Desde siempre, desde que comenzaron a cobrar vida, desde mucho antes de que recibieran sus nombres, cuando eran tan parecidas que no podían distinguirse y cuando cada una de ellas trató de adquirir su propia identidad, la ciencia y la filosofía han transitado senderos cercanos. Muchas veces se miraron con afecto, en otras ocasiones con desconfianza. Pero nunca se perdieron de vista. No es de extrañar, entonces, que las ideas que conmocionaron en los últimos dos siglos la imagen del mundo físico, la comprensión de la naturaleza de las verdades matemáticas, la concepción de los seres vivos y la apreciación de la sociedad se proyectaran en las reflexiones de los filósofos hasta convertir el conocimiento científico en el centro principal del interés de una corriente de pensamiento que se difundió rápidamente en varios países de Europa y los Estados Unidos. Durante las primeras décadas del siglo XX, iluminada por los recientes desarrollos de la lógica matemática y la revolución que replanteaba los cimientos de la física, la filosofía de la ciencia recibió un impulso formidable cuyos efectos no han presentado aún signos de agotamiento. Estas circunstancias constituyen, sin duda, una referencia insoslayable para comprender muchos de los debates que hoy agitan la labor de los científicos sociales.
En efecto, las diversas posiciones surgidas en el campo de la filosofía de las ciencias sociales durante nuestra época se han desarrollado, en buena medida, sobre el telón de fondo desplegado por algunas concepciones ya clásicas en las discusiones epistemológicas. En ciertos casos, para enfrentar la legitimidad de sus tesis, en otros, para usarlas como fundamento de las ideas propias. Sea que se trate del empirismo lógico, del falsacionismo de Popper o de la filosofía histórica de la ciencia propugnada por Thomas Kuhn, estas doctrinas, o al menos los conceptos que introdujeron, se hallan presentes explícita o implícitamente en el horizonte de los debates acerca de los rasgos epistémicos de las ciencias sociales. Y es precisamente en este juego de coincidencias y desacuerdos, aproximaciones y distanciamientos respecto de aquellas corrientes, donde adquieren relieve una serie de cuestiones y problemas relacionados con la naturaleza del conocimiento social, los métodos apropiados para alcanzarlo y la justificación misma de los logros obtenidos. Por ese motivo, antes de considerar estas cuestiones específicas, resultará oportuno recordar brevemente algunos de los principales lineamientos que caracterizan la filosofía de la ciencia contemporánea.
1. La doctrina del Empirismo Lógico
Durante la primera mitad del siglo XX, el análisis filosófico estuvo fuertemente influido por las ideas del Empirismo Lógico. Con esta denominación se alude a un numeroso conjunto de autores cuyos aportes exhiben una orientación similar –lo que podríamos llamar un programa de investigación filosófica– pero de ninguna manera una doctrina uniforme. En el curso de las discusiones que emprendieron, a menudo mantenían importantes diferencias y también, como resultado de ese intercambio y de la profundización de los análisis, algunas de sus opiniones sufrieron variaciones significativas. Por estas razones, el nombre “Empirismo Lógico”, así como también la expresión “Positivismo Lógico”, que se ha utilizado con un significado parecido, entraña una considerable vaguedad.
De todos modos, nadie negaría que la manifestación más representativa del empirismo lógico fue la actividad desplegada por los miembros del Círculo de Viena, un movimiento conformado a partir de 1922, cuando Moritz Schlick llegó a la capital de Austria para hacerse cargo de la cátedra de Filosofía de las Ciencias Inductivas. El grupo liderado por Schlick acogió en su seno un conjunto de científicos y filósofos, como Herbert Feigl, Friedrich Waismann, Philipp Frank, Kurt Gödel, Hans Hahn, Rudolf Carnap y Otto Neurath; y en pocos años contó con simpatizantes en varios países.
El ideario del Círculo de Viena estuvo orientado hacia la elaboración de una concepción filosófica arraigada en los desarrollos de la ciencia y expurgada de todo componente metafísico. Enfrentados a las doctrinas del idealismo alemán y a cualquier otra tendencia que consideraran opuesta al desarrollo científico y el progreso social, recogieron fundamentalmente los aportes del empirismo clásico y los avances alcanzados en el área de la lógica y de la matemática cristalizados en los Principia Matemática de Russell y Whitehead. La convergencia de estas dos vertientes de pensamiento dio origen a una particular concepción de la ciencia cuya influencia se extendió hasta la década del 60.
