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El ejército argentino (1962-1973)

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El ejército argentino (1962-1973)

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Concluidas las escaramuzas –cuyos escenarios fueron parque y plazas de Buenos Aires– que proporcionaron la victoria de la facción azul sobre la colorada, los hombres de la caballería, líderes del grupo triunfante, se hicieron con el control de los principales mandos del Ejército argentino. Esta investigación analiza el rol de los oficiales de esa arma entre septiembre de 1962 y mayo de 1973, período durante el cual restablecieron los estándares de disciplina y autoridad jerárquica al tiempo que dominaron, apelando a ascensos, retiros y traslados, los puestos clave de la estructura de mandos del Ejército. Bajo la hegemonía de esta camarilla–la mayoría de sus integrantes con un pasado común de luchas antiperonistas–, se intensifico el punto de quiebre en los niveles de autonomía de las Fuerzas Armadas en relación al poder político y, a su vez, se llevó a cabo la transformación doctrinaria de la institución la cual agregó una nueva hipótesis de conflicto a las acostumbradas contra Brasil y Chile: la "Doctrina del Enemigo Interno", que suministró tanto un nuevo patrón de interpretación para los conflictos políticos y sociales como una justificación para sus futuras intervenciones políticas.

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Información

Editorial
Eudeba
Año
2016
ISBN
9789502320885
Categoría
Historia
Capítulo VIII
El golpe
La conspiración
Esa cuidadosa preparación –esa minuciosa construcción de una mayoría política– es la que hace que el golpe sea indoloro y no exija derramamiento de sangre. La toma concreta del poder puede ser el resultado de la acción de un grupito de hombres, pero en general se consigue el apoyo de una proporción bastante grande del total de actores políticos, antes de lanzar el golpe. Por cierto que en el más exitoso de estos, las víctimas no ofrecen resistencia alguna: saben que están derrotados cuando se les anuncia, y se dirigen, con discreción y rapidez, rumbo al aeropuerto. En ese sentido, la toma del poder representa el final de una lucha política y el registro de sus resultados, tal como ocurre el día de las elecciones en un país democrático.
Samuel Huntington (1972: 198)
La madrugada del 28 de junio de 1966, las Fuerzas Armadas derrocaron al presidente Arturo Illia. Este acontecimiento fue el resultado de una larga conspiración organizada desde el Estado Mayor del Ejército, que obtuvo el apoyo de amplios sectores civiles y de influyentes medios de comunicación. Es difícil precisar la fecha en la que comenzó a tejerse la trama golpista, pero existen indicios que permiten establecer que en un temprano 1964 un grupo de oficiales superiores ya estaba pensando en derrocar al President e. Así, en septiembre de ese año, algunos generales, encabezados por Julio Alsogaray, visitaron al general Onganía en su domicilio para interesarlo sobre la eventualidad de prepararse para tomar el poder en caso de fracaso del gobierno radical. Onganía los rechazó de plano.1 Sin embargo, en algún momento, a lo largo de 1965, la actitud de Onganía cambió. Antes de realizar un viaje al exterior reunió a los generales de división y les expresó que no tenía seguridad de que el gobierno pudiera terminar su mandato. Poco después habría autorizado a Alsogaray a iniciar los trabajos de preparación que este le había propuesto, pero fuera de la institución. Por lo pronto, el 24 de abril de 1965, se reunió con el Jefe de Estado Mayor, Jorge Shaw, y los jefes de Operaciones e Inteligencia del Estado Mayor, generales Alejandro Lanusse y Mario Fonseca, y les pidió que tomaran previsiones para el caso en que se produzca “un vacío de poder y el Ejército tenga que hacerse cargo del gobierno”. También convocó al general Hure, a cargo de la Subjefatura VI (Planes), pero encontró una firme oposición a que el Ejército se hiciera cargo del gobierno, “porque siempre termina mal” (Potash, 1994a: 217-218).2 Según el testimonio del coronel Manuel Laprida, antes de viajar a China nacionalista (entre julio y agosto), Onganía ya manifestaba dudas en permanecer como Comandante en Jefe. Su actitud había cambiado entre su viaje a China y su viaje a Europa occidental.3 ¿Qué había ocurrido para modificar la actitud legalista de Onganía? Eugenio Kvaternik sostiene que hay un motivo claro: la victoria electoral del peronismo en las elecciones parlamentarias de marzo de 1965. Esta hipótesis no parece encajar con el perfil de Onganía, que nunca se destacó por su antiperonismo. La respuesta parece estar más vinculada a su opinión desfavorable sobre la gestión del gobierno, en particular debido a la actitud presidencial hacia la posición que adoptó el Ejército durante la crisis dominicana.4
También conspiraban algunos ex oficiales colorados, cuyos pasos apenas pueden seguirse a través de algunos rumores y comentarios filtrados en medios cercanos a la facción azul. Por su parte, el general Enrique Rauch estaba dedicado, desde abril de 1965, a distribuir folletos y panfletos revolucionarios. En los primeros días de mayo de 1965, la SIDE lo detectó en Córdoba, con identidad falsa, requiriendo el apoyo de jóvenes oficiales de la Aeronáutica y el Ejército. Finalmente, hacia fines de septiembre, los conspiradores neutralizaron el accionar del general Rauch.
