Cómo vencer los temores y fortalecer la salud emocional
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Cómo vencer los temores y fortalecer la salud emocional

  1. 202 páginas
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Cómo vencer los temores y fortalecer la salud emocional

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Índice
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Información del libro

¡Cuántas veces nuestro comportamiento habitual suele verse afectado por diferentes temores! Temores que necesitan ser vencidos, para dar madurez a la personalidad y éxito en la ejecución de las más diversas actividades. Esta obra es una respuesta a esa sentida necesidad del alma. Cada idea es una propuesta de victoria y solución; cada página, una invitación al valor y a la fe; y cada capítulo, un camino hacia la salud emocional y espiritual.

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Información

Año
2021
ISBN
9789877983296
Categoría
Religión

Capítulo 1

Bajo el signo del temor

“No hay en el mundo mayor necesidad que la de la liberación del temor” (Ernesto Jones).
Durante los días de la Segunda Guerra Mundial, el soldado ucraniano Grisha Sikalenko desapareció de las filas de su ejército. Sus compañeros lo dieron por perdido en el frente de batalla. Pero en realidad había desertado y regresado a su hogar. Solamente sus padres conocían el secreto, quienes excavaron para su hijo una cueva debajo de un montón de estiércol. Y allí Grisha permaneció escondido ¡durante 18 años!, temiendo ser descubierto.
Dos veces al día la madre le llevaba alimento, y durante la oscuridad de la noche salía afuera para respirar aire puro. En invierno debía sufrir mucho frío; y en verano el escondite se hacía casi insoportable. Pero finalmente, en 1958 Grisha se animó a salir de su refugio, dispuesto a recibir la pena que le impusieran como desertor. Sin embargo, habían pasado tantos años, que se libró del castigo.
Este caso extremo muestra cuán alienante puede llegar a ser el temor cuando se vuelve tan exagerado y dominante. No deja pensar racionalmente, y produce una triste cobardía.
¡Cuántos seres sufren este efecto paralizante y viven sin libertad de acción! Se sienten impedidos para cristalizar sus sueños. Quieren, pero no se animan. Y así matan sus sanas ambiciones, porque el temor los inhibe y los oprime. ¡Cuántos talentos y aptitudes se pierden en el mundo por este lamentable motivo!... ¡Y cuántos hombres y mujeres viven desdichados por esta misma razón!...

