¿Quién hablará en europeo?
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¿Quién hablará en europeo?

El desafío de construir una unión política sin lengua común

  1. 152 páginas
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¿Quién hablará en europeo?

El desafío de construir una unión política sin lengua común

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En este libro, Basurto y Domínguez plantean por fin seriamente la cuestión de la ausencia de una lengua común como un problema político para el futuro de Europa. Con el fin de abordarlo, emprenden un fascinante recorrido histórico por la formación de las diversas lenguas europeas desde el Imperio Romano hasta el austrohúngaro, pasando por la Revolución Francesa, y nos muestran el intenso entrecruzamiento que siempre ha existido entre política, lengua, educación e identidad nacional.Además de un sugerente repaso al convulso pasado lingüístico del Viejo Continente, en estas páginas se ofrece una aguda visión de la Bruselas actual, con todas sus contradicciones y superposiciones lingüísticas e indentitarias. El presente ensayo no solo resulta innovador por atreverse a plantearla pregunta sobre la unión lingüística europea, sino también por arriesgarse a sugerir posibles y sorprendentes soluciones.

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PARTE I

El mundo de ayer

CAPÍTULO 1
Europa. Lengua. Identidad

Antes de adentrarnos en la historia de Europa para analizar cuál ha sido la evolución de sus grandes lenguas, es necesario detenerse y esclarecer ciertas cuestiones: ¿cómo pudo un continente tan pequeño devenir en un contender de incontables culturas y lenguas?, ¿por qué estas últimas tienen una influencia desmedida en la formación de la identidad de las personas y los colectivos? Y, por abundar: ¿qué diferencia a una koiné de una lengua franca? En la respuesta a todas esas preguntas se encuentran algunas de las claves para comprender cómo se ha alcanzado el equilibrio lingüístico que rige en la Europa actual, y cómo este podría verse alterado en un futuro no tan lejano.

