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La intención de la colección "Los libros son nuestros" es realizar un acto de reparación histórica ya que a los textos que fueron elegidos para integrarla les fue arrebatada violentamente la posibilidad de ser conocidos y leídos por el público cuando, en 1976, fueron secuestrados por los militares para su inmediata destrucción. La sentencia pronunciada por Luis Pan, director ejecutivo de Eudeba entonces, que selló el destino de estos títulos, fue recuperada gracias al título con el que Hernán Invernizzi bautizó el valioso trabajo de investigación que permitió conocer este oscuro capítulo de nuestra historia: "Los libros son tuyos". Ahora, la editorial se propone resignificar esas palabras a través de la recuperación de algunos de los libros perdidos en ese acto de barbarie.Entre ellos se presenta este enorme trabajo de Norberto Galasso, editado en dos volúmenes, que recorre la vida y las ideas de una figura fundamental del pensamiento latinoamericano, el Socialismo y las luchas por la unidad latinoamericana: Manuel Ugarte.

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Información

Editorial
Eudeba
Año
2016
ISBN
9789502346274
Categoría
Historia
CAPÍTULO XIV (1935-1939)
A. DE REGRESO
El 21 de mayo de 1935, Manuel Ugarte desembarca en Buenos Aires, ese puerto cuya última imagen recogiera un día de enero de 1919. Y si en aquella oportunidad muy pocas personas lo habían acompañado en su partida, un reducido grupo –en el cual se encuentran su hermano Floro y Manuel Gálvez– rodea ahora su llegada.
Se instala provisoriamente en el Hotel Londres; allí llega a visitarlo, al día siguiente, don Alfredo Palacios. Los viejos antiimperialistas del socialismo –también los duelistas del pasado– se confunden ahora en un apretado y afectuoso abrazo. Conversan largo rato sobre muchas cosas comunes, no sólo del ayer sino de hoy: la muerte de Sandino, las dificultades de Haya, las alternativas de la revolución mexicana. Antes de despedirse, Palacios le anticipa el interés que existe en el Partido Socialista por su reincorporación, ante lo cual Ugarte adopta, por ahora, una actitud de expectativa. También lo visita por esos días un integrante de la juventud socialista, Dardo Cúneo. “Nos acercamos a él en la soledad del corredor de un viejo hotel, de cuyo edificio un sector ya había sido demolido. Se sentó frente a una de las mesas de un comedor vacío. Habló –desde su soledad indisimulable– con una palabra sin queja, pero sin ninguna, ninguna esperanza. La voz tranquila, serenísima, amistosa... Así deben hablar los fantasmas dulces, delicados, los que no asustan, los que prefieren morir antes que dañar”. (1) Pero esta visión de un muchacho de veinte años no es exacta. Ugarte no está vencido ni entregado al escepticismo. Lo que ocurre es que trae sobre sus espaldas dieciséis años de exilio, de los cuales los últimos cinco fueron de dura penuria económica, que arrastra varias décadas de lucha contra mil obstáculos y sin un solo reconocimiento de su patria chica y además que viene al acaso, porque no puede seguir subsistiendo en París, pero sin que nada le asegure que en Buenos Aires le irá mejor.
El retorno no provoca el comentario de los grandes diarios, pero a pocas horas de su llegada lo menciona un semanario político de escaso tiraje que apenas tiene dos meses de vida. Se llama Señales. Lo timonean Raúl Scalabrini Ortiz y Arturo Jauretche y resulta una solitaria expresión del nacionalismo democrático en esa Década Infame dominada por los ingleses. En un artículo referido al petróleo, el general Baldrich afirma en Señales del 22 de mayo de 1935: “Es pertinente citar la advertencia formulada por un argentino honrado e ilustre a quien nadie recuerda, cuya advertencia todos han olvidado. Hace más de veinte años, Manuel Ugarte –que no por poeta y andar en cumbres con su espíritu preclaro, deja de percibir las realidades del subsuelo– no sólo impugnaba la tentativa de entregar al extranjero los yacimientos de Comodoro Rivadavia sino que, con profética clarividencia, apercibía a nuestra juventud cuando el trust de Rockefeller plantaba su tienda al sur del canal de Panamá, diciéndole que la Standard Oil tenía más importancia para nuestra América que la Revolución Francesa y los Derechos del hombre... Asimismo Ugarte describió en valiosos artículos las terribles consecuencias de la política petrolera en Méjico y en otros países latinoamericanos”. (2)
Pero se equivoca Ugarte si juzga que este artículo es el punto de partida de su reivindicación. Por el contrario, es un grito en el desierto por parte de un puñado de hombres a los que también el imperialismo cierra todas las puertas y cuya prédica es boicoteada tanto por la oligarquía como por la izquierda cipaya y el radicalismo declinante. De allí saldrá, en esos meses, la verdad sobre la opresión del ferrocarril inglés, sobre los convenios petroleros, el Banco Central mixto y los consorcios cerealeros, así como sobre el Estatuto Legal del Coloniaje que el imperialismo británico ha impuesto al país. Esta mención de Ugarte en el diario de Scalabrini Ortiz es entonces algo más que una anécdota: aunque con otra óptica –sus hombres provienen del radicalismo y el nacionalismo–, Señales es hija de aquel diarito llamado La Patria donde Ugarte levantaba en 1916 sus consignas nacionales y democráticas.
