Darfur
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Coordenadas de un desastre

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Darfur. Coordenadas de un desastre es el relato breve de un largo conflicto. Casi al tiempo que Estados Unidos invadía Irak, y las miradas del planeta se giraban hacia Bagdad, a medio camino entre el lago Chad y el valle del Nilo se desataba una guerra que en los meses siguientes acapararía las primeras páginas de los periódicos de todo el mundo; diez años después del genocidio en Ruanda, el oeste de Sudán era el escenario de prácticas genocidas sólo comparables a las registradas en el país de los Grandes Lagos. Desentrañar las causas de por qué, al igual que en Ruanda, la comunidad internacional se ha limitado al papel de mero espectador en Darfur es el objetivo de este libro, cuyo autor —primer periodista español que visitó la región en un viaje que realizó el entonces secretario general de la ONU, Kofi Annan, en 2004— nos ayuda a comprender un conflicto que, aunque puede tomar la apariencia de un enfrentamiento étnico, es el resultado de causas políticas perfectamente identificables.

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Las coordenadas del desastre, un lustro después

Tres años después de acompañar a Kofi Annan en su visita a Darfur, el autor de este libro tuvo la oportunidad de preguntar al nuevo secretario general de la ONU, el coreano Ban Ki-moon, sobre el estado de los esfuerzos de la comunidad internacional para resolver la crisis que asolaba el oeste suda­nés. Fue en marzo de 2007, en el trigésimo octavo y último piso de la sede del organismo mundial en Nueva York, durante una entrevista que realizó al sucesor de Annan junto a la periodista Montserrat Vendrell para la agencia EFE, y que era la primera que Ban Ki-moon, que había sido nombrado dos meses antes, concedía a un medio de comunicación hispano. Tras el mandato de Annan, el de Ban Ki-moon abría un nuevo capítulo en la historia de las Naciones Unidas. Una etapa en la que el saneamiento económico y ético ocuparía la prioridad sin relegar otros objetivos. Y para la que Estados Unidos había promocionado a uno de sus hombres de confianza en el Extremo Oriente. Experto en los procesos de desarme y las negociaciones entre las dos Coreas, Ban Ki-moon era un diplomático de carrera que cuando fue nombrado para su nuevo puesto ocupaba la titularidad en el Ministerio de Exteriores del Gobierno de Seúl, el más fiel aliado asiático de Washington. Se consideraba que su desempeño provocaría un deslizamiento de la sensibilidad de la ONU hacia la Cuenca del Pacífico, con la que Estados Unidos privilegiaba nexos de toda naturaleza. Y que era la región más prometedora del globo. “El siglo XXI será de Asia” había sido la máxima del nuevo secretario general de la organización mundial. A partir de aquel momento, Ban Ki-moon tendría que compaginar la querencia por su continente con una mayor cautela en los pronósticos para no herir las susceptibilidades de los más desheredados, como África. Y para eso, la precaución, estaba bien dotado. Casado y con tres hijos —casi la única circunstancia en que se parecía a Annan—, Ban Ki-moon era un hombre de familia, tranquilo, que no perdía con facilidad la calma, fiel a los modos y maneras de su origen oriental. Sus partidarios destacaban su facilidad para el compromiso, su capacidad para el diálogo. Sus detractores le acusaban de pasividad en los momentos cruciales, de tener un carácter frío. En contraste con Annan, Ban carecía de calidez. Y tenía la dura tarea de reformar la ONU, lastrada por la corrupción, y en la que se proponía reducir costes financieros e introducir un código de comportamiento personal, lo que le hacía antipático entre los funcionarios del organismo. Pero el coreano, hombre de cálculo más que de sentimiento, no podía olvidar la vertiente humana a que le obligaba su nueva responsabilidad. Y en su primer discurso había incluido entre sus principales preocupaciones el desastre de Darfur.