Frente a este disperso panorama de voluntades golpistas en el ámbito militar, la conspiración organizada desde el Estado Mayor comenzó a ejercer una fuerza centrípeta. Con el objetivo de institucionalizar el golpe y unificar su conducción, cooptaron a algunos grupos y neutralizaron el accionar de otros. Si bien es cierto que el Ejército había logrado recuperar su disciplina y subordinación jerárquica, no es menos cierto que aún quedaban heridas abiertas por el enfrentamiento entre azules y colorados. Los complotados debían encontrar un tema que permitiese aglutinar a las Fuerzas Armadas, que estuviese por sobre el disenso y los conflictos de coyuntura. Ese tema fue la lucha anticomunista, y en ese contexto deben interpretarse algunos acontecimientos posteriores, como la exposición de la “teoría de las fronteras ideológicas” por parte de Onganía. En ese clima, propicio para una campaña macartista, la conflictiva situación interna de la provincia de Tucumán se convirtió en la principal bandera de los anticomunistas. Durante los meses de septiembre y octubre de 1965, la acción psicológica ejercida por los azules dio sus primeros frutos. Trascendidos periodísticos sobre el acercamiento de ex jefes colorados a Onganía fueron acompañados por “cenas de camaradería”, ampliamente publicitadas, que reunían a viejos adversarios. Casi imperceptiblemente, para la opinión pública se acortaban las diferencias entre ambas facciones. La maniobra del comando azul para darle un carácter institucional al golpe, bajo el signo de la lucha anticomunista, era un éxito completo. El enfrentamiento entre azules y colorados había concluido.
La centralización político-militar del complot se produjo en torno al reconocimiento, casi unánime, de Onganía como el único capaz de liderarlo. Sin embargo, existía un condicionante a todos los planes: la postura legalista de Onganía le impedía encabezar un golpe mientras se hallara en actividad. No por su fe en la democracia, sino porque estaba demasiado comprometido con la imagen de un Ejército legalista. Encabezar, o permitir, un golpe durante su comandancia le habría restado credibilidad y prestigio. Sin Onganía las posibilidades de éxito del complot se reducían, mientras aumentaban las probabilidades de fragmentación del Ejército.
El núcleo golpista lo encabezaba el general Julio Alsogaray, acompañado por Juan Esteban Iavícoli, Jorge Shaw, Osiris Villegas, Jorge Von Stecher, Alcides López Aufranc y Mario Fonseca. Pascual Pistarini se habría incorporado a la conspiración luego de su designación como Comandante en Jefe, en noviembre de 1965.5 A partir de enero, aproximadamente, los generales retirados Francisco Imaz y Eduardo Señorans actuaron como “representantes” de Onganía ante los complotados.6 También tomaron parte del complot el general Eduardo Uriburu, y los coroneles Tomás Sánchez de Bustamante, Manuel González y Luís M. Prémoli. Erróneamente se ubica al general Lanusse en el núcleo de la conspiración desde un principio. Aún a comienzos de 1966 mantenía una actitud ambigua por la influencia de su primo, el dirigente radical del pueblo José Luis Cantilo. Todos los datos apoyan la idea que su integración a ese núcleo se produjo entre marzo y abril de 1966.7
Uno de los conspiradores más activos fue el general Mario Fonseca. Desde la Subjefatura II (Inteligencia) del Estado Mayor se operó toda la campaña de acción psicológica sobre el gobierno nacional aportando información, documentos, e incluso recursos económicos a las revistas vinculadas a la campaña golpista.8 Según el general Manuel Laprida (s/f: 39):