Pocos días después, el escritor hace sus primeras declaraciones al periodismo, que revelan, como siempre, su preocupación por la Patria Grande. “Siento una gran alegría al encontrar la ciudad embanderada en honor del Brasil... Creo que ése debe ser el camino del porvenir: una estrecha vinculación de los países hermanos y un esfuerzo para conciliar el sentimiento continental, dándole una forma solidaria... Ojalá consiga esta nueva atmósfera acabar con el conflicto que desangra a Bolivia y Paraguay. La visita del presidente Vargas y la reunión del grupo mediador, son una promesa luminosa”. (3) Luego visita la redacción de La Vanguardia, lo reportean y sus declaraciones se publican en el número del 30 de mayo de 1935.
En relación a la tarea fundamental de ese momento histórico, Ugarte responde que “se impone, por sobre todo, la inquietud de defender el núcleo nacional en vista, precisamente, de impedir el desarrollo monstruoso del imperialismo y de preservar los desarrollos futuros del ideal constructor”. Acerca del socialismo español declara que “hubiera perdurado acaso, si hubiese empleado para conservar el poder un poco de la energía que derrochó para recuperarlo. Las revoluciones han de ir siempre un poco más lejos de lo que se proponen si no quieren ser devoradas al poco tiempo por el vencido, a quien parecieron desdeñar. Todo esto dicho sin poner en tela de juicio la inevitable vuelta ofensiva del izquierdismo español”. Respecto de Rusia reitera: “Mi impresión general fue buena cuando la visité en 1927... Hay nueva vida, mucha savia creadora. Por discutibles que sean algunas realizaciones, por inexactas que resulten algunas premisas, se abren allá nuevos rumbos para la humanidad”.
Preguntado luego acerca de la posibilidad de una guerra mundial y de la actitud que correspondería a América Latina, responde: “La guerra parece en efecto inevitable, aunque los pueblos de Europa no la quieren y si pudieran la evitarían... En el caso de que la guerra estalle dará lugar a transformaciones fundamentales en todos los órdenes. Del caos tendrá que salir otra sociedad... En relación a nuestra América, debemos tratar de convertir lo que hasta ahora no ha sido más que un vagón de remolque en locomotora autónoma. Sobre nuestro porvenir diré que es nebuloso. Puede haber cambios fundamentales en la geografía económica y política del mundo. Teniendo presente lo que ha pasado en otros países, con la enseñanza de los éxitos y los fracasos, el socialismo debe estar dispuesto a gobernar, entendiendo por gobernar no sólo acceder al poder, sino ejercer una acción de acuerdo con sus ideales”. (4) Como se puede ver, circulan en este reportaje muchas ideas totalmente ajenas a la fraseología chirle de Repetto y compañía: imperialismo y cuestión nacional, posibilidad de transformaciones sociales radicales, preparación para la toma del poder y eso de que “las revoluciones deben siempre ir un poco más allá de lo que se proponen”.
