Hoffer no se había consumido en el fuego de las grandes contiendas mundiales. El horror no había sido suficiente. Los ideales volvían y con ellos lo hacían “los justos”.
El pensamiento sectario, detestado por nuestras apacibles sociedades, remite a esas miradas furiosas que están antes o después de una violencia que, por ser global y supuestamente lejana y ajena a nosotros, somos incapaces de otorgarle algún sentido. No caben en nuestros cerebros racionalistas tales ideas ni tales miradas de la realidad. Son locos, consumidos por ideas absurdas o por un mal uso de las bondades religiosas. Y, sin embargo, no hay una sustancial diferencia entre la tendencia monista que alimenta hoy el terrorismo global —extremo último del sectarismo y de la fanatización— de la que alimentó en su día nuestros terrorismos locales. Esos lejanos locos furiosos tienen la misma mirada y el mismo argumentario que tenían nuestros vecinos cuando mataban para salvarnos.
Viene bien, entonces, tenerlo en cuenta. No solo para despejar el fantasma de que como comunidades estemos a salvo de esa enfermedad social del fanatismo —hemos demostrado que fuimos unos más de entre ellos—, para tener una mirada hoy más ajustada a la realidad de lo que vemos que está pasando, sino también para preguntarnos qué estamos haciendo para que aquello que nos pasó no nos vuelva a ocurrir. Sociedades como la vasca fueron sociedades enfermas que asumieron con naturalidad preceptos que hoy, apagado el tiroteo y olvidados rápidamente aquellos tiempos, nos cuesta reconocer como nuestros cuando alguien, de manera molesta, nos los recuerda. Y, sin embargo, fue así. No fuimos muy distintos colectivamente de esas lejanas sociedades que hoy vemos apadrinar de alguna manera a sus pistoleros contemporáneos, a sus verdaderos creyentes, a sus patriotas equivocados, a sus entregados e idealistas engañados. Son personas y sociedades distintas, pero el pensamiento es más o menos el mismo. Cuando la política se formula en términos religiosos, de manera trascendente, necesaria en su desarrollo, ineludible históricamente y como compromiso personal y colectivo, todo termina —o, con más precisión, puede terminar— en el dolor y la sangre. La política aparece así despojada de lo que simplemente es: una manera cabal de organizar los colectivos humanos, soportada en el respeto a los demás. Cuando alguien se instituye en intérprete de la “voluntad general” y se empeña en hacernos libres y felices a pesar nuestro, hemos emprendido la senda del desastre.
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La Fundación Fernando Buesa Blanco Fundazioa, de la mano estos últimos años del Instituto de Historia Social Valentín de Foronda, reflexiona en sus seminarios anuales sobre las causas que ponen en peligro esos preceptos que pretendemos han de amparar a todas las sociedades: la libertad, la paz, la convivencia, la democracia y el progreso social. Reflexiones soportadas en la diversidad de miradas, tanto ideológicas como disciplinares. En este caso, en la decimoquinta edición de sus encuentros, quería hacer ver la proximidad de aquel pensamiento sectario que finalmente nos conmovió, abrumó y persiguió en nuestra casa durante los pasados decenios y el que anima las explosiones de violencia del terrorismo global. Este seminario pretendía dar luz nuevamente a lo que empujó a aquellos verdaderos creyentes caseros y lo que lo hace hoy con los lejanos. A partir de ahí, se trataba de ver qué estamos haciendo y qué no...