Una singularidad europea

Si se asume que, tal y como reza el dicho, las fronteras son las cicatrices que nos ha legado la historia, las disputas lingüísticas o religiosas son con frecuencia las heridas que las motivaron. Y, de entre todas las tierras del mundo, las de Europa han sido especialmente propensas a sufrir desgarros de este tipo.
No es fácil explicar con criterios geográficos cómo el continente europeo devino en una ecuación con centenares de lenguas que ni siquiera la modernidad logró despejar. Sin embargo, hay tres condicionantes que se han planteado a lo largo de los años y que deberían constar en cualquier análisis, al menos como hipótesis pendientes de ser testadas. En primer lugar, el núcleo del continente europeo forma un continuo por el que resultaba sencillo que circulasen la información y las gentes. Una gran planicie se extiende desde Bruselas a la frontera rusa, mientras que las grandes cordilleras europeas son únicamente las costuras que cosen las tres grandes penínsulas del sur a la masa continental. Por otra parte, y a pesar de que Europa siempre fue un continente con unos límites definidos, lo cierto es que se halla enormemente expuesto a la influencia de sus vecinos, desde el estrecho de Gibraltar y las islas del Egeo hasta las llanuras de la Rusia europea. Y, por último, las tierras del continente europeo tienen una distribución anómala, pues otra parte relevante de su territorio se compone de penínsulas como la itálica e islas como Gran Bretaña. Los golfos, los canales y las cordilleras constituyen grandes barreras que separan la llanura central de la periferia, lo que facilitó que en un continente tan pequeño surgiesen ecosistemas lingüísticos muy diferenciados.
Si la planicie central y sus grandes ríos fueron decisivos a la hora de facilitar los intercambios culturales y el desarrollo económico (al igual que sucede en otras áreas geográficas), la influencia proveniente de los continentes vecinos fue clave a la hora de incorporar elementos que hoy son percibidos como centrales en la cultura europea. El cristianismo, para algunos el verdadero germen de la civilización occidental, no deja de ser una fe importada del Medio Oriente, sin ir más lejos.
Por lo que respecta a la tercera particularidad, la comparti-mentalización del continente en unidades geográficas más pequeñas contribuyó a que la progresiva homogeneización lingüística que trajo la Edad Moderna se produjese de forma distinta en cada uno de los distintos compartimentos geográficos: mientras el inglés se expandía por las islas británicas, el castellano hacía lo propio a costa del acervo lingüístico ibérico. La fragmentación política contribuyó a preservar la diversidad lingüística, cierto, pero las barreras geográficas lo hicieron en igual o mayor medida. En Italia, cuyo norte estuvo expuesto durante siglos a la influencia y dominación germana, los dialectos italianos se mantuvieron indemnes, mientras que el castellano (y antes el catalán) no lograron asentarse en el reino de Nápoles a pesar de los siglos de dominio hispánico. Los Alpes y el mar Tirreno demostraron ser una barrera más formidable que las fronteras entre las pequeñas repúblicas italianas.
Aunque no esté del todo claro que estas particularidades fuesen la única causa de la fragmentación lingüística que aún hoy impera en el Viejo Continente, lo indiscutible es que Europa se convirtió pronto en un continente donde pervivían numerosas comunidades lingüísticas muy cerca las unas de las otras. Pero sería falso afirmar que este hecho, a pesar de haber creado un fermento de desconfianza ya presente durante el periodo medieval, se encuentra detrás de los conflictos a gran escala que asolaron el continente durante la Edad Moderna. Mientras la noción de cristiandad se impuso sobre la noción cultural de Europa, la religión fue el principal elemento catalizador de los conflictos religiosos y sociales. De la Noche de San Bartolomé a la de los Cristales Rotos, la pulsión sectaria ha sido uno de los principales motores de la violencia sobre la población durante los últimos cinco siglos. Solo cuando el declinar de la religión como elemento aglutinador permitió que los Estados se lanzasen a ocupar los vacíos que esta había ido dejando pasaron las lenguas a ocupar progresivamente el carácter divisivo que la religión había jugado durante la alta Edad Moderna. Ya en el siglo XIX, parecía que las diferentes ramas del cristianismo habían perdido su prestigio como elemento identitario, mientras que las lenguas lo conservaban intacto.
Era previsible, con todo, que en un continente con las condiciones arriba descritas la cuestión lingüística terminase por ser el principal catalizador de los conflictos internos. Aunque en Europa pueda parecer algo inconcebible, los nacionalismos no siempre necesitan beber de las lenguas. Ahí están las experiencias de Latinoamérica y los países árabes para demostrarlo.

