La familia de T…
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La familia de T…

  1. 224 páginas
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La familia de T…

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Índice
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Información del libro

Esta es una historia que abarca doscientos años de una familia, hasta llegar a la actualidad. Soy consciente de que cuando se escribe sobre personas reales, se debe tener cuidado, y no relatar situaciones que los puedan perjudicar. Esta es la gran diferencia entre escribir sobre personajes ficticios o reales. A los ficticios nada de lo que escribimos les puede molestar. Por eso conviene contar sobre personajes reales como si fueran inventados, mezclando generaciones, cambiando nombres, y ubicaciones. Los siete personajes elegidos para este libro atraviesan distintos tiempos, pero viven o terminan su vida en el campo, algunos atravesando malones indios y momentos de gran peligro; otros transcurren parte de sus vidas en distintos países, pero al final terminan viviendo en su lugar de origen, como si ese lugar fuera el que cerrara un círculo perfecto.

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Información

Año
2014
ISBN
9789877819892
Categoría
Historia

CAPÍTULO SEIS

Braulio

Tenía pocos años y ya se vislumbraba lo que iba a ser.
Sus intereses eran exactamente lo contrario de los que alentaban a Francisco. No tenía una idea política, histórica o cultural; aprendió a leer y a escribir cuando tenía diecisiete años y esta es una estimación que hago, podría haberse alfabetizado siendo más grande.
Otras capacidades lo caracterizaban: su formidable sentido común y una relación intensa con el medio en que vivía. A esto se sumaba que se llevaba bien con los indios, los gauchos, los animales y la naturaleza, lo que le permitía moverse en ese mundo con relativa tranquilidad.
Montaba cualquier caballo, no vacilaba en enfrentar al puma; y los perros que infestaban la pampa, aun los más feroces, se echaban a su lado cuando lo veían.
Un día abandonó todo por causas desconocidas. Con los años lo encontré mencionado en varios libros de historia por haber conducido tropas del ejército perdidas en el desierto hacia jagüeles de agua, por ser un experto cazador de pumas, traductor en los encuentros con los indios y varias situaciones riesgosas o poco habituales.
Algunas de esas historias es bueno contarlas, posiblemente haya otras que convenga olvidarlas.
Fue acompañado en todas estas aventuras por un amigo bastante parecido a él, de nombre Facundo; se podría decir que Facundo fue el primer amigo de Braulio. Si estiramos el término tenemos que decir que era como un hermano. Ambos tenían mucho éxito con las mujeres, todas, cualquiera fuera su edad.
Las viejas los adoptaban como hijos, las jóvenes los deseaban.
Braulio era un hombre guapo; Asunción escribió en su libro que era buen mozo, pero buen mozo por fuera. Si uno lee cuidadosamente su descripción, da una idea de que lo consideraba imprevisible.
Esto fue antes de que Braulio volviera de su viaje a territorio indio, es decir, antes de que cambiara definitivamente y para bien. Supongo que luego llevó la carga, de no haber convivido más tiempo con su familia.
Nadie comprendía por otra parte por qué se había ido, pero es sabido que los motivos que más se esconden son los más obvios. También suele suceder que son inadvertidos para los más cercanos, pero resultan claros y evidentes para los de afuera.
Desde chico decidía, pensaba y se movía como si él fuera su origen, como si no necesitara un punto de apoyo en nadie; actuaba como si hiciera su propia historia. No quería ser como sus padres ni como sus abuelos.
El vértigo era la esencia de su vida; su equivalente hoy sería el tripulante de una nave espacial en vuelo hacia un destino ignorado, y al mismo tiempo sin vínculos con los demás tripulantes. Era uno de esos personajes que uno querría conocer, pero con quien no debía ser fácil convivir.
Un día cualquiera, de una semana cualquiera, notificó a sus padres que partía a buscar caballos al Sur, que le gustaría llevar a tres de los indios que trabajaban en el campo y les pidió veinticinco caballos entre reyunos y bien domados.
Les dijo que no quería seguir viviendo en un lugar donde todos los días eran iguales, monótonos y sin acontecimientos de interés.
Que estaba harto de las leyes y costumbres que los dominaban; y que eso no iba a cambiar porque su familia las tenía incorporadas desde siempre.
Facundo iba a viajar con él.