Ugarte se acomoda en la gran ciudad. Alquila un pequeño departamento en la calle San Martín y estrecha algunas pocas relaciones. Una de ellas es la que sostiene con Manuel Gálvez, a cuya casa a menudo concurre a cenar y se quedan departiendo hasta la madrugada. Nadie mejor que Gálvez –él también silenciado por la superestructura cultural cipaya– para comprender en su verdadera dimensión el “dolor de escribir” de Manuel Ugarte. Por esos días, justamente, Gálvez se encuentra redactando su novela Hombres en soledad, uno de cuyos personajes encarna al intelectual argentino que se ahoga en el ambiente asfixiante de “esta especie de factoría en que hemos nacido y vivido y a la que, a pesar de todo, queremos tanto”. (5)
Otra persona a quien frecuenta por entonces es Alfonsina Storni. “Me encontraba a menudo con ella. Almorzábamos o cenábamos juntos. En su charla retozona llena de fantasía, no hubo nunca lugar para las miserias literarias. Pocas almas tan superiores y al mismo tiempo, tan humana, tan familiar en la expresión y en el trato... No comentaba nunca lo que había escrito, ni acostumbraba a hablar de sí. Sin embargo, cuando me leyó sus primeros ‘antisonetos’ –a mi manera de ver, de mérito menor dentro de la jerarquía de su obra– fue de ver la risa espumosa que provocaron las reservas cordiales: —Tú estás viejo, Papito –me decía–. No comprendes estas cosas nuevas... Es lo mejor que he logrado hacer...—. Y como yo replicase que aunque Salvador Díaz Mirón creyó también renovarse al publicar Lascas, son y seguirán siendo sus estrofas a Gloria las que se recitarán en América, reía ruidosamente: —Es que yo ya no tengo corazón –confesó, cortando el pleito–. No siento los temas de antes. En cambio, me emociona lo que puede significar en sugestiones y en símbolos escalonados una oreja, una naranja, un objeto considerado vulgar...”. (6)
Gálvez lleva a cabo mientras tanto varios intentos para ubicar a Ugarte en alguna función vinculada a la cultura que le permita solventar sus gastos. Pero se amontonan los obstáculos. “Por entonces le niegan una cátedra de literatura porque carece de título habilitante”. (7) Homero Guglielmini, secretario de la Comisión de Cultura, logra designarlo asesor de esa misma comisión en un concurso literario. “Era cosa corriente –recuerda Guglielmini– que lo que proponían los asesores era aceptado por la Comisión y se otorgaban los premios en base al dictamen. Esta vez, sin embargo, sucedió algo poco común, algo insólito: la Comisión rechazó el consejo del asesor literario. El organismo lo presidia el legislador Matías Sánchez Sorondo. Ugarte lo tomó muy a mal. Era muy quisquilloso y tengo la impresión de que estaba prevenido, como en guardia. Pero lo cierto es que esta vez lo sucedido era realmente sugestivo”. (8) “Corrido por los vendavales de la pobreza –recuerda Alberto Hidalgo– volvió Ugarte de Europa. Seguramente al embarcarse no pensó que cuando llegara al puerto de Buenos Aires estaría una multitud de cien mil almas esperándolo, pero sí debió creer que los diarios le abrirían sus columnas, unos cuantos hombres lo apretarían contra su pecho y los jóvenes lo saludarían con respeto. Nada de eso sucedió. Por todas partes halló indiferencia, egoísmo, olvido...”. (9) ¿Qué otra cosa le iba a ofrecer a un luchador antiimperialista un gobierno reaccionario desde cuyos altos cargos mercaban con el extranjero los Pinedo, los Sánchez Sorondo, los Prebisch...?
De nuevo Señales rompe la unanimidad decadente de esa época de infamia y le publica un artículo titulado La América nueva. Allí reitera Ugarte su verdad: “Sin saber lo que viene, la juventud adivina, como los pájaros, por el sutil desplazamiento del aire, la sombra o la luz, que se acerca. Y este estado de espíritu plantea con franqueza el conflicto entre las fórmulas que se van y la realidad que viene. Se tiene en el orden interior, la evidencia de una organización social inoperante y en el orden exterior, la revelación de una política internacional empírica... El sociólogo que observa tiene la absoluta certidumbre de que en las Repúblicas del Sur habrá en los años que vienen, con o sin anuencia de los gobernantes actuales, una inevitable renovación... De aquí deriva la inquietud que trae en su corazón la juventud rebelde, irrespetuosa, enmarañada, que estamos viendo surgir de pronto en todas las capitales de nuestra América. Por encima de las palabras y de las doctrinas sólo hay un gran fervor de regeneración, un ansia de contribuir al advenimiento de la América Latina nueva que ha de salvar los peligros y ha de imponerse al porvenir”. (10)
B. UN NUEVO INTENTO EN EL PARTIDO SOCIALISTA
