Los primeros homininos. Paleontología humana
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La evolución humana, lejos de ser un proceso lineal y simple, es un complejo entramado del que han surgido múltiples géneros, especies y formas de relacionarse con la naturaleza. Tras más de un siglo de trabajo de campo y laboratorio, hoy disponemos de un respetable registro de fósiles que nos permiten indagar, aunque con carencias, el curso de nuestra evolución. La paleontología humana aporta a este conocimiento un caudal de pruebas empíricas con las que tratamos de reconstruir las pautas y procesos que nos han modelado. Y entre estos, el origen y la diversidad de los primeros homininos constituyen uno de los temas más apasionantes de abordar porque nos ayudan a entender cómo se han configurado las bases de nuestra anatomía. Desde este libro, queremos mostrar un ensayo de superación de este modelo lineal y abrirnos a esquemas en los que la ramificación y la diversidad sean la base de nuestra ordenación de los procesos de la naturaleza.

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Información

Año
2016
ISBN
9788490970416

CAPÍTULO 1

Introducción al mundo de los fósiles humanos





En un principio, los primeros estudiosos del fenómeno evolutivo tales como Jean-Baptiste Lamarck, Thomas Huxley, Charles Darwin, Ernst Haeckel y otros muchos apenas disponían de registro fósil de los antepasados humanos con el que documentar y deducir los cambios. Buena parte de sus formulaciones y predicciones (algunas de un alcance extraordinario) procedían del estudio de la anatomía comparada y biogeografía de los primates actuales, así como de la extensión lógica de principios y generalizaciones derivadas de la embriología, la anatomía y la distribución geográfica de otros grupos de animales. Con el paso de los años se fueron desenterrando pruebas que ayudaron a modelar hipótesis y teorías sobre nuestra evolución.
Aunque ni mucho menos de manera lineal, en términos generales el registro fósil humano se ha ido completando en relación inversa a la antigüedad de los restos. Así, los primeros fósiles humanos descubiertos en el siglo XIX corresponden a neandertales y cromañones, con una antigüedad del orden de los 30.000-40.000 años. Poco después, Eugene Dubois encuentra en 1891 restos antiguos de Homo en Java, cuyos representantes más primitivos hacen acto de presencia en la década de los sesenta-setenta del siglo XX. Previamente, Raimon Dart abre la época de los Australopithecus (del griego pithekos, perteneciente a mono o simio) en 1925, y será en el inicio del tercer milenio cuando se destape la posibilidad de encontrar fósiles humanos de edad miocena. Ha sido en las últimas tres décadas cuando el registro fósil humano ha aumentado de forma exponencial. El interés creciente de la sociedad occidental por saber más de ciencia, una mejor financiación (a veces), el aprendizaje del dónde y cómo encontrar restos humanos antiguos y el hallazgo de nuevas áreas fosilíferas redunda en el gran incremento cuantitativo y cualitativo en el conocimiento de nuestra evolución adquirido en las últimas décadas.
El descubrimiento de homininos muy antiguos de más de cinco millones de años (ma) (géneros Sahelanthropus, Ardipihecus y Orrorin), algunos desbordando incluso el ámbito geográfico del este de África, feudo hasta ese momento del origen humano; la descripción de nuevas especies del género Australopithecus (Au. garhi, Au. anamensis, Au. sediba, Au. deyiremeda); la influencia de los descubrimientos de Atapuerca (España) y Dmanisi (Georgia); las nuevas especies de Homo (H. floresiensis) junto al impacto de la paleogenética, con el genoma neandertal y el hallazgo del linaje de los denisovanos, son algunos ejemplos de una mejora extraordinaria en la documentación fósil de la evolución humana. En este libro trataremos de desentrañar el significado de estas evidencias del pasado y sus contextos paleontológicos, así como el sentido de su posición espacio-temporal. Con este fin elegimos para este texto una organización sencilla: seguiremos la línea del tiempo. De lo más antiguo a lo más moderno. Podríamos haber buscado otras formas de organizar los datos, atendiendo a diferentes variables biológicas; por ejemplo, la evolución del cuerpo, la evolución del ciclo biológico, la del incremento del cerebro y sus implicaciones, u otras. Sin embargo, seguiremos la línea del tiempo con el fin de dotar al texto cierta independencia en la lectura de los diferentes capítulos, según el interés circunstancial del lector.