En el siglo XVIII, Kant había llegado a la conclusión de que la matemática y la física proporcionaban conocimientos universalmente válidos y definitivos. La aritmética, la geometría euclidiana y la mecánica newtoniana jamás se verían amenazadas porque se fundaban en juicios sintéticos a priori, es decir, proposiciones que informan acerca de ciertos rasgos inmutables de los objetos de conocimiento. Aunque es imposible saber cómo son las cosas en sí mismas –pensaba Kant– porque el sujeto humano sólo puede acceder a ellas a través de sus propias estructuras cognitivas, estas últimas garantizan la invariabilidad de ciertos aspectos de las percepciones. Así, los postulados de la geometría clásica establecen que cualquier figura concebible deberá cumplir con determinadas condiciones, por ejemplo, que por un punto exterior a una recta sólo puede pasar una única paralela.
Pero, posteriormente, los matemáticos probaron que podían postularse otras geometrías alternativas no menos coherentes que la de Euclides; asimismo, Frege, Russell y Whitehead sostuvieron que los axiomas de la aritmética podían entenderse como verdades lógicas. Por otra parte, la Teoría de la Relatividad propuesta por Einstein destronó a la física newtoniana. En consecuencia, la teoría del conocimiento elaborada por Kant, cuyo eje era la existencia de juicios sintéticos a priori, apareció seriamente cuestionada. Y por ese motivo, los empiristas lógicos trazaron una tajante distinción entre las ciencias formales –la lógica y la matemática– por un lado y las ciencias fácticas, tanto las naturales como las sociales, por el otro. Los enunciados de la lógica y las matemáticas puras, incluidos los sistemas geométricos, son verdades conocidas a priori, pero de naturaleza analítica, y por consiguiente carecen de todo contenido descriptivo, no dicen nada acerca del mundo físico. Por el contrario, las hipótesis de todas las ciencias fácticas son sintéticas; brindan información sobre la realidad natural y el comportamiento humano, pero se trata de enunciados cuya verdad sólo podría establecerse a posteriori, es decir, por medio de la experiencia sensible. Y como todo conocimiento auténtico pertenece a una de esas dos clases, las creencias metafísicas, por cuanto no son enunciados analíticos ni pueden verificarse por medio de la observación, carecen de cualquier tipo de legitimidad. La filosofía, entonces, debe abandonar la pretensión de develar una presunta realidad trascendente y concentrarse en una suerte de análisis lógico del conocimiento científico.
En sus comienzos, pues, el Empirismo Lógico mantuvo la convicción de que todo auténtico conocimiento debe ser verificable, idea que quedó reflejada en la formulación del célebre criterio positivista del significado: el significado de una oración reside en su método de verificación. El criterio constituyó no sólo un principio para independizar la ciencia de la metafísica sino que marcó, además, los límites de toda significación cognitiva: los únicos enunciados con sentido cognoscitivo serían aquellos que, o bien fueran enunciados analíticos, o bien enunciados sintéticos que describieran la experiencia directa. Naturalmente, formulado de este modo, no sólo quedan privadas de significado las doctrinas metafísicas sino también las hipótesis teóricas de las ciencias naturales. En efecto, las expresiones de la mecánica newtoniana o de la física de Einstein, por caso, no mencionan entidades de la experiencia directa. Así, el criterio verificacionista debía entenderse en una forma más débil, que fue recogida en sus formulaciones posteriores a partir de la distinción entre enunciados teóricos y enunciados observacionales. Los primeros incluyen términos que aluden a entidades, procesos, propiedades o relaciones no observables a través de los sentidos desnudos, como “electrón” o “status social”. Los enunciados observacionales, en cambio, son aquellos cuyos términos descriptivos refieren a circunstancias que se presentan a la observación directa.
Las versiones iniciales que adoptó el criterio verificacionista procuraban la definición explícita de cada término teórico a partir de términos observacionales. Sin embargo, la imposibilidad de definir todos los términos teóricos de ese modo llevó a sucesivas modificaciones que condujeron a una formulación más flexible. La exigencia de la traducción término a término fue reemplazada, entonces, por la idea de que las teorías de las ciencias fácticas son sistemas de hipótesis organizados de tal modo que es posible deducir a partir de ellas, y con el auxilio de ciertas reglas que conectan los enunciados teóricos con los observacionales, otros enunciados que pueden contrastarse por medio de la experiencia directa. Así, la existencia de consecuencias observacionales capaces de confirmarlas o refutarlas permite distinguir las teorías científicas de las especulaciones metafísicas y al mismo tiempo reconoce un significado a los términos teóricos.
Pero al rechazar la posibilidad de que las teorías propias de las ciencias fácticas contaran con algún tipo de justificación a priori, los empiristas lógicos debieron enfrentarse a la falibilidad del conocimiento científico. Después de todo, aun las teorías más sólidamente establecidas pueden resultar falsas, y ello es lo que había ocurrido, de hecho, con un gran número de creencias que habían gozado de aceptación general durante mucho tiempo. Pero eso no significa que no exista criterio alguno para decidir qué teorías merecen ser conservadas. El criterio debía ser proporcionado por una lógica inductiva, es decir, un conjunto de reglas que permitieran evaluar en qué medida las hipótesis encuentran apoyo en las evidencias observables.
