CAPÍTULO 1. SAHEL Y TERRORISMO, ¿CAMINOS CONVERGENTES?
Si creemos apasionadamente en algo que aún no existe, lo creamos. Lo no existente es lo que no hemos deseado suficientemente.
Franz Kafka
El 4 de enero de 2008 la prensa internacional recogía la noticia de que Amaury Sports Organisation, empresa organizadora del rally de Dakar, había decidido suspender esa famosa carrera ante las directas amenazas terroristas recibidas. Bajo la fuerte presión de las autoridades francesas se cancelaba así un evento que, entre críticas y elogios, se había convertido ya en un clásico y que reportaba importantes beneficios económicos a sus promotores y a buena parte del siempre débil tejido empresarial de los países que atravesaba la caravana durante sus quince días de aventura. Poco antes, el 24 de diciembre, cuatro turistas franceses habían sido asesinados en territorio de Mauritania y ese hecho, junto con los informes de inteligencia de los servicios secretos franceses, que apuntaban a una alta probabilidad de que los participantes en el rally pudieran ser igualmente atacados, terminaron por convencer a todos de la conveniencia de no salir de Lisboa.
No era ésta la primera vez, en sus 30 años de existencia, que la carrera sufría los efectos de la violencia terrorista. Baste recordar que ya en la edición del año anterior hubo que suspender dos etapas como consecuencia de las amenazas proferidas por un grupo salafista. Como ya se ha visto en otros casos, el rally ha sido víctima de su propio éxito, por cuanto su repercusión mediática garantiza a cualquier grupo terrorista un eco multiplicado hasta el infinito a sus amenazas o actos violentos.
En otro escenario igualmente cercano al Sahel, Argelia daba a conocer en diciembre de 2007 la noticia de que el gobierno está decidido a blindar con un sistema de última generación sus fronteras terrestres (que incluyen, además del Sáhara occidental, a Marruecos, Mauritania, Malí, Níger, Libia y Túnez). Para lo que será el mayor cierre electrónico de fronteras del mundo (6.500 kilómetros), ya se ha puesto en marcha un concurso internacional en el que cinco empresas, incluyendo una española, han presentado sus ofertas durante el pasado mes de octubre y que debería haberse adjudicado a lo largo de 2008. Entre las razones que alegan para implicarse en un proyecto de varios miles de millones de euros, los gobernantes argelinos destacan su decisión de frenar los flujos migratorios que utilizan su territorio para intentar pasar posteriormente a Europa, bloquear el tráfico de drogas que comienza a utilizar nuevas rutas en su suelo y evitar el movimiento de armas y militantes del islamismo radical y del terrorismo internacional (con Al Qaeda del Magreb Islámico como preocupación más sobresaliente) que aprovechan la porosidad de las actuales fronteras.
Por último, desde el 1 de octubre de 2007 ya está desplegado sobre el terreno el nuevo mando estratégico, AFRICOM, que Estados Unidos (EE UU) ha creado para mejorar sus capacidades de control sobre lo que sucede en una región escasamente atendida, hasta entonces, en el marco general de la seguridad mundial y, al mismo tiempo, para unificar sus actividades de diplomacia, de inteligencia y de naturaleza militar en la totalidad del continente. Operativo desde septiembre de 2008, ya desde su arranque constituye una clara señal del creciente desasosiego con el que Washington mira a una zona que percibe como un nuevo y fatídico frente de su “guerra contra el terror”.
Basten estas tres iniciales referencias para mostrar cómo el Sahel, tanto tiempo al margen de la atención mundial, e incluso de sus vecinos, acapara una mayor expectación cada día que pasa. El significado de la mirada dominante que se proyecta sobre la región no deja lugar a dudas: el Sahel parece ser, por definición, un foco regional de violencia y terrorismo con capacidad para contaminar negativamente todo lo que le rodea. A partir de la asunción de esa idea, son varios los países y organizaciones que se aprestan a repetir la vieja estrategia de disuasión y control, contando con la colaboración de los regímenes locales y, sobre todo, con sus propias fuerzas para neutralizar cualquier amenaza que, procedente de esos países, pueda atentar contra sus intereses. Hoy como ayer, su evolución política hacia un horizonte de democracia y Estado de derecho y su progreso socioeconómico al servicio de las necesidades de todos sus habitantes siguen quedando en un segundo plano, por cuanto lo que se busca no es tanto su desarrollo como su estabilidad. Y esta última, siguiendo el canon clásico de las relaciones Norte-Sur, no tiene por qué pasar necesariamente por la emergencia de sociedades abiertas y por la satisfacción de las necesidades básicas del conjunto de la población, sino que puede ser garantizada, como tantas veces en el pasado, por un sólido aparato represivo apoyado desde el exterior y un apoyo sostenido a regímenes que garanticen el mantenimiento del actual statu quo.