Paleontología
La paleontología es la ciencia de los fósiles. Consecuentemente, la paleontología humana es la ciencia de los fósiles humanos. No es inmediato, sin embargo, poner un límite a lo que consideramos un fósil humano. Un posible umbral corresponde a los restos de los descendientes, por el lado humano, del último antepasado común que compartimos con el chimpancé. Aunque válido, resulta difícil excluir a los fósiles de los hominoideos que están en la ascendencia de los grandes monos antropomorfos (gorila, chimpancé común, bonobo y orangután). Así, en una visión más completa, se incluyen en el ámbito de la paleontología humana a los fósiles de la superfamilia Hominoidea. Con su estudio nos adentramos en el conocimiento de los cambios y los procesos que han modelado el árbol evolutivo de un grupo de primates hominoideos de tamaño grande, de una de cuyas ramas —los homínidos— hemos surgido nosotros.
La paleontología humana también se denomina paleoantropología, en alusión a la vertiente paleontológica de la antropología biológica. En torno a esta disciplina se articula un ambicioso programa de investigación multidisciplinar que trata de construir un modelo coherente de nuestra evolución. Responde, en definitiva, al legado socrático del conócete a ti mismo por la vía de la historia evolutiva y el registro fósil. Dicho esto, conviene resaltar que el estudio de la evolución humana es un ámbito científico aún más amplio. La investigación de los procesos y patrones de nuestra evolución requiere del concurso de un buen número de disciplinas: desde la anatomía comparada, la embriología, la genética, la psicología y sociología, arqueología y etnografía, la medicina evolutiva, y, me atrevería a decir, casi cualquier disciplina de conocimiento. Al fin y a la postre todo lo que somos emerge de un proceso natural, y todas y cada una de las manifestaciones de la vida humana tienen una raíz evolutiva. De este modo, el conocimiento aislado de cada disciplina redunda en el conocimiento de nuestra naturaleza y, por ende, de nuestra evolución. Por todo esto, aunque muchos autores no hacen distinción, en rigor, no es estrictamente el mismo objeto de estudio la evolución humana que la paleontología humana.
La paleontología es la guardiana del tiempo. Y como tal, contiene el acceso a una dimensión de la naturaleza orgánica que escapa completamente a la vivencia humana. Me refiero al tiempo geológico: ese tiempo inmenso más allá de nuestra percepción. Un ejemplo: resulta fácil decir un millón de años, pero es mucho más difícil dimensionar lo que esto significa. La existencia del ser humano está inserta al menos en tres escalas históricas: 1) la propia vida, desde que naces hasta que mueres: la ontogenia. La historia de nuestra individualidad que medimos en décadas; 2) la historia cultural de la civilización a la que perteneces y la de otras afines. Esta escala se mide entre cientos y escasos miles de años. Por ejemplo, el nacimiento de Cristo, la fecha de la Revolución francesa, el inicio y final del Imperio romano o el origen de la escritura; 3) y la historia evolutiva (o acaso historias)1. La que hace alusión a la génesis de las especies y la posición en el árbol de la vida: la filogenia. La historia de la formación de nuestro grupo zoológico; la que define nuestra naturaleza de primates inteligentes y que se desarrolla en el curso de cientos de miles o millones de años. Aunque las tres historias están entrelazadas, es en esta última escala en la que nos moveremos.
La paleontología es, asimismo, un inmenso reservorio de biodiversidad. Me explico. La diversidad biológica actual es solo una pequeña porción de lo que ha existido en la historia de la Tierra. Los organismos que viven hoy en nuestro planeta son tan solo una pequeña representación de todos los tipos de animales, plantas, hongos, protistas, bacterias y otros, que han vivido en el pasado. La paleontología es la disciplina que nos da acceso a esa amplísima gama de seres vivos que desborda con mucho lo que hoy podemos observar. Por eso, limitarse a entender el mundo solo a través del presente es, además de una limitación intelectual, motivo de graves errores de interpretación. Veremos un bonito ejemplo de esto en la diversidad de los hominoideos durante el Mioceno y su significado para entender nuestra evolución. Hoy sabemos que los grandes simios actuales no son sino un relicto de lo que existió.


