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las canciones del diablo
Todavía no nos hemos topado con el concepto de pecado, pero necesitaremos tenerlo en cuenta. Los antiguos tenían muchas preocupaciones con respecto a la música, pero tendían a centrarse en cuestiones prácticas relacionadas con su influencia en el carácter y en la sociedad. La idea de que los dioses podían tener opiniones firmes con respecto a los espectáculos musicales rara vez entraba en sus razonamientos. Las deidades, por supuesto, tenían su propia música, que estaba incluida en ciertos rituales, y esto debía abordarse con el decoro apropiado, pero las objeciones a la música secular que con tanta frecuencia planteaban las élites culturales se centraban en el aquí y el ahora, no en el más allá. A Zeus no le importaba demasiado qué canciones escuchaba uno en su tiempo libre.
Este enfoque práctico de la música, que no requería el concepto de la vida después de la muerte ni la idea del pecado para imponer restricciones sumamente severas en los estilos interpretativos, también puede hallarse fuera del contexto grecorromano. De hecho, alcanza su punto álgido en la extraordinaria diatriba Contra la música de Mozi, un pensador chino que vivió en la misma época que Sócrates y que pregonó una filosofía basada en la austeridad y la contención. Contra la música es el más hostil de todos los manifiestos sobre el tema que han sobrevivido desde la Antigüedad, y hay muy pocos en los siglos posteriores que se acerquen siquiera al grado de amargura con que se formulan en él las protestas. Donde otros teóricos distinguían entre canciones permitidas y prohibidas, estableciendo sutiles diferencias entre los instrumentos, los modos y los estilos, Mozi generaliza inflexiblemente: “¡Hacer música está mal!”. No admite excepciones, e insiste en que si los gobernantes quieren “fomentar lo que es beneficioso para el mundo y eliminar lo que es dañino, deben prohibir y acabar de una vez con esa cosa llamada música”. Y, sin embargo, las ideas de irreverencia o pecado no entran en su argumentación; tampoco hace ninguna referencia a los conceptos de lo sagrado o lo profano. Lo que quiere es que el tiempo y el dinero que se dedican a la música se destinen a otros proyectos más útiles.
La música no ayuda en absoluto a alimentar a los hambrientos ni les proporciona ropa a los pobres, señala Mozi. La música no contribuye al orden social ni reduce el omnipresente caos de la vida cotidiana, por lo que tanto las clases altas como las bajas, tanto los poderosos como los débiles deben resistirse a su encanto. Si los gobernantes destinan recursos a la música, se los están quitando a otras necesidades más urgentes. Los granjeros que escuchen música descuidarán las cosechas. Las mujeres que presten atención a la música se olvidarán de hilar y tejer. En una sociedad bien ordenada, no puede permitirse semejante descuido de las obligaciones.
La severidad de su posición es muy llamativa, pero la obsesión que demuestra por lo utilitario es coherente con las principales preocupaciones que genera la música en la Antigüedad. Confucio tenía una opinión muy distinta, pero también adoptó un punto de vista obstinado y práctico, destacando el papel crucial que desempeñaba la música en la educación y los rituales. Desde luego, entendía muy bien el placer sensual que provocaba: una conocida anécdota cuenta que estuvo tres meses en un estado de éxtasis tras escuchar el shao, una especie de pantomima acompañada de música atribuida al legendario emperador Shun (otra poderosa autoridad muy reconocida por sus innovaciones musicales). Pero el atractivo de esta música estaba vinculado a su influencia benéfica sobre la moral y el carácter. El pensamiento de Confucio acabaría centrándose en el valor práctico de la música hasta un grado casi absurdo. Incluso la canción popular más inofensiva se retorcía y daba la vuelta, se diseccionaba y reinterpretaba para que de su letra pudiera extraerse algún tipo de enseñanza. La idea de que las canciones buenas y bien ordenadas contribuían a que la sociedad fuera buena y estuviera bien ordenada era la base de la teoría musical china.
Por ejemplo, la canción “Out in the Bushlands a Creeper Grows” parece tener un significado evidente:
Había un hombre tan encantador,
frente clara bien formada.
Por casualidad me encontré con él
y me dejó cumplir mi deseo.
En esta pieza lírica procedente del Shijing, dos amantes se encuentran en un lugar solitario. ¿O no? Algunos comentaristas posteriores han mostrado un gran ingenio a la hora de interpretar de muchas maneras esta sencilla y sentida canción: afirman que las personas que se encuentran no son una pareja de enamorados, sino dos hombres respetables, o que esa forma de pensar sobre “encuentros azarosos” es consecuencia del mal gobierno, que tiene lugar porque “el favor del señor no fluye hacia la gente [que estaba] exhausta debido a los alzamientos militares”. Una vez descartado el sentido superficial de la letra de una canción, no hay límites: se puede llevar la interpretación moralizante hasta donde uno quiera. En “Guan Ju” las palabras se refieren claramente al dolor que genera el amor no correspondido:
Su noble dama era tímida;
día y noche él la buscaba.
La buscaba y no pudo tenerla;
y día y noche sufría.
Pero esta letra se convirtió en un comentario político, una lección moral e incluso una celebración de la virginidad y la castidad. Como resultado de tales libertades interpretativas, los rasgos esenciales que buscamos en la lírica –es decir, la expresión de sentimientos auténticos y de la voluntad individual– fueron arrojados fuera del escenario por considerarse impedimentos indeseables para el potencial edificante de los textos sancionados.
Vale la pena subrayar que esta práctica, con toda la violencia que ejercía sobre el significado perceptible de los textos, estaba motivada por consideraciones pragmáticas. Con el auge del cristianismo en el mundo occidental, por el contrario, la lírica romántica no se sometía a un riguroso escrutinio en busca de posibles lecciones morales, sino en busca de la erradicación del peligro metafísico que implicaba para las almas de los creyentes. En ese momento el concepto de pecado pasó al primer plano de la musicología, donde permanecería durante más de mil años. Todos los aspectos de la música comenzaron a examinarse en busca de rasgos blasfemos o irreverentes: no solo las letras, sino también los instrumentos, el momento y el lugar de las interpretaciones, la personalidad y el sexo de los intérpretes y las emociones que despertaban las melodías y los ritmos. Los sacerdotes denunciaban desde el púlpito los males que podía acarrear la música, los sínodos publicaban reglas sobre su uso, los teólogos debatían sobre su naturaleza e incluso el papa intervenía de vez en cuando, aclarando las cosas y condenando ciertas costumbres según lo requiriese cada situación. Y todo esto se hacía con absoluta seriedad: al fin y al cabo, de ello dependían la salvación o la condenación eternas.
Tal vez lo más sorprendente de esta enorme intervención de la Iglesia en la crítica musical sea el escaso impacto que tuvo sobre las prácticas de los creyentes. Durante los primeros mil años de cristianismo la Iglesia detectó una y otra vez las mismas agresiones musicales, implementó medidas para contrarrestarlas e impuso castigos y penitencias, pero las canciones pecaminosas nunca desaparecieron. Las irreverencias continuaron sin cesar ni disminuir y cada generación se aferró a las nocivas canciones de la generación anterior o inventó unas nuevas. Cuando la música secular al fin se libró de los vituperios y la censura, con el auge de los trovadores en el siglo xii, el nuevo estilo de canción que pasó a formar parte de la corriente dominante sancionada por las élites culturales mostró la misma obsesión por la carnalidad y la lujuria que los clérigos habían estado combatiendo desde hacía un milenio.
El cristianismo no fue hostil hacia todas las clases de música. ...