Leyenda negra
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Una polémica nacionalista en la España del siglo XX

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Leyenda negra

Una polémica nacionalista en la España del siglo XX

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En los primeros años del siglo XX algunos publicistas e intelectuales españoles elaboraron una idea que tendría enorme repercusión: que España había sido objeto, desde el siglo XVI, de una campaña de acusaciones y desprestigio por parte de los demás países de Europa, tomando como pretexto el despotismo de Felipe II, los procedimientos de la Inquisición o los crímenes de la conquista de América. La refutación de esta supuesta leyenda negra se convirtió en un poderoso motivo propagandístico de las corrientes del nacionalismo español y de los regímenes de Primo de Rivera y Franco en su propósito por defenderse de las críticas exteriores e imponer una identidad nacionalcatólica, pero suscitó también respuestas críticas por parte de destacados intelectuales, que vieron en la idea de la leyenda negra un caso de "manía persecutoria" y de encubrimiento político. Este libro es un repaso por la historia del concepto de leyenda negra tal y como se desarrolló al hilo de las polémicas ideológicas del siglo XX, para mostrar así la presencia considerable que este motivo ha tenido en el pensamiento político español contemporáneo.

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Información

Capítulo 1. Imperio y decadencia

Propaganda antiespañola en los siglos XVI y XVII
En el planteamiento tradicional sobre la leyenda negra, un tema de discusión ha sido el del momento en que se origina. Alguno de los autores que veremos en capítulos siguientes llegaron a considerar que esa visión hostil de España es inveterada, se encuentra en todas las épocas, incluso en tiempos de la antigua Roma (visión despectiva de los iberos por los romanos). En la década de 1950, un historiador sueco, Sverker Arnoldsson, insistió en las críticas italianas de los siglos XIV y XV contra los aragoneses, y más específicamente contra los catalanes, presentes en Italia como comerciantes u ocupantes desde el siglo XIII, la “vil estirpe de mercenarios y traidores” de la que hablaba Petrarca.
En realidad, esta búsqueda de los orígenes de la leyenda negra es un ejercicio un poco vano. Las críticas, prejuicios y estereotipos respecto a naciones extranjeras son de todas las épocas y siempre se encontrarán “precedentes”. Lo importante no es documentar críticas sin más, del tipo que sean, sino las que configuran la leyenda negra en cuanto discurso específico y permanente en el tiempo. En ese sentido no cabe duda de que el siglo XVI, y más específicamente el reinado de Felipe II, marca una cesura.
Ello es resultado de circunstancias históricas bien conocidas. España, país relativamente periférico hasta entonces, en pocos años pasa a ocupar el centro de la escena política europea, mundial incluso, tras la conquista de América; se implica en la disputa político-religiosa provocada por la Reforma protestante, presentándose como baluarte del papado, e interviene en negociaciones diplomáticas y campos de batalla. El español se convierte en un personaje distintivo, ya como gran aristócrata de hiriente altivez, ya como soldado tan aguerrido como despiadado, ya como teólogo de intachable ortodoxia, etc.
Bajo Felipe II, la presencia española en Europa se convierte en hegemonía opresiva. Desde 1567 hasta el final de su reinado, las tropas del monarca español —españolas solo en pequeña parte— se embarcan en conflictos sucesivos en defensa de sus derechos dinásticos y de la causa del catolicismo: guerra de Flandes, anexión de Portugal, intervención en Francia, intento de invasión contra Inglaterra... Son guerras duras y destructivas, que se acompañan de una doble represión, nacional y religiosa, y que lógicamente generan una reacción que se mueve también por motivos religiosos y patrióticos.
Un componente esencial en esta reacción es la propaganda. En los Países Bajos, Francia, Alemania e Inglaterra se desarrolla una propaganda bélica similar a la que se encuentra en conflictos similares de todas las épocas, de lucha contra un invasor o un imperio hegemónico. Se da así una inmensa producción de folletos, grabados, canciones o libros más gruesos que cubren todos los públicos y todos los registros y contribuyen a difundir una determinada imagen de lo español: de su rey, de sus tropas, sus religiosos, etc.
