La llamada de lo salvaje
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La llamada de lo salvaje

Jack London, Andrés Rodríguez, Diana López de Mesa

  1. 98 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La llamada de lo salvaje

Jack London, Andrés Rodríguez, Diana López de Mesa

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Información del libro

Buck es un perro que vive en San Diego, California. De su feliz vida como perro de casa es arrancado vilmente; así inicia un viaje que lo llevará a recorrer América del Norte, hasta llegar a los límites del círculo polar ártico; mas el viaje de Buck es también espiritual: cuando es secuestrado y obligado a cambiar su cómoda y civilizada vida, Buck se resiste, pero a medida que el clima, el trato humano y el contexto se van volviendo más agrestes, volverá al espíritu de la manada a través de la llamada a lo primitivo que resuena en sus instintos: la llamada de lo salvaje.Nueva edición del clásico de Jack London, con ilustraciones de Andrés Rodríguez y una traducción fresca y actual, que respeta el texto original.

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Información

Año
2021
ISBN
9789583063503
Categoría
Literature
Categoría
Classics
A LOS TREINTA DÍAS de haber dejado Dawson, el correo de Salt Water llegó a Skaguay, con Buck y sus compañeros al frente. Se hallaban agotados y exhaustos. Los setenta kilogramos de Buck habían disminuido a cincuenta y siete. El resto de los perros, aunque pesaban menos, habían perdido relativamente más peso que él. Pike, el tramposo, que se había pasado la vida fingiendo y que tantas veces había logrado convencer a los demás de que tenía una pata herida, ahora sí cojeaba de verdad, al igual que Sol-leks. Dub tenía una paleta dislocada.
A todos les dolían terriblemente las almohadillas de las patas, que habían perdido toda su elasticidad y resistencia. Estas se sentían pesadas en el camino, lo que, sumado al peso de su propio cuerpo, duplicaba la fatiga de la jornada. No les pasaba nada en específico, solo que estaban muertos de cansancio. No se trataba del agotamiento que aparece tras un determinado y excesivo esfuerzo del que solo bastan unas horas para recuperarse, sino del lento y progresivo agotamiento que sigue a meses de esfuerzo sostenido. Ya no tenían capacidad de recuperación y sus reservas de energía se habían extinguido. Las habían utilizado por completo. Cada músculo, cada fibra, cada célula estaban agotados, muertos de cansancio. Y esta era la razón: en menos de cinco meses habían recorrido cuatro mil quinientos kilómetros, los últimos tres mil con solo cinco días de descanso. Cuando llegaron a Skaguay estaban en las últimas. Apenas podían mantener tensas las riendas y, al descender las laderas, les costaba mantenerse fuera del alcance del trineo para evitar que los atropellara.
¡Un poco más! El conductor los animaba mientras avanzaban tambaleantes por la calle prin­ci­pal de Skaguay. ¡Ya casi terminamos! ¡Ánimo! Des­pués tendremos un largo descanso, ¿eh? Un merecido largo descanso.
Los conductores esperaban confiados un largo descanso. Habían hecho dos mil kilómetros con dos días de descanso y, según el sentido común y en justicia, se merecían un descanso. Pero eran tantos los hombres que habían ido a Klondike y tan numerosas las novias, esposas y demás familiares que no lo habían podido hacer antes, que la demanda postal había aumentado indescriptiblemente, esto sin contar con los despachos oficiales. Nuevos grupos de perros de la bahía de Hudson habrían de reemplazar a aquellos que ya no servían para el camino. Había que desprenderse de estos últimos y, puesto que un perro significa poco frente a un puñado de dólares, lo mejor era venderlos.
Pasaron tres días, durante los cuales Buck y sus compañeros descubrieron cuán cansados y débiles estaban. Luego, en la mañana del cuarto día, dos hombres de Estados Unidos aparecieron y los compraron, con arneses incluidos, por cuatro cuartos. Se llamaban Hal y Charles. Charles era de mediana edad, algo moreno, tenía ojos miopes y acuosos, y un bigote entorchado toscamente hacia arriba, como para compensar la aparente blandura del labio que ocultaba. Hal era un joven de diecinueve o veinte años, con un revólver Colt y un cuchillo de caza sujetos al cuerpo por un cinturón provisto de cartuchos. Este cinturón era lo más llamativo de su persona; advertía sobre su absoluta e inefable inmadurez. Los dos desentonaban en ese lugar; por qué hombres como ellos se aventuraban a viajar al norte forma parte de un misterio que quedará sin resolver.