Realidad preocupante

Nuestro mundo está enfermo de temor. Mucha gente se levanta y se acuesta cada día con su cabeza llena de miedos. No tienen tranquilidad en su corazón. Son almas abrumadas por su falta de valor para vivir confiadamente.
Ya lo había anticipado el gran Maestro: “Los hombres desfallecerán por el temor y la ansiedad de lo que vendrá sobre la tierra” (S. Luces 21:26).1 Tal es la realidad que podemos observar hoy en las grandes ciudades, como también en las zonas menos densamente pobladas. Con acierto, el reconocido psiquiatra Ernesto Jones escribió: “No hay en el mundo mayor necesidad que la de la liberación del temor”.
Todos tenemos nuestros temores. Desde la mujer que está por dar a luz, hasta el anciano que transita su recta final; desde el hombre más decidido, hasta el niño que se aferra a su padre en busca de seguridad... Todos por igual, aunque con variada intensidad, anidamos nuestros propios miedos en la intimidad de nuestro ser. A veces, de modo manifiesto; a menudo, encubierto. Pero todos tenemos algún temor que quisiéramos derrotar...
Temor en los hogares
En todas las ciudades, ni bien se pone el sol y baja la noche, se aseguran las puertas de cada vivienda. Sus habitantes se encierran sin suficiente garantía de protección. Se colocan puertas blindadas y cerraduras adicionales. Las rejas protectoras son cada vez más altas, y se instalan alarmas domiciliarias, cercos electrificados y cámaras ocultas de seguridad. Todo esto, sin contar las cabinas de vigilancia que abundan en la ciudad, y la patrulla policial que recorre las calles de la planta urbana.
Pero a pesar de ello, la gente conserva el temor y la desconfianza. Cuando salen de su casa, miran cuidadosamente hacia todas partes, y cuando entran hacen lo mismo, temiendo la peligrosa aparición de algún delincuente. ¡Cuán insegura, complicada y costosa se nos ha vuelto la vida moderna!
Así se encuentra nuestro mundo. Impregnado de inseguridad y de temor, sin la tranquilidad necesaria para disfrutar de paz y de bienestar espiritual. En reemplazo, prevalecen el recelo y el aislamiento. El trato con el extraño virtualmente no existe, y el individualismo crece como herramienta de autodefensa.
Aun entre los niños
A menudo, el temor se fabrica dentro del propio hogar, a través de lo que ven los hijos más pequeños. Me refiero a los programas televisivos de terror y a las imágenes de violencia, guerras, muerte y destrucción que abundan en la pantalla chica del hogar. Dichas imágenes inciden sobre la mente y el comportamiento de los niños, quienes como resultado se vuelven más irritables, asustadizos y agresivos. Todo, debido a lo que parece tan entretenido, pero en realidad tan nocivo.
Y lo que decimos sobre la influencia de tales programas televisivos, es igualmente válido para toda otra pantalla electrónica, sembradora de los mismos contenidos. Es imposible que los niños no se vuelvan temerosos, cuando se alimentan con la comida descompuesta de la guerra, la violencia, el terror y la muerte. Durante años se negó esta incidencia televisiva. Pero hoy, ante esta influencia perjudicial sobradamente demostrada, ¿quién podría seguir negándola, y creer ingenuamente que lo que vemos no deja huella en la mente?
¿Sientes alguna clase de temor en tu corazón? Fíjate qué imágenes entran por tus ojos. ¿O tus hijos suelen tener diversos tipos de miedo, y esto les afecta su conducta y su rendimiento escolar? Entonces observa qué miran en el televisor o en la pantalla que tienen más a mano. Tu oportuna intervención podrá ofrecerles la mejor ayuda para su personalidad en formación.

Desesperado en el desierto

Un hombre estaba atravesando el desierto de Sahara. El vehículo que conducía le había respondido bien durante buena parte del viaje. Pero de repente, en medio de aquellos arenales calcinantes, el motor del auto se detuvo y fue imposible volver a arrancarlo.
Era la primera vez que el hombre viajaba por esa región tan solitaria. Imprudentemente, había rehusado viajar en compañía de alguien conocedor del desierto. Entonces, en su soledad, y bajo el calor abrasador, comenzó a sentir angustia y temor. Y al ver que no pasaba ningún otro viajero que pudiera ofrecer ayuda, el hombre llegó al borde de la locura y la desesperación. Por fin, ya en horas de la noche, otro conductor pasó por el lugar, y encontró al hombre a punto de desfallecer, aterrado por el miedo y la soledad. Y la ayuda recibida le salvó la vida...
Este viajero del desierto es apenas un símbolo del drama que viven millones de almas temerosas, estancadas en el desierto del mundo complejo que los rodea. Un desierto mundanal que provoca la sed espiritual de incontables corazones. ¿De qué sed se trata? De la sed íntima de un mayor contentamiento y bienestar interior. Se trata de la búsqueda de seguridad mientras vivimos “bajo el signo del temor”. Una intensa búsqueda de felicidad...
El hombre detenido en el desierto necesitaba agua, compañía y ayuda para su auto descompuesto. Estaba angustiado y aprisionado en el gran arenal. No sabía qué más hacer para seguir viaje. Hasta que llegó el otro viajero, quien lo ayudó a arrancar el auto para salir de aquella prisión.
¿No te parece que la experiencia de este conductor es la síntesis de lo que suele pasarnos a todos los mortales? Al igual que él, podemos creer que no necesitamos ayuda de nadie, y que podemos arreglarnos solos para todo. Y al principio nos va bien, y nos convencemos de que tenemos suficiente capacidad para seguir solos el viaje de la vida. Pero, de pronto surge el primer problema...
Entonces, ¿qué hacemos? Intentamos valernos por nosotros mismos... Pero el problema se nos complica. Y en medio de la angustia nace la humildad. Y en la hora cuando la angustia y la humildad se convierten en un ruego a Dios, aparece la solución tan anhelada. El temor se disipa, y el alivio nos permite seguir el camino con buen ánimo.
¿Te sientes a veces como detenido o detenida en un desierto? ¡Piensa que siempre existe una salida! Cuando nos agobia algún severo temor, puede acercársenos el Amigo todopoderoso para ofrecernos su mejor ayuda. Ese Amigo es nuestro maravilloso Auxiliador en la hora del apremio y la opresión.
El salmista bíblico conocía tan bien esta verdad, que llegó a escribir: “Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por eso, no temeremos, aunque la tierra sea removida, aunque se traspasen los montes al corazón del mar” (Salmo 46:1,2).
¿Notas el significado de estas gráficas palabras? Aun en medio de las peores desgracias y amenazas, podemos confiar en el Altísimo, quien “es nuestro amparo y fortaleza”. Con él, siempre tenemos más motivos para el valor que para el temor.