¿Cabe hablar de “leyenda negra” a propósito de esta propaganda? Recordemos que, según la definición usual resumida en la introducción, la leyenda negra se caracteriza por tres criterios: el elemento legendario, el antiespañolismo y la pervivencia en el tiempo. Los dos primeros parecen cumplirse con creces. El antiespañolismo está presente hasta en los títulos de los panfletos de esos años —Anti-Español, La tiranía española, etc.—, en los que, por lo demás, se hace generoso uso de toda clase de descalificaciones contra los españoles: “Estos perros de presa, esta maldita raza, ¡que es más perversa que todos los turcos juntos!”; los soldados españoles “han cometido más crueldades y ejercido mayor tiranía que los turcos, enemigos del cristianismo, jamás hayan hecho”, dicen los textos holandeses. “Su crueldad es mayor que la del tigre [...] su incendio de casas, su detestable saqueo y pillaje de aquellos grandes tesoros que de todas partes de Europa se habían reunido en suntuosos palacios, su lujuriosa e inhumana desfloración de matronas, esposas e hijas, su incomparable y sodomítica violación de muchachos”, se lee en un panfleto francés.
El elemento legendario no es menos visible. Se encuentran bulos, como el de cierto plan secreto español para aniquilar a todos los protestantes holandeses, o a lo menos ideas fantasiosas, como el designio de crear una monarquía universal. Un texto alemán de 1620 dice que los españoles quieren “subyugar y dominar todo el mundo”; un escritor italiano, Tassoni, sostiene que se muestran tan “insaciables que no les basta ni oriente ni occidente, sino que infestan y trastornan toda la tierra y todos los mares”.
Ahora bien, habría que tener en cuenta que este tipo de manifestaciones forman parte de una ideología de combate que responde a un objetivo movilizador; no tiene sentido juzgarlas según un criterio de rigor histórico. Además, el componente “antiespañolista” no es la única dimensión de estos textos. Más allá de las arremetidas contra el invasor o el rey tirano, encontramos a menudo una defensa argumentada, a veces pionera, de la libertad de conciencia o de los derechos constitucionales: no hay que olvidar que textos como la Apología, de Guillermo de Orange, participan en una dinámica intelectual en la que se ha visto el germen del constitucionalismo y de la tolerancia religiosa. Asimismo, hay que recordar que la demonización de lo español tiene como contrapartida un fenómeno de admiración desbordada por la monarquía hispana en la opinión católica de los mismos países de los que habría partido la leyenda negra.
En cuanto al tercer criterio —la permanencia en el tiempo—, conviene señalar que toda propaganda de guerra es efímera, se limita al conflicto que la hace nacer y luego se desvanece. La propaganda antiespañola del siglo XVI no es una excepción. En cuanto la monarquía española perdió su condición de potencia hegemónica en Europa (paz de Westfalia, en 1648, y paz de los Pirineos, en 1659), la hostilidad de los otros países desapareció también. Los temas de la crueldad española, la monarquía universal o el papismo hispano pierden actualidad y se convierten en recuerdos históricos más o menos lejanos. No se volverá ya a lanzar una operación de propaganda antiespañola, al menos hasta la guerra con EE UU en 1898; en este sentido, la idea de una campaña sistemática contra España a lo largo de cuatro siglos carece de base.
Aun así, si no hubo hostilidad deliberada a lo largo del tiempo, podría pensarse que la campaña antifilipina lanzó una serie de tópicos críticos que sobrevivieron y configuraron la imagen de España en los siglos XVIII, XIX y XX. Solo que esta supervivencia no se da porque sí; constituye un fenómeno que hay que explicar, del que hay que determinar las causas.
Una primera motivación sería la voluntad de memoria de los países atacados por Felipe II, que ven en ese conflicto un hito de su historia nacional: en el caso holandés, la revuelta y la guerra, iniciadas en 1567, marcan la forja de su nacionalidad; en el de Inglaterra, la victoria sobre la Armada en 1588 se celebra como una gran gesta. Hay que señalar que en todo ello hay mucho de construcción ideológica posterior, de elaboración de la memoria nacional, realizada a través de la historiografía y la literatura, los rituales públicos, la escuela, especialmente en el siglo XIX, el momento de auge del nacionalismo. Puede citarse el testimonio de un holandés (religioso católico), en 1931: “Soy holandés, esto es, una víctima de antipatías nacionales hacia España, antipatías muy arraigadas, mamadas casi con la leche, fermentadas por un sistema absurdo de educación e instrucción histórica en nuestras escuelas” (Powell, 1971: 235). La alusión al papel de la escuela es reveladora: la fuente de la imagen negativa de España es el adoctrinamiento nacionalista contemporáneo, más que el improbable resentimiento por hechos remotos que perdieron actualidad muy pronto.