Buck oyó la negociación, vio el dinero pasar de las manos del hombre a las del agente del Gobierno, y supo que el mestizo escocés y los conductores de trineos del correo desaparecían de su vida como había ocurrido con Perrault, François y los otros. Cuando él y sus compañeros fueron conducidos al campamento de sus nuevos dueños, Buck solo vio caos y suciedad, una tienda a medio desmontar, platos sin lavar y todo en desorden; también vio a una mujer, a quienes los hombres llamaban Mercedes. Era la esposa de Charles y la hermana de Hal. ¡Era una bonita familia!
Buck los observó con aprensión mientras desmontaban la tienda y cargaban el trineo. Lo hacían todo con gran despliegue de gestos, pero sin eficacia. Enrollaron la tienda formando un bulto tres veces más grande de lo que debía haber sido. Guardaron los platos metálicos sin fregarlos. Mercedes revoloteaba continuamente saliéndole al paso a los hombres y no paraba de hacerles reproches y darles consejos como si fuera una experta. Cuando colocaron una bolsa con ropa en la parte delantera del trineo, Mercedes sugirió que debía ir en la parte de atrás y, una vez acomodada allí y puestas algunas cosas sobre esta, descubrió que había olvidado guardar algunas prendas que solo podían ir en aquella bolsa, por lo que debieron descargar todo de nuevo. Tres hombres salieron de una tienda vecina para ver la escena en medio de risas y mofas.
Llevan ustedes bastante peso dijo uno de ellos y, aunque no me corresponde meterme en sus asuntos, yo en su lugar no llevaría esa carpa.
¡Ni soñarlo! exclamó Mercedes, alzando los brazos al cielo, indignada. ¿Cómo cree que voy a arreglármelas sin una carpa?
Estamos en primavera, ya no volverá a hacer frío replicó el hombre.
Ella meneó la cabeza con decisión y Charles y Hal pusieron los últimos trastos encima de la voluminosa carga.
¿Usted cree que andará? preguntó uno de los hombres.
¿Por qué no? dijo Charles cortante.
Oh, está bien, está bien se apresuró a decir el otro, en tono conciliador. Solo me lo preguntaba. Parece que llevan una carga muy pesada.
Charles le dio la espalda y amarró las cuerdas lo mejor que pudo, aunque no muy bien.
Y por supuesto los perros podrán tirar todo el día de ese artefacto afirmó el segundo hombre.
Desde luego dijo Hal con fría cortesía, a la vez que cogía la vara con una mano y blandía el látigo con la otra. ¡Arre! gritó. ¡Adelante!
Los perros saltaron y tiraron de las riendas durante unos momentos, pero después dejaron de intentarlo. No podían mover el trineo.
¡Bestias perezosas, les enseñaré! les gritó Hal, disponiéndose a darles con el látigo.
¡No, Hal, eso no! intervino Mercedes a gritos, al tiempo que le arrebataba el látigo. ¡Pobrecitos! Ahora me prometerás que no serás cruel con ellos durante el viaje o no iré a ningún lado.
¡Cómo sabes de perros! renegó su hermano; desearía que me dejaras en paz. Son perezosos, te lo aseguro, y tienes que usar el látigo si quieres obtener algo de ellos. Así es como funciona, pregúntale a cualquiera, pregúntale a uno de ellos.
Mercedes les dirigió a los hombres una mirada implorante; en su linda cara se había dibujado un gesto de indecible repugnancia ante el sufrimiento de los animales.
Si quiere saberlo, esos perros están muy débiles. Fue la respuesta de uno de los hombres. Completamente desgastados, esa es la verdad. Necesitan un descanso.
Claro que no descansarán dijo Hal con su imberbe boca.
Mercedes soltó un lamento, apesadumbrada por la situación, pero se apresuró a tomar partido por su hermano.
No le hagas caso a ese hombre dijo con arrogancia. Tú eres quien conduce a nuestros perros y debes hacer con ellos lo que te parezca mejor.