La partida

Se fue en el momento de mayor agitación en la zona india; el Ministro de Guerra estaba estudiando cavar una zanja de 600 kilómetros que cruzaría la Provincia de Buenos Aires cerrando su recorrido en otra provincia. Se la denominó con el tiempo “la zanja de Alsina”.
Fue la única forma que encontraron para retardar los arreos de ganado que provocaban los malones.
Establecieron también una cadena de fortines que avisaban la entrada de saqueadores con disparos de cañón. No pretendían con la zanja impedir su entrada, eso era imposible, pero sí complicar su retirada. Estaba calculada para que tuviera algo más de un metro de profundidad y tres o cuatro de ancho al nivel del suelo. Cuando el proyecto se abandonó, se habían cavado unos trescientos kilómetros. Algunos historiadores cuentan que a veces los indios llenaban un sector de la zanja con ovejas y pasaban por encima de ellas.
El Ministro de Guerra Alsina hizo diseñar unas corazas de cuero para los soldados, que resistían muy bien los lanzazos. Los soldados no las querían usar, eran calurosas y decían que trababan sus movimientos. Sin embargo, en la práctica eran efectivas y estaban muy bien hechas.
Braulio consiguió cinco de esos chalecos para el viaje sin mayor dificultad. Hoy son difíciles de encontrar; se puede ver una en el Museo de Armas de la Nación, en el Círculo Militar.
En general los indígenas, cuando eran perseguidos iban abandonando lo robado de acuerdo a la velocidad con que avanzaban los soldados; primero abandonaban las ovejas, luego los vacunos y por último, si no había más remedio, los caballos, que corrían adelante de sus escuadrones.
Eran buenos jinetes, y sus caballos eran posiblemente mejores que los del ejército, y llevaban tres o cuatro cada uno.
Los del ejército tenían la oreja izquierda cortada por la mitad; ello impedía que se pudiera agregar alguna otra señal que hiciera dudar de su propiedad.
Por eso en las transacciones con caballos se desconfiaba de los reyunos (caballos del rey), cuyo corte era tan grande que eliminaba la posibilidad de nuevas señales en la parte superior de la oreja. También se hacía este corte en los caballos robados porque desestimaban las señales anteriores.
Con el tiempo el significado del nombre fue cambiando y en algunos lugares se llamó reyunos a los caballos que nunca quedaban bien domados.
Los indios en general montaban por la derecha, no usaban estribos y se alimentaban con carne de yegua. La lanza y las boleadoras eran sus armas básicas. Rodeando la punta de la lanza ponían plumas y la llevaban atada con un tiento a su muñeca. Tenían la costumbre de ir arrastrando la punta por el suelo. Algunos sostienen que lo hacían para evitar ser boleados; otros que, al medir la lanza unos cuatro metros, eran largas para llevarlas todo el tiempo en vilo. Lo cierto es que en el suelo quedaban marcadas las llamadas rastrilladas indias.
La lanza larga era útil en la primera carga o en la lucha a pie, pero cuando la pelea estaba entreverada era difícil de maniobrar y el sable llevaba ventaja.
Por otra parte, los soldados trataban de atacarlos por el lado derecho, ya que al no tener estribos en que apoyarse el golpe que pudieran dar por ese lado era más débil.
Cada indio de pelea llevaba dos o tres caballos, enseñados a correr a su lado; eran los llamados “seguidores” y actuaban como si fueran uno solo; iban sueltos y siguiendo al montado formando una sombra sobre el pasto. De noche comían juntos y al prepararse para la marcha el indio montaba sin volver la cabeza, tan seguro estaba de que los otros caballos también venían.
Cada indio llevaba alrededor de la cintura dos o tres pares de boleadoras; las dos bolas mayores caían hacia la izquierda y la más pequeña, que se lleva en la mano, a la derecha, apoyada apenas sobre la cadera. Algunos usaban cuchillos largos o bayonetas, que achicaban sujetándolas con una faja de lana.
La madre se opuso llorando a la partida, les dijo que eran unos locos y unos suicidas, que los malones de Calfucurá atacaban diariamente y hacían retroceder al ejército. Que no tenían ninguna posibilidad de sobrevivir, que ni siquiera se iban a hacer entender; sin embargo, al cabo de un tiempo, Braulio y Facundo hablaban con ellos sin necesidad de un “lenguaraz”.
