El derecho penal argentino en la historia
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Información del libro

Este libro reconstruye el proceso de transición entre el Antiguo Régimen penal y la codificación –con sus paulatinas reformas legales inspiradas en las ideas iluministas y liberales–, a partir de una lectura crítica de la producción historiográfica existente. Se divide en cuatro partes: Ideas jurídicas, Derecho castellano-indiano, Derecho patrio y Derecho codificado, más un apéndice. La parte que aborda el Derecho codificado gira en torno de tres ejes: los caracteres generales, la criminalidad y el proceso codificador, capítulo a su vez subdividido en los antecedentes, el código de 1886 y el de 1921, los nuevos proyectos, las reformas y la legislación complementaria del segundo código.

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Información

Editorial
Eudeba
Año
2016
ISBN
9789502321080
Categoría
Law
Categoría
Criminal Law

Parte IV
Derecho codificado

Capítulo I
Caracteres generales

En la Argentina de las últimas décadas del siglo XIX se produjo una importante racionalización de las prácticas punitivas cuyo resultado fue la formación del sistema penal moderno. A la vez que tomaba forma definitiva el programa alberdiano de organización del Estado hacía lo propio una serie de dispositivos orientados a hacer realidad las proposiciones del nuevo pensamiento. Gracias al trabajo de los primeros penalistas argentinos -expresa Juan Félix Marteau- quedó demarcado el campo jurídico penal, permitiendo que los diferentes dispositivos jurídicos destinados a la criminalización se organizaran en un sistema dotado de cierto nivel de racionalidad[499].
La codificación del siglo XIX constituyó una reforma trascendental en las naciones de tradición romano-canónica o continental europea. Encarnó, además de un propósito de renovación de la técnica legislativa una nueva concepción del derecho. Para algunos sólo se trató de depurar, simplificar y ordenar las normas jurídicas vigentes, pero otros no se conformaron con ese objetivo meramente formal, adjetivo, y la concibieron como un instrumento dirigido a transformar radicalmente los principios y el método del derecho tradicional. De todos modos, aun la sola necesidad de depurar, simplificar y ordenar las normas puso de manifiesto la dificultad que tenía el jurista moderno para comprender el orden jurídico anterior, orden que consideraba divorciado de la cultura de su tiempo[500]. Si hubo una rama del derecho que sintió con más fuerza que las otras esta ruptura y esta necesidad de cambio, ésa fue el derecho penal. En tal sentido, Manuel Quintana reclamaba mandatos trazados "con claridad, en leyes precisas, en textos accesibles a todo el mundo"[501].
Desde finales del 800 dos tendencias dividieron a los expositores y a las legislaciones. Los clásicos eran partidarios de la prevención general, y los positivistas, de la prevención especial. La prevención general -expone Peco- comporta el estudio abstracto del delito, considerado como una entidad algebraica. La especial, el estudio concreto, reputado como un hecho social producido por hombres que difieren radicalmente entre sí. La primera mide la pena por la gravedad objetiva del hecho producido; la segunda, proporciona tanto la naturaleza como la medida de la defensa a la intensidad del estado peligroso del delincuente. La prevención general no conoce sino dos clases de criminales: los responsables y los irresponsables. A los primeros les destina la cárcel; a los segundos los entrega a la libertad. Según los dictados de la prevención especial, todos los delincuentes están sometidos al imperio del derecho criminal. La prevención general concibe un tipo unitario de responsables; la especial los cataloga, los clasifica. Aquélla conduce a una política criminal eminentemente retributiva, represiva; ésta, a una política criminal esencialmente preservativa, tutelar. La misión del juez es amplia y flexible, según los postulados de la segunda; circunscripta y rígida, para la primera. Prevención general o prevención especial, tal es el dilema planteado a los legisladores modernos[502].
Se verá, a través del proceso codificador, cómo -más allá de posiciones doctrinarias definidas en una u otra dirección- la legislación, aunque se fue aproximando a la prevención especial, no lo hizo totalmente identificada con los postulados del positivismo.
El Código Penal, tal como se lo concibió durante la mayor parte del siglo XIX, partió de la idea de que, en condiciones normales, todas las personas gozan de libre albedrío y, por lo tanto, de idéntica posibilidad de elegir el camino del bien o el del mal. Criminales fueron considerados, pues, quienes, de forma voluntaria, libre y consciente, atentaron contra la moral y el orden social[503].