Para intentar comprender esta poderosa deriva —todavía por demostrar— interesa, en primer lugar, identificar los perfiles más destacados de nuestro objeto de estudio. En paralelo, veremos cuáles son las razones (y las consecuencias) que han hecho del terrorismo internacional el asunto principal de la agenda de seguridad mundial tras los trágicos atentados del 11 de septiembre de 2001 (11-S) en Nueva York y Washington. También resultará relevante indagar por qué el Sahel ha salido del ostracismo y se ha convertido, en muy poco tiempo, en un tema de atención más allá de la agenda subregional o africana. Sólo así podremos, posteriormente, entrar en consideraciones más detalladas sobre la verdadera naturaleza de las amenazas que asolan a los países que lo forman y las respuestas que cabe plantear.
1. EL SAHEL A VISTA DE PÁJARO EN EL MARCO DE SEGURIDAD TRAS EL 11-S
El Sahel es más un concepto climático —asociado a un régimen de lluvias específico, con una flora y una fauna asimismo representativa de la zona— que geográfico o, menos aun, político. Comprende un área de unos cuatro millones de kilómetros cuadrados limitada por el desierto del Sáhara, al norte; las sabanas y las selvas del golfo de Guinea y África central, al sur; el océano Atlántico, al oeste, y el Nilo Blanco, al este. Su traslación al plano de la geografía política sigue creando aún hoy disparidades entre las distintas fuentes de referencia que se ocupan de esta materia, de tal manera que mientras todas suelen incluir en su seno a Burkina Faso, Chad, Gambia, Guinea-Bissau, Malí, Mauritania, Níger, Senegal y Sudán, algunas suman también a Eritrea, Etiopía, Nigeria y hasta Somalia (véase el mapa). A los efectos de este texto, y teniendo en cuenta que su enfoque principal es el que viene afectado por la violencia y el terrorismo, se entenderá el Sahel en su máxima expresión, aunque sólo aquellos países más significativos para el tema de estudio —Chad, Malí, Mauritania, Níger y Nigeria— recibirán un tratamiento más detallado.
La palabra “sahel” viene de la palabra árabe sahil, que significa “costa” o “borde”, en referencia a los países ubicados en la “costa/borde” del desierto del Sáhara. Dada su proximidad a la región del Sáhara, la zona es en su mayoría árida, en una graduación que va desde las praderas semiáridas a la sabana y, sobre todo en la parte más próxima al desierto, la densidad de población es muy reducida. Históricamente, el Sahel ha sido una relevante región estratégica por la que atravesaban las rutas comerciales que conectaban el golfo de Guinea con el norte de África y las tierras atlánticas con las del interior. Esto permitió que florecieran en su seno reinos de mucha riqueza e influencia gracias al poder que el control de esas rutas les aseguraba a los grupos más activos del área. Hoy, esas mismas rutas son utilizadas para el contrabando y otras actividades ilícitas.
Es obvio que la gloria de aquellos días ya está muy olvidada y que la imagen actual del Sahel es en muchos puntos justamente la contraria, con altos niveles de marginación, subdesarrollo e inseguridad. Aunque algunos de estos territorios cuenten con importantes riquezas energéticas o de minerales altamente demandados en los mercados internacionales, la mayoría de la población vive muy empobrecida, con una renta per cápita que oscila entre los 843 euros en Níger y los 2.108 en Mauritania, lo que les sitúa a la cola de la clasificación mundial.
Antes de la colonización europea, los habitantes del Sahel llevaban una vida esencialmente nómada, centrada en el movimiento del ganado desde el Norte hacia el Sur, dependiendo de las estaciones y de la abundancia de la lluvia. Era, como es lógico, un continuo trasiego que no entendía de fronteras —una imposición más de los colonizadores franceses y británicos—. El cambio posterior a una vida más sedentaria ha sido causa y efecto de una mayor preocupación por las fronteras nacionales entre los distintos países de la zona, desplazando las consideraciones tradicionales sobre los límites que las diferentes etnias y tribus seguían desde mucho tiempo atrás hacia otras estrictamente políticas y ligadas a los intereses de las elites dominantes en cada nuevo Estado.
Esas fronteras artificiales impuestas desde el exterior, y dibujadas más en función de los intereses de los colonizadores que de los de la población local, fragmentaron regiones y separaron sociedades que habían alcanzado por sí mismas equilibrios que aseguraban su supervivencia y su convivencia. Al mismo tiempo, obligaron a vivir juntas a comunidades que no tenían ningún deseo de compartir espacios ni modos de vida o que, incluso, habían guerreado entre ellas. Sin pretender dibujar un panorama paradisíaco de la etapa previa a la colonización, es evidente que este proceso de fragmentación y unión forzada no ha mejorado la convivencia, sino que, por el contrario, ha exacerbado aun más las diferencias y la confrontación entre diferentes etnias, tribus o creencias.
Sirva como ejemplo de ello Mauritania, donde el 90 por ciento de la población fue nómada hasta la segunda parte del siglo XX. El cambio a la vida sedentaria provocó claras dificultades para reacomodar a comunidades que pretendían ahora recuperar tierras que consideraban suyas, frente a otros colectivos que, con el apoyo expreso de los antiguos colonizadores, reivindicaban sus nuevos títulos de propiedad. El norte del país fue poblado por los moros de origen árabe-bereber, que pronto se convirtieron en los controladores de la vida política nacional. Después de la independencia (1960), más grupos de los indígenas africanos negros (fula/toucouleur, haalpu...