Fuera de coleccion
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"¿Qué soy yo para ellos? Probablemente ni mujer ni hombre, un ser híbrido de una especie particular a quien obedecen ahora sin esfuerzo, que vivía al comienzo a la sombra de su marido, que lo ha reemplazado circunstancias dramáticas, que no ha flaqueado, que siempre los ha sostenido y, colmo de méritos, ha venido del extranjero a combatir en su guerra". Con estas palabras, Mika Feldman resume su experiencia de haberse convertido en capitana de una milicia del POUM durante la Guerra Civil Española, tras la temprana muerte de su esposo, Hipólito Etchebéhère. Este libro es el relato de esos días, de esos tiempos duros en los que, luego de perder a su compañero, Mika resuelve seguir adelante con los ideales de ambos durante uno de los capítulos más oscuros de la historia del siglo XX europeo.

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Información

Editorial
Eudeba
Año
2016
ISBN
9789502322810
Categoría
Historia
Capítulo 1
Madrid. Julio de 1936. La huelga de la construcción no lleva miras de arreglo. En Cuatro Caminos y en Chamberí, en Barrios Bajos y en Las Ventas el hambre ronda los hogares de los huelguistas. Menudean los choques en las obras. Todas las noches hay petaros y tiros. La reacción quiere quebrar la huelga a toda costa. Los señoritos de “Falange” ensayan la puntería de sus pistolas ametralladoras. Tiran desde sus coches sobre las ventanas de los sindicatos. Las calles de Madrid se llenan de rumores. Se habla del descontento de los militares. Hay traslados de altos jefes del Ejército.
Asesinato del teniente Castillo de la Guardia de Asalto. Este cuerpo de Policía ha sido creado por el Gobierno republicano como contrapeso de la Guardia Civil odiada por los obreros y la gente de izquierda. Hay olor a pólvora en las calles madrileñas. Todos sabemos que las derechas están tramando algo muy grave. El Gobierno es el único que parece ignorarlo. El pueblo vigila. Se establecen guardias permanentes en los sindicatos. La Puerta del Sol bulle de comentarios. Cada noche es un prólogo de tragedia y cada mañana de radiante sol madrileño prepara para la nueva espera.
Otro muerto. Esta vez es Calvo Sotelo, uno de los hombres más destacados de las filas reaccionarias. Dicen que los guardias de asalto han vengado al teniente Castillo. Una tensión casi dolorosa crispa los ánimos. Comienza un angustioso peregrinar en busca de armas, de noticias y de consignas.
El anuncio de la sublevación militar en Marruecos, Canarias y Sevilla, solo desconcierta al Gobierno. El pueblo lo recibe sin sorpresa, casi con alivio. Es difícil luchar contra una sombra, contra una amenaza emboscada, contra una traición que mata por la espalda. Por eso la tarde del 18 de julio fue una tarde de certeza, un comienzo de esperanza, un vibrante toque de leva. Fue una tarde de claridad, porque sus horas marcaron la víspera del combate.
Por fin había dado la cara el enemigo. Una tensión nueva alzaba en vilo a los hombres de Madrid. La tensión de la incertidumbre estaba rota. Ahora sabíamos que tocaba luchar, que en adelante nuestra vida tendría un destino sin atajos, una ruta dura, bravía, pero clara. Es decir, no sé si lo sabíamos así. El momento no era de saber, sino de sentir, y sentíamos las manos crispadas de ansiar un fusil. Madrid entero se lanzó a la calle en busca de armas.
Ya es la noche del 18 de julio. Los diarios lanzan tiradas especiales hechas todas de títulos. En caracteres inmensos, el Gobierno asegura que es dueño de la situación, que los facciosos no tardarán en rendirse. Por los altavoces de la calle de Alcalá, de la Montera, del Carmen, de la Gran Vía, los ministros hablan interminablemente de la calma que no hay que perder, de la tranquilidad que reina en el resto de la República, de la confianza que debe animarnos. Y la palabra orden, orden, orden... sale una y mil veces de la ancha boca de los altavoces.
