Los dilemas de América latina ante la crisis
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Los dilemas de América latina ante la crisis

Conflictos y alternativas de desarrollo

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Los dilemas de América latina ante la crisis

Conflictos y alternativas de desarrollo

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El presente libro reúne contribuciones efectuadas por especialistas de las ciencias sociales y económicas, orientadas a reflexionar sobre la problemática que enfrenta América Latina –en ocasión de cumplirse los bicentenarios del inicio de los procesos independentistas-, desde las perspectivas tanto políticas como económicas, sociales y de integración regional. Los autores nos plantean nuevos escenarios y perspectivas desde diferentes aristas. Este análisis interdisciplinario aporta una visión más ecuánime de la realidad contemporánea de un continente que intenta recuperar el tiempo perdido.

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Información

Editorial
Eudeba
Año
2016
ISBN
9789502320687
Categoría
Economics

CAPÍTULO 1
Reformulaciones sobre el Estado, la Nación y la problemática del desarrollo sustentable en América Latina. Las reformas constitucionales de Bolivia y Ecuador y su impacto en la integración regional

Marcela V. Díaz
A lo largo de esta última década, se han consolidado en América Latina regímenes democráticos con articulaciones plurales que afirman su legitimidad sobre la búsqueda de distintas formas de inclusión social. En este nuevo escenario, temas tales como la voluntad política, definida en la capacidad de acción y la afirmación de la potestad soberana de los Estados, vuelven a ser considerados luego de la crisis del ciclo neoliberal que renegó de ella, respaldándose en el imperativo de la incorporación al mundo globalizado y la sumisión a la lógica de los mercados. Ha emergido un cambio en el discurso, y en la racionalidad subyacente, que proyecta al primer plano la dimensión de lo político, soslayada por el neoliberalismo, bajo el imperio de un discurso técnico, pretendidamente aséptico, que se asumía como el referente autorizado de una realidad inmodificable. Ese espacio retórico-político no es mera apariencia que encubre el orden real de las cosas, sino el ámbito de aparición de los sujetos políticos, que dicen y se muestran los unos frente a los otros. En tanto el decir es también un hacer, la retórica tiene efectos sobre lo real; las figuras del lenguaje son el espacio de constitución de lo político.
A su vez, esta irrupción de lo político deshace y recompone las relaciones entre los modos del hacer, del ser y del decir; vuelve a trazar los contornos de nuestra identidad simbólica pública y define un campo para la acción ante el mundo; permite diseñar estrategias para transformar un estado de cosas (el escenario internacional o nuestra situación como países deudores) que está configurado históricamente y, por lo tanto, no es nunca por completo inmodificable. Hannah Arendt nos proporciona un marco teórico para
comprender la importancia de esa esfera: “Ese espacio de aparición, afirma, no existe desde siempre, surge sólo cuando los hombres se agrupan por el discurso y la acción y precede a toda formal constitución de la esfera pública y de las varias formas de gobierno”.[1] Así, el poder, como espacio de aparición, continúa Arendt, existe en tanto palabra y acción no se han separado, es sólo posible entre muchos. No se acumula ni se mide como la fuerza; en cambio, cobra existencia en su realidad, es siempre una posibilidad, una potencia que desaparece en el aislamiento, en el repliegue sobre sí. Lo político está ligado a la libertad, a lo indeterminado y nunca a la naturaleza. Lo político decae cuando queda asociado al ordenamiento de la vida, al disciplinamiento de la multitud, a la mera administración de las cosas a cargo de expertos; entonces, se vuelve necesidad, gestión y se disuelve en el organicismo de lo social, constituido por formas sedimentadas que han eliminado su propia contingencia. Esa política es la negación de lo político como libertad, como apertura de lo nuevo, como inicio que cuestiona el orden imperante.
Los acuerdos de UNASUR (Unión de Naciones Suramericanas), consagrados oficialmente en mayo del 2008,[2] muestran este giro del continente que pone en evidencia la posibilidad de un acto que construye poder, que abre a la fundación de una discursividad nueva. Entre otros aspectos el texto del Tratado constitutivo concibe a las naciones firmantes como “multiétnicas, plurilingües y multiculturales”. Esta definición, que se hace eco de la emer- gencia de nuevos actores políticos que, con sus demandas particulares, comienzan a ser reconocidos, reformula las bases sobre las que se construye- ron los Estados nacionales en Latinoamérica a fines del siglo XIX.