El origen del temor

Remontémonos a los comienzos de la humanidad. Allí nos encontraremos con la primera pareja matrimonial, creada a la imagen y semejanza de su Creador. Ambos eran seres perfectos, y ningún mal los afligía. No tenían la menor noción del miedo. Todo les resultaba agradable y apacible. Tanto de día como de noche, Adán y Eva se sentían igualmente seguros y felices.
El huerto del Edén era el sitio ideal para gozar de total bienestar. No se podía pretender un lugar mejor para vivir en plenitud. Pero un día –funesto día aquel–, contra todo lo esperado, marido y mujer desobedecieron las indicaciones de su Padre y Creador. Entonces la imperfección entró en aquellos corazones y en aquel hogar primero. Un extraño sentimiento de temor y culpabilidad se apoderó de Adán y su esposa. Y ambos se escondieron de vergüenza, porque no pudieron soportar la voz acusadora de su conciencia, ni la mirada profunda de Dios.
El relato veraz de las Escrituras afirma que “entonces oyeron a Dios, el Señor, que se paseaba por el jardín a la brisa del atardecer. Y el hombre y su esposa se escondieron de su presencia entre los árboles del jardín. Pero Dios, el Señor, llamó al hombre y le dijo: ¿Dónde estás? Y Adán respondió: Te oí andar por el jardín, y tuve miedo” (Génesis 3:8-10). Por primera vez en toda la historia humana se pronunció la palabra “miedo”. Y desde entonces esta sombría palabra se ha convertido en uno de los términos más comunes y punzantes del lenguaje universal. El miedo o el temor pinta un corazón intranquilo, una conciencia atribulada, una vida insegura...
La actitud de Adán y Eva, de haberse escondido por causa de su temor, fue parecida a la actitud del soldado que vivió escondido durante 18 años, según lo narramos al comienzo del capítulo. Pero Dios se acercó al escondite de Adán, y le preguntó con dolor: “¿Dónde estás?” Es decir, “¿Por qué te has escondido de mí? ¿Pensabas que no te encontraría? ¿Qué ganas con esconderte, cuando tú sabes que mis ojos jamás se apartan de ti?” Entonces comenzaron los pretendidos justificativos: Adán culpó a su esposa, y ella culpó a la serpiente por su desobediencia. Pero tales excusas no sirvieron para borrar el temor de sus corazones.
A tantos siglos de aquel primer temor, todavía hoy la conducta errada aleja del Creador y crea turbulencia en el corazón. Produce culpabilidad, autorreproche y temor a las consecuencias. Y junto con tales sentimientos, aparecen las excusas para cargar la culpa sobre otros. O tal vez, el alma huye y se esconde, como pasó con Adán y Eva, y con Caín después de matar a su hermano Abel. ¡Cuán huidizo es el espíritu humano para encubrir sus temores y sus culpas!

