En el valle del paraíso
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En el valle del paraíso

Viaje a las ruinas de la URSS

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En el valle del paraíso

Viaje a las ruinas de la URSS

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Érase una vez un imperio por cuyos valles corrían ríos de leche y miel. Donde el progreso hacía soñar con delirios espaciales y utopías terrenales. Donde la carne de los Camaradas no perecía jamás. Un Edén de espino y hormigón que sucumbió a los envites de la historia. Entre sus ruinas hay fosas cavadas en el permafrost, montañas radioactivas y submarinos en el fondo del mar.Hace treinta años, Jacek Hugo-Bader emprendió una odisea periodística que aún perdura: auscultar los adentros del alma soviética. En el valle del paraíso es un recorrido por el territorio incierto de la memoria de aquellos que vivieron al otro lado del telón de acero. Una década de crónicas, reportajes y viajes que descubren entre sus vestigios la sombra de una nostalgia que conserva el cadáver de un imperio en descomposición.Hugo-Bader se ha sentado a hablar y a beber con los hijos de un orden ya antiguo. Ha brindado con héroes de otro siglo, soldados mutilados con el pecho cargado de insignias de un país perdido y coroneles que pintan cuadros melancólicos. Ha hecho de confesor a los diseñadores de la bomba atómica soviética y a las cosmonautas que no rozaron el cielo porque no pertenecían al Partido. Ha visto crecer el músculo de la mafia rusa en los sótanos de Liúbertsi. Y hasta ha hecho enfadar a Mijaíl Kaláshnikov, el inventor de la inmortal AK-47.