La correspondencia entre un Estado y una nación, concebida sobre la homogeneidad étnica y lingüística, fue la premisa sobre la que se construyeron los Estados nacionales. Esa pretendida unidad encubría la hegemonía obtenida por una minoría, beneficiaria del sector exportador y aliada del capital extranjero, que había logrado erigirse como representación de lo universal. La nación única fue el resultado de modalidades de exclusión que incluyeron formas de violencia física y simbólica, y que silenciaron especialmente a los pueblos originarios, anteriores a la conquista europea. Rechazando toda forma de diversidad, la única cultura reconocida como tal, que podía llevar al progreso de los pueblos, fue la europea.
Hannah Arendt advertía, en Los orígenes del totalitarismo (1951), sobre la cara oscura del siglo XX: la decadencia del Estado-nación y sus nefastos efectos sobre los derechos del hombre. Los “sin Estado” eran, a su juicio, el “fenómeno político” del siglo XX. Arendt vislumbró el origen de ese proceso en la agitada Europa de la primera posguerra, conmovida por la inflación, el desempleo y el nuevo mapa político, resultante de los tratados de los vencedores y de la caída de los grandes imperios plurinacionales. La filósofa observa allí la pérdida del carácter inalienable de los derechos adquiridos, sobre todo de la condición de ciudadano que, desde la Revolución Francesa, se había concebido como fundante de la categoría de nación, en tanto el ciudadano, ya no el súbdito, era portador, por haber nacido en el suelo del país, de una parte de la soberanía. “La concepción de los derechos del hombre basada sobre la supuesta existencia del hombre como tal se vino abajo tan pronto como los que la propugnaban se vieron confrontados por primera vez a hombres que habían perdido toda cualidad y relación específicas, excepto el puro hecho de ser humanos”.[3]
En el contexto histórico analizado por Arendt, las minorías, obligadas a migrar por la nueva división política de Europa, los refugiados, los apátridas, quedaron al margen de todo tipo de derechos, desde el momento en que quedaron fuera de la tutela de los Estados. Ciudadanos desnacionalizados en masa por normas que imponían la excepción a la ley, devenidos refugiados, humillados y sometidos a atrocidades, expresaban la falla de los derechos del hombre, su absoluta precariedad, y prepararon los totalitarismos.
Para Arendt los “sin Estado” constituyen la condición de posibilidad de esos Estados alineados unívocamente con un concepto homogéneo de Nación, que establece rasgos precisos para la identidad nacional. Uno de los elementos que, al término de la Segunda Guerra Mundial, contribuyó a mitigar los conflictos y evitó situaciones como las que relata Arendt, fueron las políticas de pleno empleo emprendidas por los gobiernos occidentales, en particular de Europa, en el marco de las economías mixtas. El derecho al trabajo pudo ser ejercido por los inmigrantes turcos o de las colonias (que iniciaban procesos de descolonización), para mencionar solo a modo de ejemplo minorías con diferencias étnicas o religiosas, que llegaron a Europa como mano de obra para las tareas de reconstrucción. La inserción laboral en las estructuras formales permitió a estos inmigrantes adquirir los derechos de ciudadanía y gozar de los sistemas de seguridad social de la población nativa. Sin embargo, las transformaciones del mundo en la era de la globalización financiera y el deterioro del Estado de bienestar tornan hoy verosímiles los fantasmas evocados por Arendt.
Si consideramos que los modos de pertenencia que definen la nación resultan clasificatorios y normativos; si esta requiere, estructuralmente, la expulsión o el encierro recurrente de las minorías, es decir, de todo aquello que rompe la homogeneidad impuesta, es claro que, desde una perspectiva que privilegie la inclusión social, es preciso replantear los conceptos. Esto no implica su eliminación (nos referimos a los conceptos de Nación y Estado), sino el vaciamiento del Estado de estructuras nacionalistas homogéneas. A su vez, frente a los embates del neoliberalismo sobre las soberanías nacionales, Gayatri Chakravorty Spivak, en diálogo con Judith Butler, aclara que “El Estado es una estructura abstracta mínima que debemos proteger porque es nuestro aliado. Debe ser un instrumento de redistribución. En el Estado global esa función decisiva se ha visto reducida”.[4] Los planteos de Gayatri Spivak nos recuerdan la centralidad que adquiere el Estado en la recuperación de América Latina, luego de haber sido denostado y reducido a su mínima expresión por las políticas neoliberales. Sin su fortalecimiento e intervención los proyectos de equidad y de inclusión social, e incluso la vigencia misma de la democracia, quedan condenados al fracaso. Se tratará entonces de promover Estados que no se asocien a una perspectiva nacional unívoca, plena, que termina por resultar excluyente, pero a su vez que sean capaces de ofrecer resistencia a las presiones del mundo globalizado.