La primera parada la hicieron en Fuerte Federación (Junín –Provincia de Buenos Aires); ahí se les sumaron tres acompañantes, con carabinas modernas a repetición, que también iban al sur y fueron bajando rumbo al Río Negro, tirándose hacia el oeste, por la parte que era considerada territorio ranquel, tribu que estaba más habituada a los blancos. En sus tolderías vivían desertores, gauchos y criollos buscados por la justicia o víctimas de guerras intestinas.
De hecho, en uno de los campamentos ranqueles casi todos eran blancos; estaba a cargo de un oficial desertor, de apellido Baigorria, que al mismo tiempo fue ex-oficial del Ejército y Cacique Ranquel.
Al tercer día el grupo se encontró con la primera avanzada india. Braulio y su grupo venían con los caballos cansados y los indios no eran amigos.
Les gritaron que entregaran las armas y las botellas de alcohol que tuvieran y los dejarían seguir sin matarlos. Eran alrededor de cincuenta.
Entonces desmontaron, manearon los caballos y los tumbaron, clavaron sables y cuchillos en el suelo para tenerlos a mano cuando los tuvieran encima.
Los indios dudaron, hablaban entre ellos, desconfiaban; el grupo era inusual, si hubieran traído carretas con mercancía hubiera sido más lógico, pero ocho jinetes con muchos caballos, armados como soldados pero sin uniformes, era un equipo que se salía de lo esperado.
Enviaron indios “bomberos” a una loma para verificar, si eran la avanzada de una tropa más numerosa.
Los esperaron sin disparar. Ellos cargaron a los gritos y a los doscientos metros Braulio y su equipo comenzaron a tirar tumbando a gran parte de los atacantes.
El grupo llevaba los primeros fusiles Rémington que hubo en el país. Facundo, Braulio y los nuevos compañeros tenían además, para distancias cortas, dos Henry a repetición, un antecesor del Winchester calibre 44 a palanca.
Podía hacer 25 disparos por minuto.
La primera andanada tumbó seis indios; tenían una cadencia de fuego impresionante, pero su rango de distancia era inferior al del Remington. Cuando los indios dieron vuelta sus caballos ya había diecinueve indios en el piso.
Dos días después volvieron a recibir otro ataque con mayor cantidad de enemigos, esta vez lo hicieron a pie.
Esta estrategia era frecuente cuando eran muy superiores en número: atacaban por todos lados, rodeando la presa. El caballo era un elemento de transporte rápido y de fuga, pero cuando estaban decididos a pelear preferían hacerlo a pie. La lanza larga les daba ventaja sobre el sable.
Por suerte el jefe de un fortín que estaba cerca escuchó los disparos y salió con su tropa; los indios que habían quedado en la loma de vigías avisaron, y el resto escapó abandonando una buena cantidad de muertos y heridos.
No eran tontos al atacar, generalmente sorprendían a los atacados, Braulio sabía que preferían luchar a pie, la lanza contra el sable. Sabían que veinte años antes los fusiles y los cañones eran lentos para recargar por la boca y el ataque a caballo hacía que estuvieran encima de los soldados en la primer recarga. También sabía que en 1855, en un malón que hubo en el hoy Partido de Benito Juárez, el Comandante de Milicias Nicanor Otamendi fue conminado a rendirse, pero el militar no midió la correlación de fuerzas, de diez a uno, y atrincheró a su tropa en el corral de pique esperando el ataque.
Los indios cargaron mandando adelante sus caballos desmontados, sabiendo que llegarían antes de que los soldados recargaran el cañoncito y sus fusiles. Hubo un solo sobreviviente. El comandante murió junto con sus hombres.
Luego saquearon, incendiaron y tomaron cautivos en las zonas aledañas.
Este Partido está ubicado en el centro-sur de la Provincia de Buenos Aires.
Luego de este segundo ataque, Braulio y su gente empezaron a marchar de noche. De día, el sol era insoportable.
Avanzaban sin hablar, dos adelante cubriendo los flancos y el resto abiertos en abanico. Trabaron los anillos de los sables para evitar el ruido, y marchaban lo suficientemente pegados para evitar que los caballos se llamaran relinchando. Así llegaron al río Colorado, lo atravesaron y siguieron hacia la cordillera por una senda estrecha cruzada por cañaverales.
Tuvieron suerte, cualquier partida de más de cincuenta indios los hubiera atacado.
Dos días después llegaron a un lugar ideal para instalar el campamento; había guanacos para comer y no lejos moraba un grupo tehuelche, etnia a la que pertenecían los indios que venían con ellos. Era zona de caballos salvajes y Braulio y los suyos se proponían volver con una gran manada.
