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La llegada del obispo
Una mujer joven de rostro arrebolado y con gafas de concha apareció de repente tras una puerta en la que se leía: DIRECCIÓN. AEROCLUB BASTON.
—Bien, joven, ¿qué es lo que quiere? —preguntó enseguida.
El hombre de mediana edad con pantalones grises de franela que esperaba de pie en el vestíbulo miró a su alrededor para ver con quién hablaba, y se sobresaltó visiblemente cuando se dio cuenta de que era a él mismo a quien se dirigía.
—¿Es usted la directora del Aeroclub Baston? —quiso saber.
—Directora y secretaria. A decir verdad, hago de todo.
—Ya... —El hombre, aunque no parecía en absoluto tímido, aún no se había recuperado de la sorpresa de que le hubiera llamado «joven» una mujer a la que sobrepasaba en edad unos cuantos años—. El caso es que... me gustaría aprender a volar. Por supuesto —añadió con modestia—, si no soy ya demasiado mayor para estas cosas.
Su pudor contrastaba con la intensidad de su voz, una de esas voces que sugieren de inmediato la cualidad de la oratoria. La mujer esbozó una amplia sonrisa.
—¡No se preocupe! Le enseñaremos aunque nos vaya la vida en ello, ¡o a usted! —Se puso a rebuscar en una mesa atestada de papeles y sacó un formulario—. Será mejor que formalicemos su inscripción antes de que se arrepienta. ¿Es usted británico? No es que seamos unos maniáticos, pero si no lo es, no recibimos subvención por sus clases y tenemos que cobrarle más.
—Soy australiano.
La mujer de cara enrojecida lo miró con fijeza, inquieta, desde detrás de sus gafas.
—Espero que no sea usted muy aficionado a la bebida. El último australiano que tuvimos por aquí hizo añicos hasta el último vaso el día de su primer vuelo en solitario.
El forastero carraspeó en señal de desaprobación.
—Me parece bastante improbable que suceda algo parecido. Soy el obispo de Cootamundra.
Por primera vez, la joven parecía un poco desconcertada.
—Vaya..., es decir, ¡qué curioso! —Lo observaba con mirada inquisitiva—. Sí que tiene cierto aire obispal ahora que lo dice, y esa voz densa tan litúrgica. Pero ¿por qué no lleva el chisme ese en el cuello ni las polainas?
—Supongo que se refiere al alzacuellos y las calzas episcopales. —El centelleo de sus claros ojos azules contradecía la actitud severa del obispo—. Ahora mismo estoy de permiso. De todas formas, en la Commonwealth no somos tan estrictos con las formalidades. «El espíritu es el que da vida», después de todo.
—Hablando de cosas espirituosas —anunció su interlocutora de forma algo ambigua—, tengo que cerrar el bar. Son más de las tres. Esos malditos borrachos conseguirían que perdiera la licencia si los dejara. Disculpe mi lenguaje, por cierto, no tratamos con muchos obispos por aquí.
—No quisiera entretenerla.
—Está bien —contestó la joven con decisión—, pero antes fírmeme esto, sobre la línea de puntos.
Mientras hablaba, la directora había rellenado el formulario a vuelapluma, y ahora lo sostenía tendido hacia él. Después de firmar, el clérigo sacó su talonario de cheques.
—Según esto, la inscripción son dos guineas y la cuota otras dos, eso hace un total de cuatro guineas. ¿A qué nombre extiendo el cheque?
—¡Pero alma de Dios! Nadie hace caso de la tasa de inscripción, solo los asquerosamente ricos. Extiéndalo, por dos guineas, a nombre de «Sociedad Aérea Baston, S. L.».
—Pues gracias. —El obispo acabó de rellenarlo y firmó el cheque.
La directora se fijó en la rúbrica, firme y clara.
—Edwin Marriott —leyó—. Creía que firmaría como «George de Canterbury», «Arthur de Swansea» o algo así.
—Me temo que no —repuso el obispo con una sonrisa—. Edwin Cootamundriensis suena poco convincente, ¿no cree?
—Al menos el cheque será bueno, para variar —respondió ella con tono de alivio mientras doblaba el talón del obispo con cuidado—. Deberíamos bautizarlo con una copa rápida, ¿qué le parece? Aunque claro, lo olvidaba, usted no beberá. Nos va a costar un poco acostumbrarnos a sus formas —y continuó, como si le hiciera una confidencia—, pero va a ser una publicidad de primera cuando consiga su tarjeta: «Cambia mitra por gorro de aviador», ¿se imagina?