Frente a esta problemática, América Latina ha ofrecido alternativas pioneras para pensar Estados plurinacionales, con niveles de autonomía destacados. Sin embargo, este movimiento descentralizador coincide con la reconstrucción de la figura de un Estado lo suficientemente fuerte para garantizar la inclusión social y la equidad.
A tono con lo establecido en el tratado constitutivo de UNASUR, la mayoría de las últimas reformas constitucionales en el continente han tomado en consideración, de uno u otro modo, la existencia de naciones indígenas previas a la conformación del Estado nacional en un intento valioso por reparar las premisas asumidas por las constituciones decimonónicas que negaron sus voces, instaurando un monolingüismo y una cultura excluyente. Sin embargo, en los casos de Bolivia y Ecuador las transformaciones de las categorías jurídicas fueron mayores dado que los movimientos políticos que asumieron el poder expresaron nuevas relaciones de fuerza capaces de llevar a mayor profundidad estas propuestas. Tales constituciones, sancionadas en 2008 y 2009, sostienen ese derecho, con todas sus atribuciones en el plano de las instituciones autónomas y de la afirmación de la cultura y de la propia lengua, aunque ponen énfasis en el marco de la unidad del Estado. El reconocimiento del carácter de “pueblos” de estas identidades culturales originarias, definidas a partir de un origen y una lengua común, tiene connotaciones decisivas para el derecho internacional porque implica la aceptación de su derecho a la autodeterminación. También se afirma otro tema controvertido: el reconocimiento de derechos inalienables sobre tierras ancestrales (esto a su vez socava uno de los atributos de los Estados que es el territorio, porque las tierras y las naciones originarias no corresponden a los límites políticos de los Estados modernos).
En Bolivia este cambio redefinió los límites de lo público para dar reconocimiento al 65% de la población indígena, que no posee el castellano como lengua materna. La nueva constitución, que obtuvo más del 61% de aprobación en el referéndum de enero de 2009, reconoce la refundación del Estado denominado “Estado Unitario social de derecho plurinacional comunitario, libre, soberano, descentralizado y con autonomías”. Resulta interesante para el análisis la forma de articulación entre ese Estado, necesariamente fuerte para afirmar su soberanía y hacerse cargo de las promesas de equidad y redistribución de la riqueza que permitieron su triunfo, y la pluralidad de naciones que, reconoce, lo constituyen.
Para entender el desplazamiento de los contenidos del nombre Nación y las innovaciones de la nueva constitución se requiere un breve recorrido histórico. La nación boliviana en el siglo XIX se construyó mirando hacia Europa, sobre la exclusión étnica y cultural de las mayorías indígenas, como ocurrió también en casi toda América Latina. En el siglo XX los movimientos de liberación nacional posteriores a la Segunda Guerra Mundial extendieron los límites de pertenencia a la nación. En el caso de Bolivia, la revolución de 1952 procuró reparar la exclusión social hacia los pueblos originarios (amplió derechos de ciudadanía a millones de indígenas antes marginados y repartió las tierras) y el nuevo régimen, reclamando soberanía, expropió las minas de la oligarquía. Sin embargo ese Estado que asumía su centralidad, que tenía bases más amplias y se hacía cargo de derechos sociales, interpeló a los “hermanos campesinos” y no a las comunidades indígenas en la diversidad de lenguas y prácticas culturales. García Linera, actual vicepresidente de Bolivia y reconocido intelectual, ha señalado que la pauta homogeneizante impuesta por entonces, fundada en el modelo mestizo-urbano y castellano hablante, terminó por crear una república que reetnificaba la dominación. El 65% de la población de Bolivia que tenía como lengua materna un idioma indígena sólo