Esta noche madrileña es tan azul, tan alta y combada como la noche de ayer, pero es una noche nueva, es una noche adolescente y madura a la vez, es la noche del 18 de julio de 1936. Para verla han venido a la Puerta del Sol los hombres y las mujeres de todas las barriadas, y se han detenido un momento absortos delante del Ministerio de la Gobernación y han escuchado el mensaje mil veces repetido de los ministros y de los periódicos que llevan ya largas horas hablando de calma, de confianza, de guarniciones leales.
Las palabras siguen a las palabras. De todas las puertas caen discursos. La gente se para y escucha un instante. Luego se encoge de hombros y se mete en la muchedumbre en busca de lo que necesita: saber dónde se puede conseguir un arma. Los diarios, la elocuencia de los funcionarios... Ya no es hora de papel, sino de plomo. ¿Dónde dan armas? ¿Quién tiene armas? ¿Las dará por fin el Gobierno? ¿Las obtendrán los sindicatos, los partidos obreros?
En las bocacalles, los guardias de asalto vestidos con mono azul, la carabina al brazo, hacen detener a todos los coches para registrarlos. Hay que impedir que se fuguen los reaccionarios. Es verdad que muchos se han ido ya y se han llevado armas y dinero y han ido a reunirse con los facciosos. De todos modos, la medida aún no es tardía. Se han apostado controles en las carreteras que parten de Madrid. Una nueva legalidad se instaura. El carnet sindical o de un partido de izquierda sirve de cédula de identidad.
Transcurren las horas, pero nadie se cuida de ellas. El tiempo, a partir de esta noche, ya no se medirá como antes. Tantas horas de trabajo, tantas de descanso. Es temprano, es tarde. Hay que dormir, hay que levantarse. El tiempo es inmensamente largo mientras se va de ateneo en ateneo, de sindicato en sindicato, de la Casa del Pueblo a la central de la CNT. Se recorren distancias interminables. Se cruza la ciudad de Norte a Sur, de Este a Oeste en busca de armas, y el tiempo mide un relámpago de gozo cuando se lleva la mano enriquecida con un revólver.
Dicen que la Juventud Socialista Unificada tiene fusiles... En la calle de la Flor reparten pistolas... En Cuatro Caminos ya hay gente armada...
Las canciones revolucionarias juntan sus estribillos en las esquinas: Agrupémonos todos en la lucha final... A las barricadas, a las barricadas... Acudid los anarquistas... Los hombres, como las canciones, han olvidado los matices que los separaban todavía esta misma tarde. Una amplia alianza que nadie ha ordenado, que nadie ha condicionado, hecha de una maravillosa conciencia del peligro común ha roto de pronto todas las vallas.
En este amanecer de combate no hay entre los obreros de Madrid más que una división: forman en una los afortunados poseedores de una pistola, una escopeta, un fusil o un cinturón de cartuchos de dinamita, y en la otra los que siguen marchando de Las Ventas a Cuatro Caminos, del puente de Segovia al puente de Toledo, la frente contraída por una torturante idea fija: conseguir un arma.
Y, sin verlo ni saberlo, el 18 de julio se hizo 19. Un claro domingo veraniego. Nadie pensó en que era domingo. Ya no contaba el nombre de los días. El día de hoy se diferenciaba del de ayer por su densidad, porque estaba más recogido, porque los hombres sabían mejor lo que estaba pasando en algunos cuarteles de Madrid, porque ya nadie escuchaba discursos, porque había nacido la milicia, porque las calles estaban vigiladas por patrullas de trabajadores, porque ante la boca hosca de los máuseres había que mostrar el carnet sindical o el salvoconducto, porque los señoritos comenzaban a disfrazarse de pobres, porque las balas comenzaban a silbar en las calles. Porque se estaba preparando el asalto al cuartel de la Montaña. Porque el pueblo se había olvidado del Gobierno, y organizaba con sus propias manos la tremenda batalla que duró casi tres años.