Huir sin provecho

En uno de sus memorables poemas, Víctor Hugo describe la angustia que sintió Caín después de asesinar a su inocente hermano Abel. Inmediatamente después de cometer el crimen, huyó a un sitio muy lejano y se acostó a dormir al pie de una montaña. Pero cuando levantó su vista al cielo vio un ojo fijo que lo observaba.
Entonces Caín huyó de aquel lugar, y se fue a un sitio más lejano todavía. Pero aun allí, sobre el horizonte vio al mismo gran ojo que lo miraba. Luego, construyó una tienda con pieles y se acostó debajo de ella; pero las pieles no pudieron ocultarlo de aquel ojo que lo perseguía día y noche. Finalmente, Caín se escondió en una cueva rocosa. Pero ni aun allí las piedras pudieron encubrirlo de ese ojo que le atravesaba el alma.
El poema de Víctor Hugo describe así la angustia de la conciencia acusadora del primer homicida. Por extensión, también señala el terror de quien huye de sus culpas y procura disimular sus caídas. Pero el que huye de sí mismo, corre inútilmente. Porque adondequiera que vaya, siempre llevará consigo su alma angustiada y perseguida.
Para entender mejor esta ausencia de paz interior, no necesitamos ir muy lejos. Bastará que nos observemos por un momento a nosotros mismos. Y allí, en el fondo mismo de nuestra conciencia, podremos descubrir el motivo de muchos de nuestros miedos. Por otro lado, quien intenta disimular sus incorrecciones, sin reconocerlas ni combatirlas, solamente conseguirá avivar sus temores. Así se sintieron Adán y Eva cuando se escondieron de Dios. Y mucho peor se sintió Caín después de matar a su hermano.
El encubrimiento de nuestros males nunca termina bien. En cambio, el valor para reconocerlos nos lleva a Dios quien, con su amor y su perdón, inunda de paz nuestro corazón.

Dolor y temor

Mientras el antiguo patriarca Job sufría “de una llaga maligna desde la planta del pie hasta la coronilla de su cabeza,... y tomaba una teja para rascarse con ella”, pronunció las sentidas palabras que describen el dolor de su cuerpo y de su alma. Dijo él: “El temor que me espantaba me ha venido, me sucedió lo que temía. No tengo paz, ni quietud, ni descanso; solo turbación” (Job 2:7,8; 3:25,26).
El sufrimiento histórico de Job descubre la realidad humana de todos los tiempos: la existencia universal de la adversidad. Y cuando el dolor es profundo, produce mayor tensión y desconcierto. Entonces nos preguntamos confundidos: “¿Por qué me tuvo que pasar esto? ¿Qué hice de malo para merecer esta prueba o esta enfermedad? ¿Por qué Dios la ha permitido?” Y con frecuencia la respuesta no aparece... Y en medio de la confusión mental y el sufrimiento físico, puede aumentar la angustia; como también pueden nacer la esperanza y la confianza en Dios. Tal fue la profunda experiencia de dolor, de temor y de fe que le tocó vivir al patriarca Job.
Job no tuvo a menos reconocer que le “sucedió lo que temía”. Quizá en un momento de su vida habrá presentido que alguna vez podría sufrir un golpe así. Y aunque esto pudo haber preparado su espíritu, igualmente cuando le llegó el infortunio, confesó con franqueza: “No tengo paz, mi quietud, ni descanso”. Durante un buen tiempo fue incomprendido por sus amigos y su propia esposa. Un hondo temor se apoderó de su alma, al pensar que su dolor no tendría fin.
Nació la esperanza
Pero mientras Job seguía suf...

Índice

  1. Tapa
  2. Prólogo
  3. Seguridad y bienestar
  4. Capítulo 1
  5. Capítulo 2
  6. Capítulo 3
  7. Capítulo 4
  8. Capítulo 5
  9. Capítulo 6
  10. Capítulo 7
  11. Capítulo 8
  12. Capítulo 9
  13. Capítulo 10
  14. Capítulo 11