Pocas semanas después, el 23 de julio de 1935, se publica en los diarios de Buenos Aires una carta abierta a Manuel Ugarte. Lleva las firmas de Mario Bravo, Nicolás Repetto, Alfredo Palacios, Juan A. Solari, Ámerico Ghioldi, Adolfo y Enrique Dickmann, A. Castiñeiras, S. Ruggieri y Enrique Mouchet. “Invocando nuestra antigua y cordial vinculación –expresa–, así como las ideas sociales que nos son comunes, nos dirigimos a usted para pedirle que se restituya a nuestras filas y de nuevo ocupe, a nuestro lado, el puesto de combate que con tanto denuedo y eficacia ocupó en otro tiempo. La constante y aleccionadora integridad moral de su vida y de su conducta, la lealtad y la consecuencia en los altos ideales que nos unen, las persistentes y resonantes campañas en contra del imperialismo capitalista que tiende a sofocar y estrangular el desarrollo y la vida de nuestras nacientes democracias, son otros tantos méritos suyos que le realzan y nos inducen a reclamar su presencia entre nosotros. La gravedad del momento por que atraviesan hoy los destinos de la democracia y el porvenir de nuestro país requieren la acción de una personalidad como la suya en las filas de nuestro partido”. (11)
Días más tarde, Ugarte contesta: “Estimados compañeros: He recibido la carta en la cual me piden ustedes que vuelva a las filas del Partido Socialista. Los términos honrosos para mí en que está concebida esa carta y el alto prestigio de las firmas que lleva al pie, obligan a mi profunda gratitud. Aprecio en su verdadero valor la oportunidad que me brindan los compañeros para restituirme a las filas del partido y ocupar, al lado de ellos, un puesto de combate. En nombre de los ideales comunes y teniendo en cuenta nuestra vinculación antigua y cordial, acepto la invitación con entusiasmo. En estos momentos particularmente graves, en que se juegan los destinos de la democracia, considero que es mi deber colaborar en la obra superior que el Partido persigue desde su fundación, a través de todas las vicisitudes políticas. Las horas que vienen pueden ser difíciles y quiero asumir frente a esas dificultades, como hombre de izquierda y como argentino, mi parte de responsabilidad”. (12)
Los últimos párrafos, en especial eso de “como hombre de izquierda y como argentino”, no deben haber sonado muy bien en los oídos de Repetto, Solari, Ghioldi y Dickmann, cabezas del partido y orientadores de su posición nada izquierdista y menos argentina. Desde aquella expulsión de Ugarte (1913) y de Palacios (1915), el Partido Socialista se ha opuesto tenazmente a la experiencia nacional-democrática del yrigoyenismo, llegando incluso a favorecer con su prédica el clima golpista de setiembre de 1930. Luego, en 1932, nuevamente ha hecho el juego a la oligarquía, negándose a apoyar la abstención radical y legitimando con su presencia el fraude oligárquico a cambio de cuarenta y tantas bancas parlamentarias. Nutrido esencialmente de pequeños burgueses y artesanos, pregonando “internacionalismo” en un país sometido por el imperialismo y pretendiendo resolver la cuestión social con tibios paliativos, el Partido Socialista se ha convertido en un instrumento de la política oligárquica. Es cierto que también el radicalismo ha declinado sensiblemente: la abstención ha sido levantada y Alvear enseña buenos modales al movimiento mientras se cruza telegramas con los dueños de la CADE. El espectro político argentino de ese momento es de total claudicación y eso explica, aunque no justifica, la ilusionada esperanza con que Ugarte se suma al Partido Socialista al tiempo que se define “izquierdista y nacional”.
A la semana siguiente, declara a un periodista de Ahora: “Siempre he sido muy argentino y muy nacionalista en el buen sentido de la palabra, pero he enlazado este sentimiento natural con una concepción continental de las necesidades de nuestra América, oprimida por fuerzas extrañas que detienen su desarrollo y su evolución. El problema del imperialismo no afecta a una sola república sino, en bloque, a todas las antiguas colonias españolas y portuguesas. Y probablemente sólo podrá ser resuelto por una conjunción o paralelismo de intenciones que conglomere los esfuerzos generales, única forma de resistir a fuerzas tan superiores...”. (13) Como si volviera a los años de juventud en que aprendía a armonizar socialismo y nacionalismo, hace poco después un conmovido recuerdo de Jaurès. “El representa para mí la expresión más eficaz y completa de socialismo creador y realizador… La experiencia intentada fue discutible y la actitud de Millerand resultó en sus últimos tiempos deplorable, pero a través de las faltas de los hombres queda el ímpetu ilusionado y optimista que empujó a Jaurès a apoyar, comprometiendo todo su prestigio, una primera tentativa para concretar en hechos el idealismo social”. (14)
A mediados de agosto de 1935, Ugarte reinicia su actividad en el Partido con una conferencia en el local de la sección 17. El tema es habitual para él, pero no para el partido: “El imperialismo”. Dice, repitiendo en al...

Índice

  1. Portadilla
  2. Legales
  3. Capítulo I (1913-1914)
  4. Capítulo II (1914-1915)
  5. Capítulo III (1915-1916)
  6. Capítulo IV (1916-1917)
  7. Capítulo V (1917-1919)
  8. Capítulo VI (1919-1922)
  9. Capítulo VII (1923-1924)
  10. Capítulo VIII (1925-1926)
  11. Capítulo IX (1927)
  12. Capítulo X (1928-1929)
  13. Capítulo XI (1930-1935)
  14. Capítulo XII (1932)
  15. Capítulo XIII (1932-1935)
  16. Capítulo XIV (1935-1939)
  17. Capítulo XV (1939-1943)
  18. Capítulo XVI (1943-1946)
  19. Capítulo XVII (1946-1951)
  20. Epílogo