Con voz pausada y semblante impasible, el entrevistado se mostró de acuerdo en que Darfur “continúa siendo el mayor desastre humanitario del siglo XXI”. Cifró en un cuarto de millón las personas que habían perdido la vida desde el inicio del conflicto. Y en cuatro millones los desplazados por los combates que en aquel momento tenían lugar en Sudán, Chad y República Centroafricana. “Necesitan ayuda urgente”, subrayó Ban Ki-moon. A continuación calificó de “lamentable” que El Bechir hubiera rechazado el despliegue de una “fuerza híbrida” de la UA y la ONU, cuya misión sería detener las hostilidades en la región, y cuya creación hacía apenas semanas había aprobado el Consejo de Seguridad. El despliegue formaba parte de un plan ambicioso que incluía el destacamento en los países vecinos de un contingente de la UE asimismo bajo la autoridad de la ONU. “El Gobierno sudanés debía haber aceptado nuestra propuesta, que permitiría avanzar en la resolución de la catástrofe” se lamentó el nuevo jefe de la diplomacia global. Pese a que había sido adoptado por el órgano de decisión de las Na­cio­nes Unidas, el envío de la misión debía tener, para hacerse efectivo, la autorización del presidente sudanés. Y así se lo había expuesto Ban Ki-moon en una carta personal a El Bechir. Pero el presidente sudanés había rechazado el proyecto con buenas palabras. El recién nombrado secretario general de la ONU se disponía a emprender una visita a Oriente Medio que incluía una escala en Riad para asistir como invitado especial a una cumbre de la Liga Árabe, y donde esperaba reunirse con El Bechir a fin de tratar de convencerle de que aceptara el despliegue. En vísperas del viaje los entrevistadores no creían que el presidente sudanés tuviera razones de peso —a excepción de las de orden estrictamente moral— para ceder.
La evolución sobre el terreno y la sucesión de mediaciones, negociaciones y soluciones inconclusas habían fortalecido en los últimos cuatro años la posición del Régimen de Jartum. Los bombardeos de las fuerzas gubernamentales en apoyo de las operaciones de los janjaweed habían frenado en seco a los grupos rebeldes, que acabaron por implosionar. La semilla de la discordia había crecido hasta florecer en esporas con el fracaso político del proceso de paz de Abuja. Darfur iniciaba un proceso de “somalización”. El MLS y el MJE se habían revelado como muñecas rusas, cada división en su seno había conducido a una nueva. Las dos organizaciones insurrectas se habían escindido en una veintena de grupúsculos, en ocasiones compuestos por 200 ó 300 hombres dedicados a la rapiña como medio de vida. Minni Minnawi y su facción del MLS se habían pasado a las filas gubernamentales, desde las que combatían a sus antiguos compañeros de rebelión. Sobre el papel, Abdulwahid el Nur seguía siendo el líder del resto de ese movimiento, pero residía en París y carecía de autoridad real sobre los comandantes fur, cada uno de los cuales había formado su propia cuadrilla guerrillera. Los principales eran Khamis Abdalah Abakar, cuyo grupo se había apropiado de la denominación de origen y se hacía llamar simplemente el MLS, y Abdalah Yahya, que había fundado el MLS-Sector Unidad. El mismo fenómeno se producía en el MJE de Khalil Ibrahim. La organización de inspiración integrista islámica se había dividido, entre otras, en la sección Azraq, por el nombre de su líder, Mohamed Idriss Azraq, y en la conocida como Dirección Colectiva, dirigida por Bahar Idriss Garda. También habían nacido organizaciones sin vinculación previa con el MLS o el MJE, como la Alianza Democrática Federal de Sudán (ADFS), de Ahmed Ibrahim Diraige. La primicia era que las tribus árabes empezaban a articular partidas rebeldes entre las que los clanes africanos habían perdido el monopolio. El autodenominado Frente de Fuerzas Revolucionarias Democráticas (FFRD) proclamaba que defendía a los baggara de los excesos del régimen. Su líder, Salah Abderahman Abu Surrah, reconocía haber admitido en sus filas a algunos janjaweed con el propósito de “debilitar” a las fuerzas gubernamentales. La proliferación de los grupos sublevados había sido aprovechada por Musa Hilal para afianzar su presencia en los círculos de poder en Jartum, donde terminaría siendo nombrado consejero del Gobierno en pago por sus servicios prestados. El Bechir aseguraba que el líder de los “jinetes del infierno” había contribuido a “la paz y la estabilidad” en Darfur. “Las acusaciones en su contra son falsas —afirmaba el presidente sudanés, y apostillaba—, francamente, no las creemos.”