Las evidencias: los fósiles humanos
Una definición sencilla y acertada de lo que son los fósiles se concreta diciendo que son los restos y señales de los organismos del pasado2. En el caso humano, sin embargo, esta definición general exige algún matiz. El componente orgánico del enunciado, es decir, el que alude a los restos, encaja sin problema en nuestra disciplina. Los restos son en nuestro caso fundamentalmente los dientes y los huesos de los organismos humanos del pasado. Sin embargo, el componente señales necesita cierta aclaración previa, ya que encontramos dos aspectos bien diferenciados en el caso de la paleoantropología. Por un lado, tenemos las señales típicas de actividad, similares a las de otros organismos, tales como las huellas de pisadas —recordemos las famosas de Laetoli— o los coprolitos (heces fosilizadas). Por otro lado, tenemos otro tipo de señales de actividad exclusivas al caso humano, mediatizadas por un componente cultural. Es decir, las señales dejadas por el uso de utensilios. Así como un carnívoro deja sobre los huesos de sus presas las marcas de sus dientes al morder, los humanos dejamos las marcas de nuestros dientes culturales: las herramientas. Quizá el ejemplo más claro y extendido sean las mar­­cas dejadas por los cuchillos de piedra al descuartizar los animales cazados: las llamadas marcas de corte (hablaremos de ellas en el capítulo 8). Este y otros tipos de señales han adquirido tal relevancia en la comprensión de la evolución humana que su estudio se ha convertido en una disciplina distinta llamada zooarqueología. Las señales de mordeduras humanas sobre huesos sí serían, según nuestra definición, una señal estrictamente paleontológica, pero su contexto de estudio, casi siempre en el ámbito de los modos de subsistencia, los incluye también en la mencionada disciplina.
Las cualidades intrínsecas de los fósiles son: su edad (cronología), su localización geográfica, su forma y composición original (derivada del proceso constitutivo del organismo vivo del que procede el elemento) y su historia tafonómica (el proceso de formación del fósil en sí). De estos aspectos se deriva un amplio espectro de información que abarca diferentes subdisciplinas y ámbitos técnicos. Algunos ejemplos incluyen los trabajos de campo y excavación; el estudio de la anatomía comparada y anatomía funcional; el empleo de sofisticadas tecnologías de análisis de imagen (microtomografía y sincrotrón); el análisis del contenido en isótopos estables; las técnicas de morfometría geométrica; la paleogenética, y un largo etcétera. Hoy en día, la paleoantropología es en realidad un oficio multidisciplinar en el que se conjugan múltiples áreas de conocimiento de las ciencias de la vida y de la Tierra. Como ejemplo, la moderna y potente paleogenética forma parte de la paleoantropología, tanto por sus objetivos como por el hecho de que estudia restos de organismos. Las secuencias de ADN conservadas en los restos son moléculas fósiles de organismos del pasado. Sus métodos de estudio difieren, eso sí, grandemente de las técnicas clásicas de la paleontología.
En este último contexto, el trabajo de campo —localización de yacimientos y excavación— es muy importante para un paleoantropólogo porque contextualiza el valor de sus objetos de estudio. De cara a un profesional, un fósil humano dice muy poco fuera de su contexto estratigráfico, cronológico y paleoecológico. Quizá pueda servir de fetiche para conservar en una vitrina o una caja fuerte, pero el potencial científico de un fósil sin contexto está muy devaluado. Por eso, el trabajo de campo ajusta las pruebas de la evolución humana (los fósiles) a un contexto geológico (los sedimentos y el registro estratigráfico) y a su relación espacial y material con otros restos (paleoecosistemas); e incluso el componente emocional de los hallazgos. El campo dota de las circunstancias concretas y subjetivas del momento y lugar del hecho del descubrimiento; la conciencia directa de lo fortuito frente a lo metódico; la vivencia del trabajo en equipo que desemboca en la recuperación de nuevos testigos de la evolución. En definitiva, la experiencia del campo dota al profesional de una forma más ajustada de ponderar el valor y el alcance de las evidencias.
En cierta contraposición a esto encontramos a los paleoantropólogos de gabinete. Aquellas personas que solo co­­nocen los fósiles conservados en los museos o a través de pu­­blicaciones, sin haber tenido la ocasión o el empeño de participar personalmente en la extracción de los mismos. El extremo de esta situación lo encontramos más modernamente en los que el contacto con el registro histórico de la evolución se establece solo a través de modelos de ordenador, con el uso de las técnicas de realidad virtual, donde encontramos a los estudiosos de materiales in silico. A mi juicio este extremo representa un error. Aparte de disquisiciones filosóficas, hay un hecho empírico fundamental. En muchas ocasiones los fósiles son fragmentarios, presentan ciertos grados de deformación o han sido parcialmente reconstruidos en el pasado. Es a través de la observación directa de los originales (y/o buenas descripciones de los mismos) cuando se pueden evaluar estas condiciones. Es de justicia decir que la gran mayoría de nosotros combina estas tres facetas del estudio en diferentes dosis, siendo escasos los extremos de cada una de ellas, aunque los hay. Y desde luego, huelga decir que desde cada una de estas perspectivas se han realizado aportaciones fundamentales para el desarrollo de la paleoantropología.
Y un toque sociológico. Escribían Stephen J. Gould y David Pilbean en un artículo publicado en la revista Science en 1982 que la paleoantropología comparte con otras dos disciplinas, la teología y la exobiología, un rasgo muy singular: hay más estudiosos que objetos de estudio. Y así es. Somos muchos los estudiosos y escasos los fósiles, circunstancia que añade una dimensión personalista indisociable de esta disciplina, que a pinceladas sueltas también tocaremos a lo largo del libro.


