Los peligros de la lectura
De los peligros de la lectura nos habla el canto V del Infierno de la Divina comedia. Allí Dante se encuentra con Paolo y Francesca, los dos amantes condenados en la ciudad doliente por su pasión adúltera; y el poeta indaga compasivo por el origen de este “peligroso deseo” que los ha conducido a la muerte y a la aflicción eterna. Francesca, pálida y lacrimosa, rememora el día en que, por puro entretenimiento y sin “la menor sospecha”, leía junto a Paolo los amores de Lanzarote y la reina Ginebra. Absortos en el libro, un poco ya sin color el rostro, aliento contra aliento, se sorprendieron a sí mismos al llegar al pasaje en el que “la deseada sonrisa fue besada por tal amante”; entonces Paolo, tembloroso, besó a su vez la boca de Francesca y “ya no leyeron más desde aquel día”.
Francesca se justifica ante Dante acusando al libro y a su autor de testigos y alcahuetes de su abrazo (“Galeotto fu’l libro e chi lo scrisse”). ¿Será tanto el poder de los relatos? Pongámoslo en duda. Resulta difícil creer que a Paolo y a Francesca no se les hubiera pasado nunca por la cabeza la existencia de las bocas y los besos antes de leer juntos la frase; y que, más bien al contrario, no fueran llevados a esta lectura común precisamente por su deseo de besarse. Los libros determinan poco la realidad; más bien la secundan, la subrayan, la legalizan. Más allá de su potencia afrodisiaca, los amores adúlteros de Lanzarote y Ginebra estaban investidos de una incontestable autoridad literaria que convertía su emulación, entre las clases letradas, en un acto al mismo tiempo prestigioso y aceptable. El libro no era una orden; ni siquiera una tentación. Era algo así como un certificado de buena conducta mitológica o literaria. Lo que prohibía la Iglesia lo permitía la Literatura. Incluso en una cultura aherrojada por la represión moral, podía ser socialmente más prestigioso imitar a Lanzarote o a Ginebra que a Cristo o a la Virgen María. Paolo y Francesca se dejaron llevar por el deseo, no por la lectura, y el libro lo único que hizo —si algo hizo— fue intensificar literariamente el placer de su abrazo prohibido.
Nadie puede acusar tampoco a Goethe de provocar la epidemia de suicidios juveniles que siguieron a la publicación en Alemania, en 1774, de Las cuitas del joven Werther. Uno puede quitarse la vida por una tontería, incluso por un libro, pero es más sensato decir que el libro de Goethe recogía el “espíritu” de una época en la que el suicidio, reprobado por la moral y por la religión, era percibido, entre las clases letradas, como una prestigiosa protesta cósmica contra el Todo. Hoy, suprimida la “época”, podemos leer las penas de Werther con interés, pero sin peligro alguno.
Digo todo esto porque me da un poco de vergüenza confesar que admiro locamente a Tintín, contra cuyo creador, el belga Hergé, se han escrito hace poco tantas y tan certeras críticas. En el año 2011 se interpuso en Bruselas una demanda para que los tribunales prohibieran la reedición y difusión de Tintín en el Congo. No cabe la menor duda de que, incluso en sus mejores álbumes, el asexuado periodista de Hergé transporta esa visión colonial del blanco moralmente superior del que dependen los otros pueblos incluso para tomar conciencia de su igualdad, incluso para librarse del poder de los blancos. En los peores, Hergé es francamente racista y reaccionario; basta pensar, sobre todo, en los tres primeros: Tintín en el país de los soviet, Tintín en América y el citado Tintín en el Congo. Pero como existe sin duda una relación kantiana y platónica entre la justicia y la belleza, hay que decir que la evolución artística de Hergé es siempre hacia un nivel mayor de justicia y que sus libros más bellos no se agotan en su ideología católico-scoutiana. Ya El loto azul —siempre un poco paternalista— es un álbum inquietante y provechosamente etnodescentrado; y a medida que aprende a dibujar, que complica sus historias, que enreda a sus personajes, Hergé va desprendiendo mundos que no sabe que lleva dentro y que se pueden mirar y explorar desde otros moldes humanos e ideológicos.