El modelo más corriente de inferencia inductiva es el que nos lleva a generalizar las situaciones que se han repetido sin excepciones. No dudamos de que la madera es combustible o de que el corcho flota en el agua, sencillamente porque hasta ahora nunca se ha observado que ocurra lo contrario, y así hemos adquirido la mayoría de nuestras creencias. Pero las hipótesis que contienen términos teóricos no pueden presentarse como simples generalizaciones de casos observados: nadie puede concluir, por ejemplo, que los átomos de hidrógeno contienen un solo electrón invocando haber visto muchos de ellos. Por este motivo, los empiristas lógicos se abocaron a la tarea de formular una lógica inductiva destinada a mostrar que los científicos utilizan procedimientos racionales cuando fundan sus hipótesis en elementos de juicio forzosamente incompletos e indirectos. Las predicciones exitosas, por ejemplo, no prueban que la teoría de la cual se han derivado sea verdadera, pero le brindan cierto grado de confirmación. Asimismo, el número de casos favorables y la variedad de situaciones consideradas son elementos que aumentan la probabilidad de las hipótesis universales.
De acuerdo con la concepción de los empiristas lógicos, entonces, el objetivo de la labor de los científicos es proponer sistemas de hipótesis capaces de dar cuenta de las regularidades observables y someterlas a contrastación empírica. Los procesos que llevan a imaginar una hipótesis, esto es, lo que se ha llamado el contexto de descubrimiento, incluye la intervención de factores psicológicos, condicionamientos culturales, intereses y toda una serie de circunstancias que no son susceptibles de un análisis lógico ni influyen en la validez científica de las hipótesis. Lo que sí resulta relevante desde el punto de vista epistemológico es el contexto de justificación, las razones que pueden invocarse para fundamentar la aceptación de las hipótesis. Atentos a este aspecto, los empiristas lógicos caracterizan la investigación científica como un proceso permanente de contrastaciones inductivas, de manera que el progreso científico se produce o bien por el abandono de hipótesis refutadas, o bien por la propuesta de teorías de mayor alcance y mejor confirmadas que explican los logros de las que se mantienen.
Es importante destacar que si bien presentaron una serie de dicotomías –tales como la distinción entre enunciados analíticos y sintéticos, contexto de descubrimiento y contexto de justificación, términos teóricos y términos observacionales– que después fueron objetadas por otros filósofos, esos conceptos no habían sido introducidos, en ningún caso, de una manera ingenua. El Círculo de Viena no fue un reducto dogmático, sus miembros mantenían profundas discusiones acerca de cuestiones de la mayor importancia para sus ideas y, como resultado, sus tesis sufrieron cambios considerables. Y fue justamente ese espíritu crítico el que hizo que su obra siguiera evolucionado aun después de que sus miembros se dispersaron. Para tomar sólo un ejemplo, no dejaron de reconocer que la distinción entre los términos teóricos y los observacionales presentaba aristas muy problemáticas. En varios escritos, y particularmente en Philosophical Foundation of Physics (1966), Carnap admite la naturaleza convencional y pragmática de la distinción teórico-observacional: no hay un límite preciso entre los términos observacionales y los términos teóricos –afirma– y es claro que la línea divisoria es un tanto arbitraria. Sin embargo, considera que desde el punto de vista práctico nadie dudaría de que palabras como “frío” o “azul” denotan propiedades observables mientras “corriente eléctrica” o “campo electromagnético” refieren a entidades que no pueden observarse de manera directa. Del mismo modo, la tan vapuleada idea de que no existen hechos puros, teóricamente independientes –izada como estandarte por la nueva filosofía de la ciencia surgida en la década del 60, como veremos más adelante– ya estaba presente en los textos de Carnap. En Truth and Confirmation (1949) había sostenido que las cuestiones ontológicas no dependen sólo de los hechos sino también de la estructura del lenguaje usado para describirlos. No obstante, a pesar de conceder que no puede hablarse de hechos puros, independientes de cualquier teoría, y tal como lo hizo a propósito de la distinción teórico-observacional, añade que la cuestión metodológica respecto de si un enunciado es confirmable o contrastable no se halla afectada irremediablemente por la simplificación que supone trazar una línea divisoria que separe los predicados teóricos de los observacionales.
