PRÓLOGO
MIGUEL DALMARONI
A qué se parecía esa mujer
Un hábito lector muy extendido hace que entre el título y el primer capítulo, el primer poema, la primera línea, conjeturemos nuestra imagen inicial del libro que acabamos de abrir, cuáles serán los tonos y los temas del resto de sus páginas, su estilo y sus obsesiones: lo que esa obra hace con el lenguaje, es decir, cómo imagina un mundo con la materia del nuestro.
El primer verso de Gotán dice: “Esa mujer se parecía a la palabra nunca”, y anticipa así algunas de las características principales de todo el libro. El tema a la vez clásico y tanguero del amor contrariado, el amante no correspondido que muere de amor o que, como en este caso, parece, se suicida; la ironía, aquí dirigida hacia sí mismo por el “yo” que habla en el poema; el uso de fraseos, giros o expresiones identificables menos con lo poético que con el habla corriente, prosaica o coloquial. Construido con esos y otros componentes, el rasgo principal de toda la poesía de Juan Gelman que presenta este primer verso de Gotán es el pasaje del clisé a la imagen poética, de lo reconocible a lo impensado. Porque en otro texto y al contrario de lo que pasa en éste, el inicio de la frase podría haber determinado el destino del verso entero, en este caso una oración por completo prosaica. En efecto, un comienzo como “Esa mujer se parecía a” no tendría ni anunciaría nada de particularmente “poético”. Imaginemos que la frase se completase así: “Esa mujer se parecía a mi vecina Juana”: de poético, casi nada. “Esa mujer se parecía a Sofía Loren” ya tendría, en cambio, algo (poco, convencional o previsiblemente poético, pero algo). En cambio, el verso “Esa mujer se parecía a la palabra nunca” da paso a la imagen no previsible y hace saltar la expectativa que pudo despertar su primer tramo. El lector, en efecto, se ve obligado y al mismo tiempo impulsado a corregir sus hábitos más o menos automatizados de interpretación de las frases y a incorporar lo incalculado, un invento verbal sin pasado que el poema le propone: que una mujer se parezca no a otra, o no a otro ser humano, o no a alguna criatura animada, o no a una representación escultórica o pictórica, por decir, sino “a la palabra nunca”.
En la poesía de Gelman, estos pasajes que resulta imposible dejar correr –imposible leerlos nomás como frases corrientes–, estas disyunciones que, como si nada, quiebran el curso de la lectura para introducir en nuestro trato usual con el idioma una novedad imprevista que nos hace vacilar, resultan casi siempre legibles: le hacen decir al lenguaje algo en rigor extraño cuyo sentido, no obstante, creemos conocer o podemos, al menos, sospechar. Leo en un poema titulado “Gotán” que “Esa mujer se parecía a la palabra nunca”: comienzo entonces a conjeturar que quien escribe o habla busca un modo de dar a entender que mi deseo o mi amor por esa mujer “nunca” me será correspondido, y cuando leo el resto del poema puedo –si no confirmar– mantener como preferible esa atribución de sentido; noto a la vez el matiz taimadamente burlesco con que el “yo” que habla se trata a sí mismo y a la vez su reticencia, porque en lugar de atribuir a la amada el rechazo (no es ella la que dice “nunca” corresponderé a tu amor), la compara con “la palabra nunca” por iniciativa propia (resignado, diríamos, como sucede a menudo con las voces masculinas que hablan en las letras de algunos tangos: sufren sin sorpresa, posan de escépticos y fingen reírse de sí mismos). Gelman pone en marcha aquí una máquina que es a la vez la del poema amoroso clásico y la del tango, para hacerle saber a la lengua que lo ya decible es incapaz de materializar la intensidad de la experiencia de ese yo (y no de otro) que ama o desea a “esa mujer” y no a otra: para imaginar y sentir el espesor de ese desencuentro emocional único, diríamos, hay que empujar las palabras a un paso o un salto impensado.
Cómo crecen los vínculos del fuego
Las variantes de este movimiento característico de la poesía de Gelman son muchas en toda su obra y también en Gotán. En los dos primeros versos de “La vez que vi a Jiri Wolker” (referido al poeta comunista checo) leemos: “Entre un jueves y un viernes me parece, / en una calleja entre ambos /…”. Lo que se inicia, en un tono conversado, como el recuerdo vacilante del momento en que sucedió lo que anuncia el título (habrá sido entre un jueves y un viernes cuando vi a Wolker) se continúa con una alteración de nuestros modos de imaginar las relaciones entre tiempo y espacio: la “calleja” se ubica no en un lugar –una ciudad, un pueblo–, sino entre dos días de la semana. Al vesre de lo que damos por sentado, aquí no es el paso del tiempo el que transcurre mientras el lugar está en su sitio; una calleja, en cambio, se ubica en un momento de la semana, no en un punto en el mapa (como si, según el día, habitáramos, allí mismo, otra calle). Con esta temporalización...