Lengua y entorno

Sea como fuere, lo cierto es que la importancia del idioma en ámbitos tan sensibles como la identidad del individuo y de la comunidad es algo que no puede atribuirse únicamente a la inflamación política. Resultaría difícil minusvalorar el rol que juegan las lenguas a la hora de definir lo que somos y nuestra posición con respecto al resto de seres y elementos que nos rodean. De hecho, han sido numerosas las investigaciones y estudios que, durante las últimas décadas, han tratado de arrojar luz sobre el peso de la lengua propia en la identidad individual y en las relaciones de todo individuo con su entorno.
Por ejemplo, un estudio reciente de la revista Nature (5) demostró que compartir lengua favorecía la colaboración entre individuos, incluso aunque estos no se comunicasen en dicha lengua. Para realizar el estudio, se dividió en parejas a ciento dieciocho hablantes bilingües de inglés. Algunas parejas estaban formadas por dos personas que compartían ambas lenguas (su lengua materna y el inglés), mientras que otras estaban compuestas por individuos que únicamente compartían el inglés como segunda lengua. Las conclusiones del estudio eran claras: aquellas personas que compartían lengua materna, aun comunicándose en inglés, tuvieron un mejor desempeño al realizar las tareas que les fueron encomendadas. Existe también evidencia empírica de que aquellas personas que trabajan en inglés (sin que esta sea su lengua materna) son más propensas a experimentar sentimientos de aislamiento y de distancia con respecto a sus interlocutores.(6) Otros estudios parecen haber descubierto, de forma nada sorprendente, que las implicaciones emocionales de las palabras se manifiestan con menor intensidad cuando estas se pronuncian en una lengua extranjera, aunque el oyente la domine.(7)
Por lo que respecta a la influencia de las lenguas sobre la personalidad de cada individuo, varias investigaciones han arrojado resultados que sugieren que nuestras actuaciones y nuestros juicios morales se ven influidos por la lengua en la que nos vemos obligados a actuar en cada momento. Cuando nos hemos de enfrentar a decisiones de corte moral, las personas razonamos de manera distinta en función de la lengua en la que nos veamos obligadas a tomar dicha decisión. Curiosamente (o no tanto), las personas muestran un talante más abierto y tolerante respecto a cuestiones morales cuando conocen de ellas a través de una lengua extranjera.(8)
Solo cabe, por tanto, asumir que la cercanía con la que percibimos algunos conceptos o personas se halla enormemente condicionada por el canal a través del cual estos nos llegan. A la luz de la sensación de aislamiento y falta de empatía que padecen muchos de quienes se ven obligados a trabajar o relacionarse en una segunda lengua, es difícil no preguntarse si, para ellos, volver a vivir en su lengua materna no se asemejaría a la experiencia de regresar al hogar después de un largo viaje.
Dado que la lengua hablada (y también pensada) informa nuestra propia personalidad y establece de forma algo despótica las distancias que nos separan de otras personas y realidades, ¿cómo no iba a contribuir en la forja de las identidades colectivas? Si percibimos de forma intuitiva que hablar una determinada lengua nos da una visión del mundo particular e informa nuestra personalidad de una determinada manera, ¿cómo no caer en la tentación de pensar que seremos necesariamente más afines a una persona que se mueva en esas mismas coordenadas? Uno podría llegar a preguntarse, en fin, qué sentido tiene hacer el esfuerzo de establecer vínculos con otras comunidades de hablantes si la ciencia parece sugerir que estos nunca podrán competir con la conexión intuitiva que nos une al paisanaje.
Solo respondiendo a estas y otras preguntas se puede llegar a comprender el énfasis que muchos ponen en la cuestión de las comunidades lingüísticas, y el punto hasta el cuál ésta influye en debates como el que existe hoy en día en torno a la inmigración. Si en Cataluña, por poner un ejemplo, ha sido absolutamente imposible abordar el debate en torno al papel de las lenguas en la instrucción pública de una forma racional y desapasionada es precisamente porque el fantasma de la diglosia y la sustitución lingüística está siempre presente. Es evidente que los procesos de construcción nacional europeos del siglo XIX y el auge de los nacionalismos irredentos ha contribuido a enconar la disputa hasta límites ciertamente insoportables, pero no es menos obvio que este no es el origen último del problema. Nadie, en definitiva, quiere despertar una mañana y descubrir que en su barrio todo el mundo habla en extranjero. Tal y como señala Cervantes:
El grande Homero no escribió en latín porque era griego, ni Virgilio no escribió en griego, porque era latino. En resolución, todos los poetas antiguos escribieron en la lengua que mamaron en la leche, y no fueron a buscar las estranjeras para declarar la alteza de sus conceptos. Y siendo esto así, razón sería se entendiese esta costumbre por todas las naciones, y que no se desestimase el poeta alemán porque escribe en su lengua, ni el castellano, ni aún el vizcaíno, que escribe en la suya.(9)
En este punto nos vemos obligados a discrepar del Sr. Quijano. Presentar la problemática lingüística partiendo úni-camente del apego que todo hombre siente hacia su lengua materna y analizar las relaciones entre comunidades lingüísticas como si de tribus uniformes se tratase es un reduccionismo. Ya lo era en tiempos pretéritos. Es más: si don Quijote incide en el hecho de que los grandes escritores escribían en sus lenguas, lo que hace es sugerir implícitamente que existían otras lenguas con las que convivían, y que habían permeado en la comunidad. Y, dado que esas lenguas no las habían mamado en la leche, por fuerza habrían de resultar atractivas por otra razón.