Estrechamente unida con la anterior se encuentra otro tipo de memoria colectiva en la que la España filipina aparece también bajo trazos negros: la del protestantismo. En su epopeya fundacional, la España de la Inquisición aparece como el gran enemigo, y esa será una constante en la cultura y la historiografía de inspiración protestante que trasciende igualmente al sistema escolar.
La problemática de la decadencia
En todo caso, estas perspectivas particulares (nacional o confesional) se confunden con una imagen más general de España, elaborada en los siglos XVIII y XIX. En el marco de la Ilustración y el liberalismo, España aparece como el contraejemplo de un país que no ha seguido la ruta de progreso de las naciones avanzadas y cuya historia moderna (siglos XVI-XVII) se interpreta como una demostración de los males que acarrea seguir determinados principios: la intolerancia religiosa, fuente de guerras de religión, de atraso científico, de distorsión de las relaciones sociales, y el despotismo político, que sacrifica la iniciativa económica privada a los intereses de Estado y conduce a una política imperialista y a constantes guerras de conquista.
España se convierte así en un “caso” típico, un ejemplo o demostración de una ley general de la historia según el paradigma “progresista” que predomina en los siglos XVIII y XIX. El inglés John Andrews escribía en 1770: “España es a ojos del Universo un ejemplo eminente de las miserias que sufre un Estado guiado por los principios de la tiranía y de la ambición”. El historiador británico Thomas Macaulay, por su parte, afirma en 1833: “Quien quiera conocer bien la anatomía mórbida de los gobiernos, quien desee entender cómo grandes estados pueden volverse débiles y desdichados, debe estudiar la historia de España”. Guizot pone a España como ejemplo de país regido por el “principio teocrático”.
Todo ello configura una problemática bien conocida que ha dominado largo tiempo la historiografía sobre España: la de la “decadencia”. Es una problemática que tiene su propio itinerario y ramificaciones, que ha atraído a autores de gran relieve y que llega hasta la historiografía reciente. Desde luego, a veces este planteamiento se ha convertido en tópico, repetido por inercia y de forma simplista, y esto ha hecho que algunos la hayan considerado una forma de leyenda negra, lo cual pone sobre el tapete de nuevo la significación demasiado reduccionista del concepto “leyenda negra”, que identifica el discurso de decadencia como una mera forma de antiespañolismo. Es preferible, creemos, mantener la denominación tradicional de “decadencia” para un discurso complejo, que se enraíza en un movimiento intelectual de gran peso, y que por otra parte se aplica también a otros casos: la Francia absolutista de los siglos XVII y XVIII, el mundo católico, etc.
Lo que sí se plantea es la cuestión de hasta qué punto España se convierte en arquetipo de la decadencia, el país en declive por antonomasia. El historiador inglés Henry Thomas Buckle, por ejemplo, escribía en 1857: “Ningún país de Europa se halla tan claramente designado por la naturaleza para servir de refugio a la superstición”; en el siglo XVII, España “ofreció a Europa el ejemplo solitario de una constante decadencia”. Veremos que en 1898 los publicistas norteamericanos irán aún más lejos. Habría que estudiar en detalle este fenómeno de aparente “ensañamiento” intelectual con España[1], puesto que representa tal vez el detonante de la percepción, por parte de los autores españoles, de una “leyenda negra” para la que imaginarán orígenes más remotos.
Tópicos de la España imperial
Junto a esta visión general de la decadencia, la imagen exterior de España se asocia a partir del siglo XVIII a ciertos elementos específicos de la historia del país. Podríamos resumirlos en tres: la figura de Felipe II, la Inquisición y la conquista de América. Elementos de la historia de España en el siglo XVI que adquieren, en la perspectiva de la historia “progresista” a la que hemos hecho referencia, un valor de símbolo y articulan una serie de relatos e imágenes con enorme capacidad de difusión.