Si sumamos al hecho de que nunca fue contestada la nota sobre la investigación del terrorismo, la desaparición prácticamente total de su acción sistemática desde el 27 de junio; si agregamos a ello la precisa información sobre todos los hechos explotables para el deterioro del gobierno (por supuesto que me refiero a informaciones de carácter militar) que se proporcionaba a las publicaciones embarcadas en el golpe; si sumamos todavía la actitud descomedida de Fonseca en cuanta oportunidad pudo evidenciarla; si todavía agregamos el episodio del Sable de San Martín –robo– (lo más burdo tramado como maniobra que yo tenga recuerdo) y la constante presencia de políticos y golpistas consuetudinarios en la Subjefatura II, tendremos una idea de la fuerza y los medios de que dispone ese Servicio.9
* * *
En la Argentina, Todos los golpes de Estado tuvieron un carácter cívico-militar. Para Ricardo Sidicaro (2004: 81), en el caso de 1966,
Ninguna coalición golpista anterior fue integrada por tantos actores con intereses opuestos como la que llevó al general Onganía a la presidencia [...] Lo único que compartían los partidos políticos, los sindicalistas, las entidades patronales, las corporaciones de profesionales, las grandes firmas nacionales y extranjeras, los medios de comunicación, los cenáculos nacionalistas, los economistas liberales y la Iglesia católica, en su apoyo a la nueva intervención militar, era el rechazo, por motivos diferentes y en muchos aspectos opuestos, al destituido gobierno radical del pueblo.
Si bien desde el punto de vista operativo el complot fue organizado exclusivamente por militares, ya desde 1965 múltiples grupos civiles se acercaron a estos para ofrecerles sus planes de gobierno. Se trataba de un conglomerado heterogéneo de grupos que iban desde nacionalistas hasta liberales, como Álvaro Alsogaray. Incluso se conformaron varios “equipos civiles autónomos”, independientes entre sí. Algunos de los “equipos civiles” de tendencia liberal-conservadora se contactaron con los golpistas a través del general Julio Alsogaray. Trabajaban en células con la misión de elaborar las actas revolucionarias y los planes de gobierno, y sólo se reunieron con Onganía al acercarse la fecha decisiva.
* * *
El 18 de marzo de 1966 se realizó, en el sindicato de Luz y Fuerza, un publicitado encuentro entre dirigentes sindicales vandoristas con algunos militares antiperonistas, como el general Lanusse. La excusa era un homenaje al coronel Jorge Leal, jefe de la expedición que había alcanzado el Polo Sur. Se produce de esta forma una paradoja, que plantea Sidicaro (1993: 314):
los mismos sindicalistas acusados de subversión [...] en razón de su acción agitativa se habían convertido, al mismo tiempo, en interlocutores válidos de quienes desde las Fuerzas Armadas preparaban el derrocamiento del gobierno radical, entre otras razones, por su incapacidad para asegurar el orden social.
Los contactos privados entre dirigentes vandoristas y militares eran frecuentes desde los años de Guido, pero se intensificaron a partir de diciembre de 1965.10 Entre los militares más activos se encontraban los generales Mario Fonseca y Osiris Villegas. Pero las negociaciones más serias –según un importante dirigente vandorista– habrían comenzado con una reunión entre el coronel Sánchez de Bustamante con Vandor, Rosendo García, Francisco Prado y Paulino Niembro, en una cantina del Once (Cardozo y Audi, 1982: 74).11 Allí “arreglaron” un encuentro posterior con Pistarini y López Aufranc, al que concurrieron Vandor y Jerónimo Izzeta. Ambos se habrían encontrado dos días después con el general Onganía.12 Según recordaba Paulino Niembro,
estos hombres de la caballería eran los que manifestaban un espíritu negociador con el gremialismo y con el peronismo. Nos decían que el golpe no era contra nosotros. Con respecto a las intenciones de los gremialistas, el dirigente vandorista reconocía que para nosotros cada gobierno era un paso hacia el poder. [...] Había que desestabilizar la cosa [...] Para seguir presionando no nos quedaba otro camino que acercarnos a los militares. (Cardozo y Audi, 1982: 68)
Existían otros caminos para la relación sindicalistas-militares. Uno era el coronel Carlos Dalla Tea, enlace militar con el Parlamento; otro era el coronel Julio González, que hacía de nexo entre el general Julio Alsogaray y los dirigentes sindicales.