Confieso que toda mi formación ha girado en torno a Tintín y a Marx. De niño leí todos los álbumes un mínimo de setenta veces cada uno y, cuando ya no era posible, soñaba —literalmente, soñaba— que Hergé había dibujado un nuevo cómic después de muerto. Tintín no me impidió leer luego El capital ni enredarme en una relación promiscua con el mundo árabe, donde vivo desde hace veinte años. Lo que importa en un libro es desde dónde se lee. Lo normal es que un libro se lea desde otro libro y lleve a su vez a un libro nuevo. Leído desde la Inglaterra victoriana, el Kim de Kipling es una de las más fraudulentas exaltaciones del Imperio británico, pero leído al mismo tiempo desde la juventud y desde Polanyi o Chesterton, es una emocionante defensa de la antropología elemental y una experiencia fuerte de cosmopolitismo empírico. En el contexto de la Rusia prerrevolucionaria, dominada por la lucha entre eslavófilos y europeístas, Los demonios de Dostoyevski es un estridente panfleto reaccionario que incluso alerta, con fanatismo delirante, de la imparable colusión entre el comunismo y el Papa; pero su atmósfera, su estructura, su pulso psicológico, lo ponen en relación con Nieve de Pamuk o con Salto mortal de Oé, dos autores claramente de izquierdas. Lo mismo puede decirse de Hergé. A la espera de que el racismo desaparezca del mundo y cuando Europa, en todo caso, se ha venido definitivamente abajo como “proyecto universal”, queda el hecho de que Las joyas de la Castafiore, con sus falsos suspenses y su asfixiante atmósfera claustral, es el equivalente en cómic a Las reglas del juego de Renoir; y que Tintín en el Tíbet, con ese blanco impulso contra la felicidad y la lógica, podría utilizarlo el plan Bolonia para explicar a Kant en la Universidad.
Lo que importa de un libro es desde dónde se lee. Lo normal es que un libro se lea desde otro libro y lleve a su vez a un libro nuevo. Si Tintín en el Congo fuese el único libro del mundo, habría que prohibir sin duda su lectura. Pero eso sucede con todos los Únicos Libros, incluidos la Biblia, el Corán y El capital de Marx, de los que aprendemos siempre algo porque no estamos encerrados en ellos. Lo que nos defiende de los libros son otros libros, al igual que lo que nos defiende de nuestro cuerpo son los otros cuerpos. No acusemos a la lectura de los besos que damos o de los que no hemos dado. No arrojemos al fuego ni a los enamorados ni las novelas. Contra las malas, están las buenas; y contra la legalización literaria del racismo o del imperialismo o del fanatismo, habrá que encontrar o construir esa combinación platónica de justicia y de belleza desde la cual podamos despreciar Tintín en el Congo y disfrutar de Las joyas de la Castafiore; y extraer de Kim y de Los demonios las armas imprescindibles para combatir la arrogancia de Kipling y el integrismo de Dostoyevski.
Kenzaburo Oé: saltar sobre ascuas
Coloqué mi pequeño zigurat de tres libros sobre la mesa y Kenzaburo Oé, al que me acababa de presentar una amiga en un café de Madrid, se volvió hacia ellos para esconder su sobrenatural timidez en una curiosidad verdadera. El primero era una cosita de Michel Tournier, al que Oé, buen conocedor de la literatura francesa, había leído años atrás con interés. Al levantarlo quedó destapado el segundo, como una herida o un naipe marcado, y el escritor japonés redondeó una exclamación de asombro que encendió sus míticas orejas de soplillo: “¡My friend Eduardo!”. El segundo libro, en efecto, era la autobiografía de Edward Said, que había yo comprado para mi amiga, y resultaba que Oé no había parado de hablar de él, en conferencias y entrevistas, desde que había llegado a España. Su alegría muy infantil se volvió casi religiosa cuando, al abrir delicadamente las páginas, tropezó con el álbum de fotos que la edición japonesa no incluía; cambiaba de mano el libro sin tocarlo, nos miraba, se abismaba en una imagen, nos señalaba al joven Said fotografiado en la universidad o encima de una moto. “Fuimos grandes amigos”, nos dijo. “Los dos nacimos en 1935”, añadió enseguida para que lo entendiéramos bien, como si su fecha de nacimiento la hubiesen decidido juntos después de un pacto de sangre.
Y entonces, de pronto, Kenzaburo Oé, premio nobel en 1994, dio un manotazo al vaso de agua y se lo tiró encima. Lo tenía delante de los ojos, ligeramente escorado a la izquierda; solo un ciego habría pasado por encima de él. Oé se levantó sin prisa con las orejas incendiadas, aceptó una servilleta y, más como una concesión a la normalidad que con la esperanza de reparar el desastre, se la pasó brevemente por la entrepierna empapada. Luego volvió tan delicadamente a su delicadeza anterior que el accidente —con su brusquedad y su estrépito— se desprendió de él, como soñado o ajeno, y la mancha de su pantalón la asocié más bien a la humedad de sus ojos, empañados por la emoción. (Oé, por cierto, estuvo aún varias horas en Madrid y viajó luego a Japón sin cambiarse de pantalones ni acusar, al menos en apariencia, la menor incomodidad).
—Me pasa siempre que me emociono intensamente —se justificó con timidez—. Pierdo por completo la visión del ojo izquierdo.
El tercer libro de mi pequeño zigurat era naturalmente el suyo, Salto mortal, esa versión japonesa de Los endemoniados de Dostoyevski —no menos largo ni intenso— que me firmó primorosamente con tinta y pincel, estampando sobre s...