Hace nada más que cinco días que he llegado a Madrid. Hipólito, mi marido, vino dos meses antes. En las cartas que me mandaba a París describía el clima cada vez más tenso que creaban las numerosas huelgas y los manejos de las derechas a raíz del triunfo del Frente Popular... “La política está presente en todas partes –escribe el 27 de mayo de 1936–, más visible todavía que en Berlín a fines de 1932. Hasta los niños se ocupan de política. Jeanne Buñuel me acaba de contar algo muy divertido. Estaba en el parque de la Moncloa con su niñito, cuando un grupo de chiquillos se le acercó y le preguntó si era ‘UHP’ (Unión de Hermanos Proletarios, consigna que nació en Asturias en 1934, al calor de los combates de los mineros). Le habían hecho la pregunta probablemente porque vieron que llevaba un pañuelo rojo al cuello. ‘Por supuesto’, les contestó Jeanne. ‘¿Tu chavalín, también?’ El chavalín tenía unos dieciocho meses. ‘Naturalmente’, dijo la madre. ‘Entonces, salud compañera’. Y todo el mundo levantó el puño para señalar el acuerdo”.
Mi marido y yo vinimos a buscar en España lo que creímos hallar en Berlín en el mes de octubre de 1932: la voluntad de la clase obrera de luchar contra las fuerzas de la reacción que se volcaban en el fascismo. Día tras día, mezclados con los militantes socialistas y comunistas, oíamos decir a los primeros que por no haber obtenido la huelga de transportes los votos reglamentarios, ellos no debían plegarse. Y a los segundos, los comunistas, tratar de socialfascistas a los socialistas y hacer frente contra ellos en las fábricas junto a los obreros nazis.
Caminábamos con los comunistas en sus tremendas manifestaciones que estremecían a la burguesía. Sus columnas eran tan densas, ordenadas, amenazadoras y austeras que parecían un verdadero ejército en vísperas del combate. A su frente marchaban los destacamentos de defensa marcando el paso como soldados. Bellísimos cantos subían al cielo lívido de aquel 15 de enero de 1933 en que un frío de quince grados bajo cero derribaba a viejos y jóvenes, mujeres y niños de obreros sin trabajo, mal nutridos y mal vestidos.
Pero en aquellas jornadas oscuras que precedieron la llegada de Hitler al poder, un poder que pudo haber sido de quien se hubiese atrevido a tomarlo, ni el partido socialdemócrata ni el partido comunista quisieron desatar la lucha para apoderarse del Gobierno. Y sus tropas, educadas en una larga tradición de disciplina política, no podían pensar en combatir sin sus jefes o contra sus jefes que lo habían tergiversado todo, confundido todo. Y la “Noche de los cuchillos largos” cayó sobre la clase obrera más esclarecida, la más templada, la mejor armada para la lucha de los años treinta.
Quizá felizmente, en este 18 de julio de 1936 no hay en España partidos políticos obreros tan poderosos. Los comunistas son una pequeña minoría. En las filas socialistas, más numerosas, aparece un ala izquierda formada sobre todo por jóvenes más combativos que sus mayores reformistas. La fuerza decisiva se agrupa en la CNT (Confederación Nacional del Trabajo), cuyos principios libertarios los conserva celosamente la FAI (Federación Anarquista Ibérica) que es algo así como una capilla abierta solamente a los muy puros, instancia suprema de la madre anarquía, eminencia roja y negra cuyos dictados apolíticos no impiden sin embargo que los obreros cenetistas contribuyan ampliamente a la victoria del Frente Popular en las elecciones del 16 de febrero de 1936.
¿Cuál es el partido o la organización que ha lanzado el llamamiento al combate en este 18 de julio? No lo sé y nadie lo sabe al parecer. Hippo y yo nos sumamos primero a un grupo que marcha hacia un local de la JSU (Juventud Socialista Unificada) donde, según dicen, llegarán armas al amanecer. No hemos cenado. No se nos ocurre que se pueda perder tiempo antes de conseguir un fusil. Ya se verá más tarde, cuando lo tengamos.
La gente amontonada en la sala, el humo, el ruido y el calor forman una masa compacta que la bombilla eléctrica colgada muy alto del techo no logra aclarar. Detrás de una mesa, tres muchachos contestan sin parar: “No, compañero, no podemos prometer nada. Hasta ahora nos han dado solamente diez fusiles y cinco pistolas. No sabemos si vendrán más. Sí, es verdad, dicen que llegarán al amanecer, pero no estamos seguros. Prueben en otro sitio...”.
Cosa extraña, nadie nos pregunta si pertenecemos a la JSU. Por derecho revolucionario, todo aquel que quiere combatir merece empuñar un arma.