En el exterior, El Bechir tampoco tenía en apariencia los flancos al descubierto. Las denuncias de genocidio se multiplicaban en paralelo a su esterilidad. El Parlamento Europeo había aprobado en 2005 con 566 votos a favor por seis en contra una declaración en la que establecía que Darfur era el marco de “lo que equivaldría a un genocidio”, sin que la alambicada unanimidad en el diagnóstico se hubiera traducido en acciones inmediatas del ejecutivo de la UE, la Comisión de Bruselas. Y la Administración de Bush seguía catalogando de “genocidio” el drama del oeste sudanés, pero la cooperación de Jartum en la lucha contra el extremismo islámico continuaba siendo su prioridad. Dos años después de que en 2005 Gosh hubiera garantizado en Washington la colaboración sudanesa contra Al Qaeda, el Departamento Norteamericano de Estado publicó un informe en el que reconocía a Sudán como un “socio seguro en la lucha contra el terror”. “El Gobierno sudanés persigue de manera agresiva todas las amenazas contra los intereses estadounidenses”, se precisaba en el documento, elaborado durante el ejercicio de la sucesora de Powell, Condoleezza Rice. En el informe se advertía de que pese al llamamiento de Bin Laden para que los musulmanes protegieran Darfur de los “intentos de colonización” occidentales, “en la región no hay indicios de la presencia de Al Qaeda”. La obsesión por perseguir a los acólitos del multimillonario y disidente saudí salvaguardaba a Sudán de la cólera de Estados Unidos. Y daba vía libre a que prosiguiera el desastre en Darfur.
Aunque no había indicios de que la gestión de Ban Ki-moon con El Bechir pudiera dar fruto, saltó la sorpresa. Tras la reunión de ambos, el presidente sudanés aceptó el envío a Darfur de “la misión híbrida” de la ONU y la UA. Pero no fue el diplomático coreano quien había obrado el milagro, que debía ser atribuido al presidente chino, Hu Jintao.
Poco antes de que Ban Ki-moon y El Bechir se vieran las caras, Hu Jintao había viajado a Jartum. Y la recepción que tuvo fue muy diferente a la que habían merecido en 2004 Kofi Annan y Colin Powell. “Bienvenido, Hu Jintao. Bienvenido a Sudán”, se leía en las pancartas que en febrero de 2007 jalonaban las calles de la capital sudanesa. La visita tenía como objetivo oficial estrechar las relaciones económicas entre Sudán y China, en particular en el sector petrolero. Según dijo a la agencia Reuters un miembro de la delegación china, Hu Jintao no dejó de recordar, sin embargo, a El Bechir la necesidad de “solucionar el problema del oeste de su país”. El súbito interés del gigante chino por resolver la crisis se debía a un motivo que pocos podían sospechar. Pekín se preparaba para acoger los Juegos Olímpicos en el verano de 2008, una convocatoria en la que China arriesgaba su prestigio ante el mundo. Y un grupo de artistas norteamericanos con predicamento universal, en el que se encontraban George Clooney, Mia Farrow y Steven Spielberg, había amenazado con emprender una campaña de boicot a los Juegos si China no tomaba medidas para que Sudán pusiera fin al drama de Darfur. Clooney se había distinguido por respaldar en televisión las iniciativas humanitarias de las ONG; Farrow se había quedado horrorizada por lo que había visto en un viaje a la región en calidad de embajadora de buena voluntad de la ONU; Spielberg era asesor artístico de los Juegos Olímpicos y había escrito una misiva a Hu Jintao en la que le pedía que usara su influencia para “acabar con el sufrimiento humano” en el oeste sudanés. La cesión de El Bechir ante la presión se percibió después de que un enviado especial chino, Zhai Jun, se desplazara a Jartum en abril y anunciara que “hemos sugerido a los sudaneses que se muestren flexibles en el envío de la misión decidida por las Naciones Unidas”. A los dos meses, era El Bechir quien escribía en junio a Ban Ki-moon aceptando el operativo conjunto ONU-UA; un puñado de estrellas de Hollywood había podido más que el liderazgo político mundial.