Los primeros días armaron con piedras un fortín dejando en su interior un manantial de agua surgente; luego empezaron a construir un corral al fondo de un desfiladero, para arrear y encerrar caballos. Aprovecharon también para darle descanso a las mulas cargueras, que mostraban sus lomos pelados.
En la quinta noche tomaron contacto con los pumas; vieron la sombra de uno a poca distancia, Facundo le tiró apuntando bajo, porque es sabido que de noche los tiros salen altos. Lo mató. Fue el primero de una larga lista.
La lucha con los pumas era constante; durante el invierno la nieve permitía seguir rastros, pero en verano el puma llevaba ventaja. Uno de sus caballos los odiaba y esperaba a su jinete quieto, aunque no estuviera atado; a los otros había que manearlos para que no huyeran. Se llamaba “Tempranito” y tenía todavía en las ancas las marcas del ataque de un puma, recibido cuando era potrillo.
Otro problema lo planteaban los toros salvajes, que embestían cuando quedaban encerrados. La situación, si estaban montados, era manejable; a pie se hacía complicada. Si la zona era rocosa se escondían y los toros desistían.
Si al toro le dejaban un espacio libre, escapaba sin atacar.
Al principio no tenían perros rastreadores, pero el cacique tehuelche les regaló varios, luego se dividieron y la mitad del grupo se fue más al sur, en busca de manadas con distintos padrillos.
A la noche mantenía a Tempranito cerca para salir corriendo en caso de ataque. Cuando no había un árbol o algo donde afirmar el cabestro lo ataba a un pedazo de madera, lo ponía debajo de una lona y se acostaba sobre ella.
No llevaban bebidas alcohólicas, ni para ellos, ni para canjear.
Los indios, cuando se emborrachaban, eran imparables, se atacaban por cualquier motivo. Todos tenían cuentas que saldar, generalmente por problemas que nunca se daban por terminados. Nada se olvidaba, nada se perdonaba.
Cuando no encontraban al que buscaban, le prendían fuego a sus toldos.
Facundo hizo arreglos con el cacique para cuidar a los animales, y seleccionó también a algunos de la tribu como domadores. Los indios estaban todo el tiempo con sus caballos, les hacían una doma larga, les hablaban, los tocaban, y los manejaban con las piernas; nada de domas brutales.
Le pidió a uno de los comerciantes, del que se hicieron amigos, que le trajera una cantidad de frenos de pata corta, como los que usaban los soldados, para acostumbrarlos a ellos y no arruinarles la boca.
Le pagaba al comerciante con caballos y a los domadores indios con la mercadería traída por el vendedor, lo que ellos eligieran.
Cuando iban al campamento indio, Braulio y Facundo llevaban también unos sables largos enganchados en la parte de atrás de la montura, que eran de las llamadas húngaras, pesadas y con mucho fierro. El resto del grupo llevaba recados; cada uno portaba un Rémington del tipo carabina, con una correa que colgaba del cuello del jinete y el arma se metía en una canana atada a la montura. Este sistema permitía disparar, meterlo en la funda, cargar nuevamente y volver a tirar, usando una sola mano.
Cuando el enemigo estaba muy cerca se abandonaba en la funda y se sacaba el sable.
Llevaban también dos Rémington con el caño recortado, llamados “coli”, para usar como revólver. Las armas cortas eran raras en esa época, las tenían solo los altos cargos del ejército, o personas muy ricas o importantes.
El Rémington era de un solo tiro, tenía gran alcance y era fácilmente recargable; de modo que podían empezar a tirar de lejos, llegaban arriba de los setecientos metros. La bala era de plomo y el impacto arrastraba todo lo que encontrara en su camino. Las balas no eran blindadas y generalmente no bandeaban al adversario.
El Henry y los Winchester cargaban cinco o seis balas, tenían menos alcance por el calibre usado; disparaban balas lentas de alto poder de detención.
El caballo que menos utilizaban era el que denominaban de “batalla”, para que estuviera descansado si tenían que huir...

Índice

  1. Portadilla
  2. Legales
  3. Introducción
  4. Capítulo uno
  5. Capítulo dos
  6. Capítulo tres
  7. Capítulo cuatro
  8. Capítulo cinco
  9. Capítulo seis
  10. Capítulo siete
  11. Capítulo ocho
  12. Capítulo nueve
  13. Capítulo diez
  14. Capítulo once
  15. Capítulo doce
  16. Epílogo