De nuevo Hal descargó el látigo sobre los perros. Estos tiraron de las riendas y, aunque sus patas se enterraban en la nieve, hicieron su mejor esfuerzo. El trineo, sin embargo, resistió como si fuera un ancla. Después de dos intentos, los perros quedaron inmóviles, exhaustos. El látigo sonaba sin piedad hasta que Mercedes intervino de nuevo. Cayó de rodillas ante Buck, con lágrimas en los ojos, y le abrazó el cuello.
Pobrecitos míos. Lloró compasiva. ¿Por qué no halan con más fuerza? Así no los azotarán.
A Buck no le cayó en gracia esta mujer, pero estaba demasiado consternado para hacerle frente y lo tomó como parte de la desgraciada jornada.
Un espectador, que había estado apretando sus dientes para no decir nada, habló entonces:
No es que me importe lo que les pase a ustedes, pero por el bien de los perros solo quiero decirles que pueden ayudarles muchísimo si liberan ese trineo. Los patines están firmemente adheridos al hielo, tienen que romperlo en el costado derecho e izquierdo.
Por tercera vez intentaron partir, pero esta vez, siguiendo el consejo, Hal liberó los patines que habían quedado congelados en la nieve. El sobrecargado y rígido trineo se puso en marcha; Buck y sus compañeros se esforzaron tanto como podían bajo la lluvia de azotes. Un centenar de metros más adelante la senda describía una curva y descendía por una empinada pendiente hacia la calle principal. Para mantener en pie el inestable trineo habría hecho falta ser el hombre con experiencia que Hal no era. Al tomar la curva con velocidad, el trineo se volcó y la mitad de la carga, mal sujetada, salió volando por los aires. Los perros no se detuvieron ni por un instante. El trineo aligerado se inclinaba de lado tras ellos. Estaban irritados por el maltrato recibido y por la carga excesiva. Buck estaba furioso. Salió corriendo y su equipo lo siguió. A pesar de que Hal gritaba “¡Soo!, ¡soo!”, ellos no hicieron caso. Entonces el hombre tropezó y cayó; el trineo volcado pasó con estruendo por encima suyo y los perros continuaron a toda marcha, contribuyendo a la algarabía general que en Skaguay se produjo cuando el resto de los trastos se desparramó por la calle principal.
Algunos ciudadanos de buen corazón detuvieron a los perros y recogieron las cosas desperdigadas. Además, los aconsejaron. Si querían llegar a Dawson debían reducir la carga a la mitad y duplicar el número de perros. Hal, su hermana y su cuñado escucharon de mala gana, montaron la carpa y revisaron sus posesiones. Las latas de alimentos que habían quedado tiradas en la calle provocaron la risa de los espectadores, pues a nadie en su sano juicio se le habría ocurrido llevar latas de comida para la larga marcha.
Mantas para un hotel dijo un hombre que reía mientras ayudaba a recoger el cargamento. La mitad de las cosas que llevan son innecesarias, desháganse de ellas, al igual que de la carpa y todos esos platos. ¿Quién va a lavarlos, en todo caso? Por Dios, ¿creen que están viajando en un coche cama?
Así llegó la inexorable eliminación de lo superfluo. Mercedes lloró cuando descargaron las bolsas con su ropa y tiraron una a una las prendas. Lloraba en general y lloraba en particular por cada artículo descartado. Sentada con las manos en las rodillas, se mecía con desconsuelo adelante y atrás. Juró que no se movería un solo centímetro ni por una docena de hombres como Charles. Recurrió a todos y a todo, hasta que finalmente se secó las lágrimas y se puso a descartar incluso artículos de vestir que eran necesarios. En su afán de tirar cosas, cuando acabó con las suyas la emprendió contra las pertenencias de los hombres como si fuera un tornado.
Cuando acabaron, la carga, a pesar de haberse reducido a la mitad, seguía siendo enorme. Charles y Hal salieron al anochecer y compraron seis perros adicionales, que, sumados a los seis del equipo original, más Teek y Koona los huskies comprados en los rápidos del Rink durante el viaje récord, conformaron un equipo de catorce. Pero los perros recién adquiridos, aunque dominados prácticamente desde un primer momento, no sirvieron de mucho. Tres de ellos eran pointers de pelo corto, otro era...

Índice

  1. Introducción
  2. De regreso al atavismo
  3. La ley del garrote y el colmillo
  4. La primitiva bestia dominante
  5. El ganador del puesto de líder
  6. El extenuante trabajo del camino
  7. Por el amor de un hombre
  8. El sonido de la llamada