Koinés y sus imperios

La cohabitación lingüística es un fenómeno viejísimo, que ha generado enormes conflictos, pero también ha facilitado que los grandes avances científicos y culturales se desparramasen con gran facilidad de unas comunidades a otras desde la Antigüedad.
Frente a la concepción de las lenguas como bienes privativos de cada comunidad o tribu, lo cierto es que la historia se ha conducido por otros derroteros en multitud de ocasiones. Algunas lenguas se han extendido a otras comunidades de hablantes, toda vez que han surgido nuevas poblaciones o comunidades compuestas por hablantes de diferentes idiomas. La casuística es infinita.
En ese sentido, el surgimiento de entidades políticas que aglutinaban distintos pueblos y reinos bajo su manto protector (la definición más tosca y simple de un imperio) ha provocado a lo largo de la historia que muchas lenguas hayan dejado de ser únicamente la herramienta de comunicación de una sola comunidad. Las construcciones políticas complejas permitieron así que algunos idiomas hiciesen de puente entre comunidades muy diversas, y que facilitasen los intercambios culturales y la difusión de los avances científicos. Son muy numerosos, de hecho, los autores (10) que han relacionado los imperios (con la inevitable mezcla de culturas y pueblos que conllevan) con los grandes saltos que ha dado la humanidad, y Nebrija llegó incluso a vincular el éxito de la empresa imperial española con el hecho de tener una lengua que pudiese servir de herramienta para facilitarlo.(11) Si bien la historia de los imperios suele llevar consigo la exterminación de culturas enteras y la búsqueda de una cierta uniformidad cultural, no es menos cierto que estas experiencias han servido al mismo tiempo de puentes entre realidades que hasta ese momento habían discurrido paralelas, favoreciendo la difusión de los avances técnicos y de las ideas.
Las lenguas de los imperios salieron de su propio ámbito y pasaron a ser un canal disponible para quienes ya tenían su propia lengua, pero necesitaban comunicarse fuera de la tribu. De esta forma, frente a la lengua como elemento identitario y de cohesión se sitúan las lenguas que siguieron caminos distintos y ejercieron de puente entre distintas realidades culturales (aunque esto pueda parecer un eufemismo para evitar mencionar las atrocidades que con frecuencia las acompañaron).
El término koiné, al que se hará referencia en múltiples ocasiones a lo largo de esta obra, remite originalmente a la variedad del griego que se hablaba en los restos del efímero imperio de Alejandro el Magno. Del Peloponeso a Asia Menor, pasando por lugares tan dispares como Egipto, Siria, las costas del Mar Negro o incluso algunos núcleos poblacionales en lo que hoy es Pakistán, la lengua de los conquistadores favoreció que los intercambios culturales y comerciales perviviesen a lo largo de las tierras que había unido la espada de Alejandro. Más allá de Grecia, la koiné no era la lengua de ningún otro colectivo o tribu (si acaso la lingua franca de las élites que rodeaban a los generales de Alejandro en cada uno de los reinos que este les legó), sino un vehículo de comunicación entre distintos pueblos y reinos, sin llegar a amenazar las lenguas originarias de cada uno de ellos. La koiné convivió con múltiples lenguas de gran tradición, como el arameo o el copto. Y de ahí, al Nuevo Testamento (toda...

Índice

  1. Portada
  2. ¿Quién hablará en europeo?
  3. Portadilla
  4. Índice
  5. Legales
  6. INTRODUCCIÓN
  7. PARTE I: El mundo de ayer
  8. PARTE II: La Europa de mañana
  9. EPÍLOGO: Un continente que busca hablarse a sí mismo
  10. Notas al final
  11. Bibliografía