La naturaleza histórica del cuerpo humano
El cuerpo del animal humano es una entidad física compleja e increíblemente heterogénea. Los fósiles son una representación parcial de lo que en su día fue el cuerpo de un animal. Por debajo de la piel, nuestro organismo se compone de infinidad de estructuras y subestructuras dispuestas en un orden a veces intrincado; encontramos variaciones en la topografía, en la composición y en la organización celular. Siglos de estudio han permitido discernir desde la organización anatómica más básica, con la división del cuerpo en cabeza, tronco y extremidades, hasta el más sutil de los relieves de un hueso, recogida en los libros de anatomía en una jerga casi infinita de términos anatómicos. Curiosamente, la anatomía vincula a médicos y a paleoantropólogos. Así como algunos médicos se adentraron en el estudio de los fósiles, los departamentos de anatomía de las facultades de medicina están siendo un refugio profesional de paleontólogos humanos en las últimas décadas.
Los paleoantropólogos usamos los términos anatómicos, y a veces los creamos, llegando a precisiones y detalles increíbles. Cuando nuestra lupa de observación se detiene en diferencias cada vez más sutiles (pensemos, por ejemplo, en las diferencias entre especies filogenéticamente muy próximas), la descripción de los cambios implica el nombrar un elevado número de accidentes anatómicos, agudizado por el intento de extraer el máximo de información de restos, en ocasiones muy fragmentarios. La consecuencia es que para documentar un cambio evolutivo nos vemos obligados a descender al mínimo detalle anatómico. Me gustaría evitar tal circunstancia en este libro para no aburrir al lector y mantenernos en un plano anatómico general en el intento de no perder precisión. Con este fin, una buena guía puede ser seguir a Bernard Wood y Mark Collard e identificar para cada etapa evolutiva, grupo o especie las siguientes s...

Índice

  1. Prólogo
  2. Capítulo 1. Introducción al mundo de los fósiles humanos
  3. Capítulo 2. La posición del hombre en el árbol de la vida
  4. Capítulo 3. El antepasado común de humanos y chimpancés (géneros ‘Homo’ y ‘Pan’)
  5. Capítulo 4. Los simios del Mioceno
  6. Capítulo 5. Manos liberadas y postura erguida. Primeras evidencias
  7. Capítulo 6. Los australopitecinos: ¿cuántos, dónde, quiénes?
  8. Capítulo 7. El género ‘Paranthropus’
  9. Capítulo 8. Las formas de transición
  10. Epílogo
  11. Glosario
  12. Bibliografía
  13. Notas