Y en este mismo texto es posible hallar la propia tesis de la inconmensurabilidad de las teorías científicas. En efecto, Carnap afirma que al traducir un lenguaje a otro cuya estructura difiere en puntos esenciales respecto del primero, el contenido fáctico de una afirmación no puede preservarse sin cambio; considera, más específicamente, que muchas de las afirmaciones de la física moderna no pueden ser traducidas al lenguaje de la física clásica, simplemente porque los nuevos conceptos no pueden ser incluidos en razón de que presuponen una forma de lenguaje diferente.
Estos breves comentarios sugieren que algunas imágenes corrientes del pensamiento de los empiristas lógicos resultan parciales y deformadas, sobre todo a la luz que arrojan estudios recientes más cuidadosos. Y como algunas de esas versiones asumen también un cuestionamiento ideológico, no estará de más formular ciertas precisiones respecto de los compromisos políticos de los miembros del Círculo de Viena.
Suele atribuírseles una actitud de indiferencia hacia las cuestiones sociales, cuando no una posición reaccionaria; sin embargo, esta creencia manifiesta el desconocimiento de algunos aspectos importantes de la historia. Aunque Schlick prefería separar las cuestiones académicas de la acción política, los miembros del Círculo de Viena, en general, se identificaban con los principios que habían convertido al gobierno municipal de la capital de Austria en un emplazamiento socialista en medio de la creciente expansión del nazismo y la habían transformado en un centro de actividades de las corrientes de reforma social. Neurath, cuyos intereses privilegiaban las cuestiones sociales y económicas –aun cuando poseía amplios conocimientos científicos y literarios– adoptó las ideas de Marx y se comprometió notoriamente en los acontecimientos políticos. Su participación en el gobierno revolucionario que instauró una efímera república socialista en Bavaria la pagó con la cárcel y hasta con la acusación de alta traición. Varios miembros del Círculo veían en la democratización de la ciencia y la instrucción de la clase trabajadora un objetivo valioso y, consecuentemente, colaboraron en la implementación de programas para la educación de adultos. Carnap, por su parte, concebía sus ideas políticas en total coincidencia con las de Neurath: “En el Círculo, todos nosotros –afirma en su Autobiografía intelectual– estábamos fuertemente interesados en el progreso político y social”. Estos mismos compromisos quedaron expresados en el manifiesto del Círculo de Viena elaborado por Carnap, Hahn y Neurath. El escrito presentaba al Empirismo Lógico como la filosofía de la época, que ligaba la actitud empirista con la inclinación al socialismo. El ataque a la metafísica no respondía solamente a razones filosóficas, porque les preocupaba especialmente la legitimación del estado totalitario que se desprendía del idealismo poskantiano imperante en muchas universidades.
La valoración del conocimiento científico y el papel que los empiristas le asignaban en el progreso de la sociedad implicaban, naturalmente, que no podían dejar de ocuparse de la filosofía de las ciencias sociales. Por cierto, aspiraban a que esas disciplinas alcanzaran una jerarquía comparable con la de las ciencias naturales. Y así como se oponían a las pretensiones de alcanzar un conocimiento puramente especulativo del mundo natural, rechazaban los métodos de investigación basados en la comprensión empática o en cualquier otro procedimiento que identificara los estudios de la sociedad con “las ciencias del espíritu”. En consecuencia, sostenían que las hipótesis de las ciencias sociales deben contrastarse del mismo modo que las de las ciencias naturales, a través de sus consecuencias observacionales. Pero esto no significa que las ciencias sociales debieran renunciar al uso de sus conceptos específicos a favor del vocabulario de las ciencias naturales. Es así como Neurath, cuyos deseos de liberar la investigación científica de cualquier contaminación metafísica y construir una ciencia unificada quedan fuera de toda duda, señalaba explícitamente que no se trata de reducir las teorías sociológicas a un conjunto de leyes físicas; y no vacilaba en declarar que el marxismo contenía, más que ninguna otra escuela sociológica, un sistema de hipótesis empíricamente contrastables.
Pero las ideas de los empiristas lógicos no les resultaban tolerables a quienes se hicieron del poder en los países de habla alemana algunos años después de la Gran Guerra. En 1934, la asociación legal que nucleaba a los miembros del Circulo fue disuelta bajo la acusación de realizar actividades socialdemócratas, y aunque Schlick intentó conseguir autorización para fundar una nueva sociedad, sus esfuerzos resultaron vanos. Dos años más tarde fue asesinado en la escalinata de la Universidad de Viena por un estudiante, Johan Nelböck, que fue indultado por los nazis antes de terminar su condena. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, el Círculo de Viena había desaparecido, pero los miembros que sobrevivían se dirigieron a otros países y junto con otros filósofos de tendencias afines continuaron impulsando el progreso de la filosofía de la ciencia.