Los sindicalistas también se reunieron con oficiales legalistas. El 12 de mayo de 1966, el general Manuel Laprida, con el consentimiento de Castro Sánchez, concurrió al departamento del empresario César Cao Saravia, en la calle Billinghurst, para entrevistarse con un grupo de dirigentes encabezados por Vandor y Taccone. Allí Manuel Laprida intentó, sin éxito, convencerlos de que el golpe de Estado no era el método más apropiado para lograr los cambios.13
La ofensiva legalista
Frente a la conformación de una coalición golpista, la Secretaría de Guerra desarrolló, desde comienzos de 1966, una ofensiva legalista que buscaba “dinamizar” la acción de gobierno. Su estrategia consistía en convertir y transformar las presiones del arma en apoyo al gobierno. Suponía, en palabras de Kvaternik (1990: 69), “que ciertas concesiones y una mayor imagen de dinamismo gubernativo y eventuales cambios en el gabinete podían neutralizar la imagen de ineficiencia que el gobierno transmitía”. Castro Sánchez estableció una estrategia de “escalamiento” que puso en conocimiento del Comandante en Jefe, cuyos puntos fundamentales eran:
Reuniones con los ministros del PEN
Reuniones de los altos mandos con el Presidente de la República
Reuniones con los señores generales de División
Reunión del gabinete de Defensa Nacional
Reuniones del Gabinete Nacional
Reuniones de los señores generales dependientes de la Secretaría de Guerra
Reunión con todos los señores generales
Reunión de los tres secretarios militares con el presidente de la República
Renuncia del Secretario de Guerra14
La estrategia de escalamiento del Secretario comenzó con las reuniones entre el Presidente y los Altos Mandos, cuyo objetivo era relacionar a Illia con los generales, a quienes no conocía.15 La noche del viernes 11 de marzo de 1966, Illia y Suárez se reunieron con las más altas autoridades militares en la residencia del Secretario de Guerra en Campo de Mayo.16 Durante el encuentro, que se prolongó por más de siete horas, el Presidente dejó en claro que no cambiaría su gabinete, que de ninguna manera pensaba en formar un gabinete de coalición y restó importancia a la situación de Tucumán.17
No obstante los esfuerzos legalistas, esta gestión de acercamiento no tuvo el éxito esperado y, durante la segunda mitad de marzo, se incrementó la campaña de rumores y versiones golpistas. Por ese motivo, los jefes legalistas convocaron, con urgencia, una reunión de todos los generales de división con el objetivo de clarificar la situación interna de la institución, desmintiendo que estuviese “al borde del golpe de Estado” y definir la estrategia de la institución en sus relaciones con el Ejecutivo.
La reunión de Altos Mandos del 31 de marzo comenzó con la lectura de un documento, redactado por el subsecretario Laprida, que sostenía, en forma terminante, que “El Ejército no hace planteos al poder civil”; y reafirmaba que “no están agotadas las posibilidades para el logro de aquella solución integral dentro del orden constitucional”. En ese sentido, comprometía todos sus esfuerzos “para [...] continuar intentando las rectificaciones en la conducción superior de la Nación que aparezcan como necesarias para alcanzar dicho objetivo”. El propio Secretario proponía informar personalmente al Presidente sobre “los riesgos que se corren si se pretende dejar librado al azar el acceso del peronismo a las principales gobernaciones”, y se comprometía “en la medida en que estas providencias no produzcan los efectos esperados en tiempo y oportunidad” a continuar “con la gradación prevista para lograr ciertas rectificaciones esenciales en la conducción superior”.18
Esa misma tarde, el general Pascual Pistarini convocó a una reunión de los generales de división con destino en el país. En ella, los complotados comprobaron que los secretarios no serían el único obstáculo en el camino del golpe de Estado. Algunos de ellos estaban al tanto de todos los detalles del complot. El jefe del Ejército planteó la necesidad de estar preparados para hacerse cargo del poder, lanzando el nombre de Onganía como hombre de reemplazo. En ese punto habría recibido la violenta réplica del general Carlos Augusto Caro, qu...

Índice

  1. Cubierta
  2. Temas / Historia
  3. Título
  4. Derechos De Autor
  5. Dedicar
  6. Agradecimientos
  7. Índice
  8. Introducción
  9. Capítulo I
  10. Capítulo II
  11. Capítulo III
  12. Capítulo IV
  13. Capítulo V
  14. Capítulo VI
  15. Capítulo VII
  16. Capítulo VIII
  17. Capítulo IX
  18. Capítulo X
  19. Capítulo XI
  20. Capítulo XII
  21. Capítulo XIII
  22. Conclusiones
  23. Bibliografía