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Información

Editorial
Caja Alta
Año
2021
ISBN
9788417496456
Categoría
Historia
La revolución iba a traer bonanza
rusia
Año 1920. Tropas bolcheviques avanzan hacia Polonia. El Ejército de Caballería de Budionni, en el que sirve el joven judío Isaak Bábel, acaba de tomar Zhitómir. Es viernes por la tarde. Se aproxima el sábado, o sea, el sabbat. En ese «rosado vacío de la tarde», Bábel se encuentra al anciano Guedali, propietario de un puesto de viejo.
–Digamos sí a la revolución, pero no por eso le diremos no al sábado – así comienza a hablar Guedali mientras me envuelve con los lazos de seda de sus ojos nublados–. Sí, le grito yo a la revolución, sí, le grito, pero ella se esconde de Guedali y sólo manda por delante el tiroteo…
–En ojos cerrados no entra el sol –replico al viejo–, pero nosotros descoseremos los ojos cerrados.
–El polaco me ha cerrado los ojos –susurra el anciano con voz casi inaudible–. El polaco es un perro rabioso. Agarra al judío y le arranca las barbas, ¡el canalla! Y ahora le están zurrando a este perro rabioso. Es magnífico, esto es la revolución. Pero luego aquel que ha zurrado al polaco viene y me dice: «Entrégame tu gramófono, Guedali…». «Pero si a mí me gusta la música», le digo yo a la revolución. «Tú no sabes lo que te gusta, Guedali. Te voy a pegar un tiro, Guedali, y entonces sabrás lo que es bueno. Yo no puedo no pegar tiros, porque soy la revolución…».
–Y es cierto, no puede no disparar –le digo al viejo–, porque es la revolución…
–Pero también el polaco pegaba tiros, mi dulce pan, porque era la contrarrevolución; y ahora vosotros disparáis porque sois la revolución. En cambio la revolución es bondadosa. Y a la bonanza no le gusta que haya huérfanos en la casa. Las buenas obras las hace la buena gente. Los hombres buenos no matan. De modo que la revolución la hace gente mala.
Caballería roja, trad. de Ricardo San Vicente
Guedali tuvo dudas. Bábel y muchos otros judíos dieron la bienvenida a la revolución como si fuera un mesías.
Todo han de ser
Impunemente perseguidos durante miles de años, empujados a los trabajos más humillantes, para, después, con esa misma humillación, justificar las persecuciones, los judíos creyeron que la revolución acabaría con toda discriminación. Sobre todo en Ucrania y Bielorrusia –donde vivía la mayoría de ellos porque un ucase del zar no les permitía desplazarse y donde todo levantamiento cosaco se desencadenaba bajo el lema: Rízati zhidiv, liájiv, yezuítiv (degollar judíos, polacos, jesuitas)–, la revolución encontró más amantes. La juventud judía aportó muchísimos miembros a los partidos de oposición: sionistas, socialistas del Bund, anarquistas, socialistas-revolucionarios, mencheviques y bolcheviques…
Ese pueblo, tal vez el más oprimido, despreciado e indefenso del Imperio zarista, creyó en las palabras de la Internacional: Kto byl nikem, tot stánet vsem (Los nada de hoy todo han de ser) y dio a la revolución muchísimos escritores, agitadores, comisarios, chequistas y soldados, desde enfermeras hasta altos mandos del Ejército: Trotski, Zinóviev, Kámenev, Ríkov, Kaganóvich, Yakir, Rádek, Sverdlov, Litvínov, guías de la revolución, dirigentes del País de los Sóviets.
Cuando se esfuman las trabas zaristas que prohibían abandonar la zona de asentamiento marcada por el Dniéper, los judíos se lanzan hacia el este. Igual que en Las tres hermanas de Chéjov: V Moskvú! (¡A Moscú!).
Hombres de ciudades pequeñas ocupan puestos en el aparato del Partido, del Estado, en los consejos, en la economía, la ciencia, la cultura, la justicia y en el aparato de seguridad. En 1919 se funda el Partido Comunista Judío.
El molino de Bobr
La guerra ha terminado. Da comienzo la construcción de un nuevo sistema.
–La mayor desgracia de este país fue la colectivización –dice Yevsey Grigórievich Guéndel–, pero los judíos no tenían tierras, así que a ellos nos les afectó.
–Salvo porque la llevaron a cabo –aclaro.
–No fueron los judíos –dice Yevsey Grigórievich, y me envuelve con los lazos de seda de sus ojos nublados–. Los que la llevaron a cabo, en primer lugar, eran bolcheviques, en segundo lugar, también eran bolcheviques y, en quinto lugar, también. Solo tal vez en el décimo eran judíos. En 1921 el Partido Comunista Judío fue incorporado al Partido Bolchevique y se decretó la NEP. Y aquello fue una desgracia aún mayor.
–¿Qué desgracia? La NEP supuso un respiro. Lenin permitió la existencia durante un tiempo de medios de producción privados. Pequeños, por supuesto.
–Fue una desgracia porque la Nueva Política Económica afectaba a los judíos. A los ricos, a los grandes comerciantes, a los propietarios de almacenes, a los fabricantes, pero también a dueños de pequeñas tiendas, molineros, zapateros y sastres, que en Bielorrusia y Ucrania solían ser judíos. El Nepman era judío, un ricachón soviético.
»Era un insulto, como kulak en el campo. Mi abuelo era un Nepman porque cerca de aquí, en el pueblo de Bobr, él y tres más tenían un molino. El molino era minúsculo, ya que el río era tan ancho como esta habitación –dice extendiendo sus delgados brazos de pared a pared.
–Tiene una sala de estar muy estrecha –apunto.
–En cambio es larga. Toda la biblioteca cabe en una sola pared. Es muy modern. Pero escuche cómo sigue la historia: un molino entre cuatro, así que era posible defenderse de los bolcheviques. De haber estado él solo a cargo de aquel negocio, no habría sobrevivido, al igual que les pasó a los demás ricos. De Nepmans pasaron a ser lishonnis. Lishonni quiere decir desposeído de derechos civiles, y ahora ya sabe usted por qué mi madre y sus hermanos no tienen formación.
–No lo sé, señor Yevsey.
–Porque los lishonnis y sus hijos tenían vetado el acceso a la enseñanza superior. Uno de los hermanos de mi madre llegó a ingresar en el conservatorio de Moscú, en la clase del célebre maestro Yankelévich, pero un judiíto de poca monta lo delató diciendo que era hijo de un lishonni y lo expulsaron. Para recuperar sus derechos, mi abuelo fue junto con sus hijos a trabajar durante tres años en la industrialización socialista del Lejano Este.
Los judíos rusos usan nombres rusos, solo que derivados de los antiguos nombres judíos. Seguramente el padre de Yevsey Grigórievich, Grigori, antes de la revolución se llamaba Hirsch Hendel. Dio a su hijo el nombre de Yeyl, pero lo inscribió en el registro como Yevsey.
La NEP solo fue el principio. En la Unión Soviética no había nada privado, así que tampoco el antisemitismo era privado, sino institucional. Privadamente se podía inventar un chiste:
Un noruego se encuentra con un ruso y se queja del frío.
–Se ha congelado hasta el Golfstrom –se queja.
–Merecido se lo tiene –contesta el ruso–. Chusma judía. Así reviente.
El período entre 1936 y 1939, conocido como la época del Gran Terror, constituye el momento más negro de la historia de la Unión Soviética y de Rusia. Al contrario que polacos, letones, alemanes e incluso iraníes, todos grupos minoritarios que viven en el País de los Sóviets, los judíos no cuentan con su «ventanilla nacional». En su condición de hombres de ciencia, artistas, enekavedés…, morirán asesinados junto con otros muchos en la época de las purgas en el Partido, la Administración, el Ejército, el complejo industrial.
Muere Isaak Bábel, quien todavía en 1934, en el Congreso de la Unión de Escritores Soviéticos, hizo una apología de la «musculatura» de las palabras y los discursos de Stalin.
Veinte ancianos
Los no creyentes de distintas organizaciones judías –cuyo número en Bielorrusia alcanza los ciento cuarenta– dicen en broma ...

Índice

  1. Introducción
  2. Camarada Kaláshnikov. RUSIA
  3. El libro del retorno del cautiverio soviético. CRIMEA
  4. La cruzada de las mujeres. CHECHENIA
  5. La noche del general. RUSIA
  6. La revolución iba a traer bonanza. RUSIA
  7. Vista desde una morera centenaria. RUSIA
  8. El mausoleo y los ciento cincuenta científicos. MOSCÚ
  9. Todo yo estoy hecho de heridas. RUSIA
  10. Emirato Soviético Unido. RUSIA
  11. La princesa janti. SIBERIA
  12. Entre los hierbajos del valle del paraíso. KIRGUISTÁN
  13. El almacén de recursos didácticos. KAZAJISTÁN
  14. El Komsomólets de las profundidades. RUSIA
  15. En Vorkutá ante un tablón de anuncios. RUSIA
  16. Valentina Twist. RUSIA
  17. El archipiélago de la lluvia de oro. RUSIA
  18. Zona Liubé. RUSIA
  19. Créditos