El obispo se estremeció a ojos vistas al oír el último comentario. La joven le tendió un cuadernillo y algunos folletos y le hizo un gesto para que se marchara.
—Vaya a dar una vuelta por la plataforma, haga el favor, y eche un vistazo a los que están volando. Me reuniré con usted en un santiamén y le presentaré a su instructor y todo eso.
El obispo, sin saber muy bien qué sería eso de la «plataforma», salió por la puerta que tenía enfrente y se encontró ante una extensa superficie de hormigón. Había unas cuantas mesas y sillas desperdigadas al aire libre, y a la derecha del pabellón de madera donde estaba la oficina de la que había salido, se alzaba un desolado barracón en el que supuso que se guardarían los aeroplanos del club. Lo que tenía delante era, sin duda, el aeródromo, pues mientras observaba vio un avión rodando por la pista a toda velocidad.
—¡Despegando! —murmuró satisfecho.
Cuando, algo después, la directora vino de nuevo a su encuentro, le pareció que traía un aspecto desaliñado y la cara aún más arrebatada. Obviamente aquel era el efecto de tratar de cerrar el bar.
—Antes de nada debería presentarme —señaló en primer lugar—. Soy Sarah Sackbut, aunque todo el mundo me llama Sally ¡o cosas peores!
—Encantado —saludó el obispo con cortesía.
—¿Debería llamarlo «Señoría»? —continuó—. No conozco muy bien la Iglesia australiana.
—Le rogaría que no. Son pocos los feligreses en Australia que lo hacen, y cuando lo oigo aquí me hace sentir muy extraño. Prefiero «doctor Marriott» o, como compañero del club, «obispo» sin más. Un poco americano, quizá, pero suena más informal.
Cerca de ellos, llamó su atención una esbelta figura enfundada en un mono blanco y con gorro de aviador. La parte del rostro que alcanzaba a ver era muy atractiva, y además le resultaba vagamente familiar, aunque no podía decir de quién se trataba.
La joven se giró al oír a Sally.
—Este es nuestro nuevo socio —le explicó ella—, el obispo de Cootamundra. Nada de tonterías con él, ni de confianzas, es un hombre respetable. —Sally se volvió sonriendo hacia el doctor Marriott—. Supongo que usted la habrá reconocido. Los cosméticos, ya sabe. «Lady Laura Vanguard, la belleza más destacada de nuestra sociedad, solo utiliza Skinfude de Blank», etcétera. Es un activo publicitario muy importante para nosotros, ¿verdad, Laura?
—¿Y por qué estás siempre preocupándote por mis insignificantes cuotas? —protestó Lady Laura con tono lastimero.
—El vil metal vale más que los laureles —sentenció la señorita Sackbut con gran solemnidad.
—¡Cuánta razón! —Lady Laura lanzó una sonrisa al obispo—. Es un inmenso placer conocerlo. ¿Es uno de los absurdos chistes de Sally o de verdad es usted un prelado de la Iglesia?
—Lo soy —admitió el obispo, sintiéndose aún más extraño que antes.
—¿Y por qué quiere aprender a volar? ¿Por aquello de estar más cerca de Dios?
—No seas blasfema, querida —la amonestó Sally.
—Mejor que ser profana —replicó Lady Laura—. Estoy segura de que ya habrás aterrorizado al obispo con tu vocabulario.
—Mi pretensión es bastante terrenal —se apresuró a interrumpir el obispo—. Se tarda varias semanas en viajar de una punta a otra de mi diócesis, con nuestros medios de transporte actuales. La Sede se ha ofrecido a comprarme un aeroplano, pero los fondos no llegan para contratar a un piloto, así que me he propuesto para llevarlo yo mismo.
Lady Laura murmuró algo, pero su interés se centraba ahora en un avión que se elevaba a ritmo constante en el azul del cielo de la tarde.
La señorita Sackbut comenzó a alejarse y el obispo la siguió. Reparó entonces en una mujer, vestida con un traje de aviación de cuero negro, que exhibía esa pose de resuelta soledad que solían adoptar las personas conocidas en espacios públicos.
Sus rasgos, hermosos en la distancia pero que se revelaban algo envejecidos y estropeados si se la observaba más de cerca, le eran más familiares aún que el perfil clásico de Lady Laura.
—¡Santo cielo! —exclamó—. ¿No e...