Ban Ki-moon y El Bechir acordaron que los miembros de la fuerza de la ONU y la UA tendrían potestad de “cascos azules”. Pero el presidente sudanés exigió que el contingente estuviera integrado sólo por soldados militares africanos aunque actuaran bajo el mandato de las Naciones Unidas; tenía motivos. Para entonces, las milicias gubernamentales y rebeldes habían matado a dieciséis soldados de la misión de la UA, que se mostraba incapaz de controlar la situación. Los janjaweed habían asesinado en su última matanza a 400 personas en la frontera entre Chad y Sudán, los campamentos de refugiados se habían convertido en campos de concentración donde los carceleros eran las tropas chadianas y sudanesas, el Ejército de Jartum había pintado sus aviones con el anagrama de la ONU cuando lo que hacía era transportar armas, 50 convoyes de auxilio habían sufrido robos y asaltos. Y se daban circunstancias inauditas. La mayor parte de los 7.000 integrantes del contingente africano eran ruandeses. Y su comandante, el general Karenzi Karake, estaba acusado de haber participado en el genocidio de 1994 en su país. Ruanda pretendía que Karake fuera el “número dos” de la misión que una docena de años después atajaría otro “genocidio”.
El despliegue de la “fuerza híbrida” de la ONU y la UA estaba anunciada para el 1 de enero de 2008. Llegó esa fecha y de los 26.000 integrantes previstos en la misión sólo una presencia testimonial era operativa en El Fasher debido a las maniobras de divertimento del Régimen sudanés. El panorama seguía degradándose en Darfur, pero el foco de atención se trasladó de nuevo a Wadai. Jartum acusó a Yamena de la muerte de diecisiete soldados sudaneses en una incursión de tropas chadianas. Y se reservó la opción de una represalia militar. La llevaría a cabo a través de Mahamat Nouri, ministro de Defensa del Gobierno de Deby que había desertado para unirse a los rebeldes zaghawa del este de su país. Con Nouri al frente, y el apoyo logístico sudanés desde Darfur, 3.000 guerrilleros chadianos cubrirían la ruta de siempre; partieron de Wadai con destino a Yamena, donde el 3 de febrero cercaron el palacio presidencial con Deby en su interior. Éste pidió el auxilio de los 1.500 franceses destacados en la capital chadiana, y el nuevo presidente de la República en París, Nicolas Sarkozy, no abrió la boca aunque, tras 48 horas de suspense, los soldados franceses se unieron finalmente a la guardia del presidente chadiano, y los rebeldes tuvieron que abandonar el asedio. Parte del fracaso de la tentativa se debió también a un alto el fuego que Gadafi obtuvo de los rebeldes y permitió que Deby reagrupara sus tropas. El intento golpista fue más mortífero que el amago de magnicidio de 2006, un centenar de cadáveres sembraban las calles de Yamena cuando los rebeldes regresaron al este chadiano. El precio que pagó Deby por la ayuda francesa fue el anuncio de que estaba dispuesto a perdonar a los seis cooperantes galos del Arca de Zoe co...

Índice

  1. La casa de los fur
  2. Darfur en el Sudán independiente
  3. La guerra
  4. Los protagonistas
  5. Espectadores, cómplices, vecinos
  6. Mediaciones, negociaciones, soluciones inconclusas
  7. Las coordenadas del desastre, un lustro después
  8. Mapas
  9. Table of Content