Capítulo II
Criminalidad

La población argentina, sobre todo la del litoral y en particular Buenos Aires, tuvo en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX un crecimiento explosivo a causa de la inmigración. La población de la ciudad capital pasó de 286.700 almas en 1880 a 649.680 en 1895 y a 1.563.082 en 1915[504].
Alrededor de seis millones de europeos arribaron entre 1870 y 1914. La mitad de los recién llegados se instaló en el país y fue atraída por las grandes ciudades. Buenos Aires registró tasas de crecimiento demográfico que estaban entre las mayores del mundo. El fenómeno adquirió connotaciones políticas cuando junto con el crecimiento poblacional surgió un movimiento obrero que, dirigido por militantes anarquistas y socialistas recién llegados, asumió una conflictividad creciente[505].
La identificación de los activistas con la inmigración fue indiscriminada -exponen Cesano y Muñoz- pese a que las estadísticas no brindaban índices de criminalidad elevados de españoles e italianos, que constituían la mayoría del contingente inmigratorio. Al no haber motivos vernáculos -según la élite- que justificaran el malestar social éste tenía que ser necesariamente importado. Ante el peligro de que el país se volviera receptáculo de la delincuencia europea la respuesta gubernamental fue la sanción de las leyes 4144 de Residencia y 7029 de Defensa Social. El sistema penal fue utilizado como mecanismo de control social formal[506].
Para la élite literaria y política -manifiesta Creazzo- el inmigrante apareció como figura negativa, cuyas míseras condiciones de vida eran sinónimo de inferioridad social y biológica. Las leyes de la fisiología y de la psicología explicaban que la "fermentación" que se producía en la multitud determinaba en los individuos una "tendencia fatal a la criminalidad".
Cuando se inició el proceso de modernización en la segunda mitad del siglo XIX el objetivo era que el inmigrante sustituyera al gaucho pero al arribo del inmigrante el juicio de la élite cambió radicalmente. En Antonio Dellepiane, por ejemplo, el gaucho recuperó virtudes que le habían sido negadas: ausencia de ambiciones, sobre todo económicas y desprecio de los bienes materiales en contraposición al extranjero. De éste se esperaba que con su productividad y laboriosidad corrigiera la ociosidad y falta de iniciativa del gaucho mas en vez de eso resultó un ser dominado por las pasiones y ambiciones inmoderadas que lo conducían al delito.
El porcentaje más alto de delitos se registraba en las ciudades, las mismas que se consideraban los centros de civilización por antonomasia. Por consiguiente la idea de civilización en lugar de asociarse a la evolución y el progreso pasó a vincularse con la criminalidad. Un argumento consuelo fue que el aumento de los delitos respondía al creciente "dinamismo social", que a su vez era consecuencia del mayor número de relaciones sociales propio de la civilización. Además, el aumento se compensaba con la mayor levedad y evolución de los nuevos delitos al pasarse del delito de sangre al delito contra la propiedad[507].
El aumento de la delincuencia se produjo en todas las franjas etarias. Varios autores relacionaron la creciente delincuencia infantil con el trabajo que realizaban en la vía pública. Niños sin tutela familiar ni escolar se desplazaban en "bandadas" por las calles del centro, donde aprendían las peores artes de la delincuencia -escribe Caimari-. Los diarios denunciaban la existencia de invisibles "sociedades de niños ladrones" o "academias del robo" donde se "doctoraban" de ladrones". Hubo muchas denuncias contra los "canillitas" vendedores de diarios.
El periodismo de finales del siglo XIX alertaba que los criminales no solamente eran más que antes sino que eran otros. Por la localización imaginaria de su espacio de sociabilidad "allá en las sombrías covachas de los suburbios", su frecuente extranjería, la planificación cuidadosa de los golpes y los refinamientos científicos y tecnológicos de los que echaban mano se trataba de "nuevos criminales". Ante esta inquietante faceta de la modernidad no faltaban quienes recordaban con nostalgia "la franca puñalada de nuestro paisano".