Los tres temas se registran ya en la propaganda del siglo XVI; de hecho, aparecen evocados en el texto fundamental de esa propaganda, la Apología, de Guillermo de Orange. Se desarrolla allí la visión de Felipe como rey tiránico y pérfido, culpable de haber ordenado la muerte de su hijo don Carlos y su esposa, Isabel de Valois; se evoca el fantasma de la implantación de la Inquisición por la fuerza, y se introduce la comparación de los abusos de los españoles en Flandes con lo que hicieron en América, donde habrían “hecho morir miserablemente a más de veinte millones de personas”. Esos temas serán retomados incesantemente en la literatura de combate de esas décadas, con fines puramente propagandísticos, al margen de todo criterio de rigor histórico. Pero, cerrado el ciclo de la propaganda antiespañola, subsistirán como presuntas realidades históricas hasta una época muy tardía. La idea de la sentencia de muerte contra el príncipe don Carlos por un consejo convocado por su padre Felipe no será desmentida hasta la década de 1850 por el historiador belga Mignet. También sobrevivirá largo tiempo en la historiografía holandesa la creencia de que Felipe II auspició una sentencia de la Inquisición que declaraba a todos los holandeses culpables de traición y herejía, los condenaba a muerte y confiscaba sus bienes. En cuanto a la conquista americana, las afirmaciones hiperbólicas de Bartolomé de las Casas en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias (obra traducida al francés y otras lenguas desde 1578) alimentarán una visión tremendista de la colonización que ha durado aún más tiempo.
Se trata de mitos que han cobrado una vida propia, despegándose de la realidad de la historia española para convertirse, en cierto modo, en arquetipos. Por ello mismo, resulta de nuevo muy reductivo valorar esas ideas en función de un antiespañolismo que sería una constante de la historia. Lo muestra lo que sucede en las décadas de 1770 y 1780, cuando los temas españoles sirven para vehicular denuncias generales contra el absolutismo y llamamientos a la emancipación del género humano, como en el Don Carlos, de Schiller, o la Historia de las dos Indias, de Raynal. Felipe II, Cortés o Torquemada se utilizan como teclas de un lenguaje revolucionario que va mucho más allá del marco español. Como bien vio Juan Pablo Forner en esos mismos años, “sus nombres [los de Felipe II o el duque de Alba], ignorados casi en España, sirven en el resto de Europa a los malignos motes contra la tiranía, sacándolos de sus sepulcros para satirizar en ellos a los poderosos presentes”. Claro está, no se movilizaba únicamente el pasado español; en la historia francesa se utilizaron de forma semejante la figura de Catalina de Médicis o el episodio de la Saint-Barthélémy, por no hablar de la historia de Grecia y Roma (Calígula, Nerón…) o de la Biblia. Este tipo de utilización de los motivos de Felipe II o la Inquisición se mantendrá en el siglo XIX, en el teatro, la ópera, la poesía… Piénsese en Victor Hugo evocando en La leyenda de los siglos (1859) la negra figura de Felipe II —“Satán que reina en nombre de Jesucristo”, “un ser espantoso [...] espectro lívido”— o los autos de fe en América. Interpretar estas elaboraciones en una clave “antiespañolista” está, la mayoría de las veces, fuera de lugar.
Los españoles y el pensamiento de la decadencia
Faltaría considerar la actitud de los españoles ante este tipo de visión de la historia de España desarrollada por autores extranjeros. En la versión tradicional de la leyenda negra, esta cuestión se ha planteado como una influencia venida de fuera, la asunción tal cual por los españoles de una visión desvalorizadora de la historia de España elaborada en el exterior. Se habla, así, de una “interiorización” de la leyenda negra; un fenómeno que se sitúa en el siglo XVIII y que formaría parte de la difusión del pensamiento de la Ilustración.
No hay duda de que en la España del siglo XVIII los intelectuales españoles se acostumbran a ver su propia historia según el prisma de los philosophes. La tesis de la decadencia como efecto del mal gobierno arraiga con fuerza. Francisco Romá y Rosell, por ejemplo, condena en 1768 “todas las potencias conquistadoras, y e...

Índice

  1. Créditos
  2. Introducción
  3. Capítulo 1. Imperio y decadencia
  4. Capítulo 2. De la crisis de 1898 a la de 1909
  5. Capítulo 3. La invención de la leyenda negra
  6. Capítulo 4. Nacionalistas y republicanos
  7. Capítulo 5. Ultraderecha y franquismo
  8. Capítulo 6. Del antifranquismo a la actualidad
  9. Conclusiones
  10. Bibliografía