pudo ejercer sus derechos ciudadanos a través de un idioma extranjero. En ese Estado que se revelaba también monolingüe y monocultural, según la perspectiva de García Linera “la blanquitud constituyó un capital acumulable” y la “indianidad, un estigma devaluador”. La vida pública exigía despojarse de las prácticas culturales distintivas, de la lengua de la comunidad, en nombre de un particularismo erigido en símbolo de la bolivianidad. Quien fuera capaz de superar la violencia que el acto implicaba, quedaba en inferioridad de condiciones frente a los castellano hablantes. El nombre político “ciudadano” no era capaz de oponer el principio de igualdad ante la ley a las desigualdades de los hombres.
Si el multiculturalismo como propuesta académica sostenida por muchas ONG que trabajaron en territorio boliviano en los 90 rescató a las comunidades indígenas en su diversidad y admitió cierto protagonismo a nivel de los municipios, el reclamo de quienes constituyeron el Movimiento al Socialismo (MAS) fue mucho más allá en tanto sostenían que la existencia de esas identidades culturales requería como condición sine qua non una redistribución de la totalidad del poder. Así, la lucha por la hegemonía política, el devenir Estado de las mayorías marginadas, vinculó la inclusión social con el reconocimiento de las identidades diferenciadas de las comunidades originarias, y culminó con el triunfo de Evo Morales, convertido en 2005 en el primer presidente indígena de Bolivia. Se puso en marcha un movimiento que desplazó los límites de lo público y lo privado, de lo político y lo social. La nueva estructura estatal descentralizada, diseñada en la carta magna de 2009, se basa en modalidades flexibles de autonomías regionales según la comunidad lingüística y cultural. Como lo manifiesta el preámbulo, Bolivia es refundada, “cumpliendo el mandato de nuestros pueblos, con la fortaleza de la Pachamama y gracias a Dios” (Preámbulo de la Constitución del Estado Plurinacional de Bolivia, octubre 2008). Si bien el castellano conserva su estatuto de idioma oficial, se reconocen como oficiales también todas las lenguas de naciones y pueblos originarios (la constitución cita más de treinta). Para el desempeño de funciones públicas se exige hablar al menos dos idiomas oficiales (uno de los cuales debe ser el castellano que opera así como lengua de la comunicación intercultural).
La función social del Estado y su papel interventor y planificador en una sociedad plural se reafirma a partir de valores a los que se les reconoce ciertos principios de consenso entre naciones, mostrando su equivalencia en las lenguas indígenas; la boliviana menciona como principios ético-morales que rigen la convivencia: ama qhilla, ama lulla, ama suwa: no seas flojo, no seas mentiroso, no seas ladrón; sama qamaña: vivir bien, etc.
Frente a esas autonomías, el Estado cumple un rol decisivo: “necesitamos un Estado en cada centímetro cuadrado de nuestra patria” afirmó el vicepresidente Álvaro García Linera en el discurso de reasunción de su segundo mandato (22/1/2009). Como lo había pretendido la revolución de 1952, la constitución recupera la función social del Estado, garante del bienestar del conjunto (garantizando el acceso a las personas a la educación, a la salud y al trabajo), y su papel interventor y planificador en una sociedad plural. El nuevo Estado promete asegurar el “vivir bien” a todos. Se apela al nombre aymara suma qamaña, reconociendo principios comunes entre las naciones. En tanto la república debe conciliar leyes y costumbres para asegurar la convivencia, debe dar forma a lo político e inscribirlo en el derecho, la nueva carta magna –como señalamos– invoca códigos de conducta enraizados en las comunidades, transmitidos de padres a hijos: ama qhilla, ama llulla, ama suwa: no seas flojo, no seas mentiroso, no seas ladrón; ñandereko (vida armoniosa); teko kavi (vida buena), etc. A su vez, la constitución rescata la preocupación por asegurar la base material de la soberanía que es la que permite su ejercicio pleno. No reniega de la modernidad, sino que propone “una modernidad estatal”, propia, que ponga “en sintonía sociedad y Estado”, heredera de “los movimientos sociales, indígenas, campesinos, obreros, gremiales, estudiantiles, profesionales” (García Linera, 2009). Realizada la indispensable descolonización y despatrimonialización del Estado, entronca así con las banderas de los movimientos históricos de Bolivia.