En Buenos Aires la gran disparidad de ingresos y la persistente inseguridad laboral de los pobres agregaron motivos para los delitos contra la propiedad, que como sabemos ganaron terreno. Esta correlación se manifestó con claridad en momentos de crisis económica como fue el año 1890. La tasa de delitos contra la propiedad pasó de 25 robos cada diez mil personas en 1885 a 58 en 1915. La policía iba a la zaga de la demanda social de control. Las denuncias, aun de crímenes graves, aumentaban a paso mucho más acelerado que los arrestos. Sobre esto, más del 50% de los delincuentes figuraban en las estadísticas policiales como "fugados"[508].
Otra era la visión del problema que tenía Moyano Gacitúa en 1905. Aun cuando creía todavía que la criminalidad argentina no era grave había alguna capital de provincia que presentaba "gravísimos y reiterados" casos de criminalidad sangrienta, una cifra enorme de fraudes y un "terrible estallido" de rebeliones obreras. La cuestión penal argentina no era el anarquismo ni dos o cuatro crímenes de sangre producidos en la Capital o en Rosario. La "esencia y naturaleza de la criminalidad argentina" consistía en "el germen gravísimo que la auscultación del país denuncia, en el cúmulo de cifras, de consideraciones y observaciones que él sugiere y que condensan sobre su porvenir moral oscuros presagios si los estadistas lo descuidan".
Mientras que las más altas cifras europeas de homicidios -las de Italia y España- no llegaban a 14 cada cien mil habitantes, en Santiago del Estero alcanzaban esa cifra y en Salta 22 para densidades análogas. En Tucumán era de 23 para una cantidad de habitantes algo más elevada.
El indígena, aún no desaparecido, mantenía "el virus de su sangre y la tendencia criminal" siempre bárbara, sanguinaria, violenta y sin la evolución que el tiempo imprimía al delito.
El racismo de José Ingenieros ("Las razas inferiores") lo llevó a negar a los hombres de color la igualdad y aun la condición de personas. Cuanto se hiciera a favor de las razas inferiores era "anticientífico"; a lo sumo se los podría proteger para que se extinguieran "agradablemente". Era necesario ser "piadoso con estas piltrafas de carne humana"; convenía "tratarlos bien, por lo menos como a las tortugas seculares del jardín zoológico de Londres o a los avestruces adiestrados que pasean por el de Amberes"[509]
Moyano Gacitúa atribuía a los inmigrantes italianos y españoles -cayendo en el lugar común de la época-, los mayores índices de criminalidad. Relacionaba los delitos de sangre con esos inmigrantes procedentes de países atrasados que podían impunemente atravesar nuestros campos despoblados, sembrando la muerte.
A la tradición gauchesca la vinculaba con el delito de lesión, "epílogo de toda reunión criolla donde el licor exacerba el carácter nacional". Buscaba la explicación en el clima, cuya dulzura invitaba a la molicie, no fomentaba la actividad y con las altas temperaturas y vientos malsanos (Zonda, Norte, Sudeste) excitaba el sistema nervioso y no favorecía la moralidad.
El indígena había infundido al gaucho, con la mitad de su sangre, muchos de sus grandes defectos pero éste también poseía una suma de fuerzas cuya resultante general no era la inmoralidad. Pertenecía a una raza caracterizada por las tendencias caballerescas, nobles y altivas. Su criminalidad específica no era el homicidio, el asesinato ni la emboscada sino la riña, cuyo teatro era la pulpería, su móvil la vanidad o presuntuosidad y su incentivo el alcohol. Si mataba era en lucha valerosa, noble y leal. Sin embargo el tiempo había modificado un tanto esa faz de la delincuencia nacional y el delito de sangre se había vuelto más homicida que antes.
En la Argentina convergían, además de riqueza y población, todos lo...

Índice

  1. Siglas y abreviaturas
  2. Introducción
  3. Parte I. Ideas penales
  4. Parte II. Derecho castellano-indiano
  5. Parte III. Derecho patrio
  6. Parte IV. Derecho codificado