Estamos rendidos, nos duelen los pies y las piernas. Llevamos caminando desde las cuatro de la tarde y son más de las doce de la noche. Esperaremos aquí el amanecer, el amanecer y los fusiles que quizá lleguen. Yo me tiendo en el patio y me duermo profundamente. Hipólito me pasa la mano por la cara para despertarme. El día ha venido, pero sin fusiles.
Vamos a otro sitio, a la calle de la Flor. Un compañero acaba de decirme que un grupo de la CNT se ha incautado de un depósito de armas de la Falange, hay que ir corriendo.
Hippo, tenemos que volver a casa para que descanses un poco, no olvides que la mucha fatiga te hace daño. Puedes caer enfermo...
¿Enfermo el día en que comienza la revolución? ¡Vaya idea...!
Un estallido de risa puntúa sus palabras. Detrás de las ojeras que le ha marcado la noche sin dormir, sus ojos claros brillan como si llevasen dentro una estrella. Su mano aprieta la mía.
¿Te das cuenta? Ahora está aquí la revolución, se acabó la espera. Vamos a luchar duro, muy duro.
¿No te parece que antes de ir a la calle de la Flor deberíamos pasar por casa para saber si Latorre ha encontrado algo? Es probable que los sindicatos de la UGT (Unión General de Trabajadores) ya estén armados.
No, Latorre no ha encontrado nada todavía, pero se le ocurre una idea. Deberíamos ir a ver a los compañeros del POUM. [*] No formamos parte de su organización, pero es la organización que está más cerca de nuestro pequeño grupo de oposición comunista y en sus filas tenemos amigos personales.
Tampoco hay armas en el local del POUM, solamente esperanzas para mañana, a lo mejor incluso para esta tarde. Sentados en bancos o en el suelo, la pequeña sala contiene unos cien hombres y varias mujeres, algunas de las cuales de aspecto raro. Me entero de que entre ellas hay varias de un burdel vecino que vienen a enrolarse en las milicias.
Es la primera vez que puedo mirar de cerca a prostitutas sin que me intimiden, pero el verlas me trae repentinamente a la memoria una tarde gris opaca de París, en el barrio de La Chapelle. Vestía yo entonces uno de esos encerados negros que eran como el uniforme de los estudiantes del Barrio Latino. Me pesaba en los hombros la fatiga de tanto andar por los quioscos distribuyendo Que Faire?, la revista de nuestro grupo de oposición comunista. Me dolían los brazos de cargar la pesada maleta.
A ambos lados de la calle había casas bajas, y delante de cada una mujeres con faldas por encima de la rodilla, delantales tableados y botas altas que me mostraban con el dedo de unas a otras y me decían obscenidades enormes. Me asalta un terror infantil y cuando una morena grandota viene hacia mí con gestos aún más expresivos que las palabrotas, echo a correr como una loca perseguida por las carcajadas de esas mujeres que en nuestros discursos anarquistas, cuando yo tenía dieciocho años, llamábamos “nuestras hermanas las putas”.
Frente a estas hermanas que hoy se nos acercan no me siento fraternal. Rencor, quizá también celos porque nuestros compañeros las miran complacidos. Pienso enseguida que no debemos aceptarlas, y le digo a Hippo:
¿Te parece que deben venir con nosotros?
No, sería mejor no admitirlas, sobre todo al comienzo, pero vete a explicarlo a los compañeros nutridos de vieja prosa anarquista. En fin, ya veremos luego.
Más tranquilos porque nos sabemos integrados a un núcleo de combatientes, volvemos a la calle ahora menos ruidosa, pero más amenazadora. Cantidades de coches con inscripciones CNT-FAI, UGT, UHP, pasan como ciclones. Todos llevan fusiles apoyados en las portezuelas.
Maravilloso, pero loco dice Hipólito en voz muy baja. Habrá muertos por nada. Lleva el salvoconduc...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legales
  4. Presentación
  5. Carta de Cortázar
  6. Capítulo 1
  7. Capítulo 2
  8. Capítulo 3
  9. Capítulo 4
  10. Fotografías
  11. Capítulo 5
  12. Capítulo 6
  13. Capítulo 7
  14. Mika e Hipólito Etchebéhère: un apunte biográfico