García Linera mostró en su discurso de reasunción esa reconfiguración de los límites de lo universal y lo particular, ese nuevo recorte del mundo, expresión de la performatividad de la palabra: así, la república liberal anterior al ascenso de Evo Morales al poder, deviene el nombre de un particularismo mezquino; en oposición, el Estado refundado y plurinacional encarna lo universal. Frente al “Estado aparente”, que no logró articular sus regiones ni incorporar a sus habitantes, que sometió la economía a poderes externos, se erige el Estado integral, plurinacional, resultado de una construcción colectiva. “Viene un nuevo porvenir, un nuevo Estado, un Estado que no va a ser colonial porque va a garantizar la igualdad, que no va a ser patrimonial porque va a distribuir la riqueza, que no va a ser centralista porque va a garantizar la economía, que no va a ser mendigo porque va a garantizar la soberanía material del estado, vienen nuevos tiempos” (García Linera, 2009).
Frente a la “república aparente, ilusoria y falseada de quienes privatizan recursos públicos” se levanta la que representa “la administración del bien común, la ampliación del bien común”. “Hay más república cuando hay más bienes colectivos administrados, gestionados colectivamente, hay menos república cuando más se privatiza lo que es de todos” (García Linera, 2009). Los nombres se resignifican; no hay una referencialidad unívoca, ni formas de comprensión conceptual para aprehender ese objeto; los procesos de significación son resultado de una lucha también en el plano simbólico. Estado y república devienen significantes vacíos (apelamos acá a las categorías teóricas que emplea Ernesto Laclau)[5] que se llenan de sentido cuando una demanda particular, a través de una operación hegemónica, ha logrado convertirlos en el punto nodal de una universalidad que la trasciende. Esa totalidad fallida, esa presencia de una ausencia, que es horizonte y nunca fundamento, produce efectos de sentido. Desde una inscripción de igualdad que cuestiona a las preexistentes, la república incluye ahora, en paridad de condiciones, tanto a las identidades culturales de las comunidades originarias como al núcleo mestizo-urbano y castellano hablante.
“Plurinacionalidad es el reconocimiento de los derechos de todos los bolivianos” (García Linera, 2009) afirma en su discurso el vicepresidente boliviano. Eso implica complementar las dos raíces: la indígena y la mestiza para que ninguna anule a la otra, “para que estemos mestizos e indígenas juntos”; “Estado plurinacional es eso, sentirnos orgullosos de que el mestizo se sienta orgulloso del indígena” (García Linera, 2009). He aquí un nuevo escenario de ampliación de la ciudadanía, que pretende otorgar visibilidad y voz al indígena renegado por siglos, un desplazamiento metonímico que lleva desde la identidad particular a la bolivianidad, a través de cadenas de equivalencias. He aquí una construcción de un pueblo que no es mera sumatoria de partes, no es mensurable; se ha operado una torsión de la relación entre vida y ciudadanía que ha permitido la inclusión de la parte de los que no tienen parte. “La sociedad igual no es más que el conjunto de las relaciones igualitarias que se trazan aquí y ahora a través de actos singulares y precarios”, dirá Jacques Rancière.[6] Pero nos recuerda también que decir que “un movimiento político es un movimiento que desplaza fronteras, que extrae el componente propiamente político, universalista, de un conflicto particular de intereses en tal o cual punto de la sociedad, es también decir que vive bajo la amenaza de acantonarse en él, de terminar de hecho defendiendo los intereses de grupos particular...

Índice

  1. Prefacio - María de Monserrat Llairó / Priscila Palacio
  2. CAPÍTULO 1 Reformulaciones sobre el Estado, la Nación y la problemática del desarrollo sustentable en América Latina. Las reformas constitucionales de Bolivia y Ecuador y su impacto en la integración regional - Marcela V. Díaz
  3. CAPÍTULO 2 La democracia directa en Venezuela: entre la representación, participación y delegación del poder - Katarzyna Krzywicka
  4. CAPÍTULO 3 Los paradigmas de la Integración Sudamericana: MERCOSUR-UNASUR - María de Monserrat Llairó
  5. CAPÍTULO 4 Cambio de época en América Latina - Jorge Ferronato
  6. CAPÍTULO 5 El ciclo de reformas neoliberales en América Latina y sus efectos en las relaciones internacionales (a propósito de la contribución de Gilberto Dupas) - Clodoaldo Bueno
  7. CAPÍTULO 6 Economía y neoliberalismo - Eduardo R. Scarano
  8. CAPÍTULO 7 Crisis imperial y financiera internacional, en las postrimerías de la primera década del siglo XXI. Sus consecuencias para las economías latinoamericanas - Priscila Palacio
  9. SOBRE LOS AUTORES