La orilla celeste del agua
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La orilla celeste del agua

  1. 200 páginas
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La orilla celeste del agua

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«La orilla celeste del agua, de Jordi Soler, es un libro de una belleza caso mística».Fernando Iwasaki, ABCEn las cuatro breves piezas que componen este volumen, entramos en el universo más personal de Jordi Soler. A través de sus páginas, escritas desde la orilla celeste del agua, reflexiona sobre la música y el silencio; traza una cartografía del enamoramiento y sus vasos comunicantes; critica la era tecnológica y la pérdida progresiva de los espacios para la introspección y el pensamiento; reivindica el aquí y el ahora; defiende la mirada activa, el diálogo; evoca lecturas, discos, películas, poemas, piezas de la memoria: historias en el mar de historias.La orilla celeste del agua es, en fin, un valiente alegato contra un devastador modus vivendi anclado en exceso en las nuevas tecnologías y en la hipervelocidad del siglo XXI; una lúcida reivindicación de la realidad que está fuera de los mapas.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2021
ISBN
9788418708770
Edición
1
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays

CARTOGRAFÍA
DEL CORAZÓN

La música del universo tiene un orden matemático dentro del cual nosotros desafinamos. La vida terrestre es, hasta donde se sabe, la única vida y esto nos convierte en la única oposición que tiene el sistema, ese engranaje del que formamos parte, pero en perpetua rebelión. Somos una escandalosa minoría que abarrota algunas regiones de la tierra, esa esfera minúscula hasta la angustia, que es parte de un sistema solar de clase media, que a su vez es parte de un sistema de sistemas de todos los tamaños que están contenidos en uno de los millones de galaxias que constituyen ese universo, donde no hay más vida que la nuestra.
Todo el cosmos, con la excepción de nosotros y los animales, se mueve con una música que impone sus ritmos, sus tiempos y sus ciclos; ninguna de las piezas que lo conforman tiene autonomía, ni siquiera las plantas y los árboles, que aun cuando son organismos vivos están atados a la tierra y a los ciclos del sol y de las estaciones. Una flor y un árbol se mueven solo cuando el viento los estremece, cuando la tierra tirita o se convulsiona o cuando se pone a moverlos uno de esos elementos en perpetua rebelión, un tigrillo que se rasca el lomo contra el tronco de una ceiba, un iluso que lleno de esperanza arranca una flor, ignorando que la esperanza es una de las formas del miedo. ¿De qué tengo miedo?, debería preguntarse antes de arrancar la flor.
Sobre el miedo, esa energía oscura que viaja con nosotros en el mismo sistema, volveremos más adelante porque ahora estoy tratando de trazar una cartografía del corazón, de poner distancia entre nosotros y los animales: de dejarnos todavía más solos.
Somos una minoría mínima frente a una abrumadora mayoría, somos un microcosmos contenido dentro de un macrocosmos, como nos hizo ver el filósofo Oswald Spengler; somos la oposición y lo único que nos sujeta a ese gigantesco sistema que gira sin parar desde el principio de los tiempos, y que seguirá girando por toda la eternidad, es el deseo sexual, la urgencia reproductiva que en su fundamento va unida a los ciclos del macrocosmos, aun cuando sea de la imaginación, de la anticipación y del recuerdo, de donde proviene el fuego. También la circulación de la sangre nos ata al sistema, la sangre que da vueltas sin parar dentro de nosotros siguiendo la partitura de los planetas y las estrellas. Somos la oposición, pero, cuando dormimos, y dejamos de ejercitar nuestra libertad, nos integramos a la maquinaria del cosmos y volvemos a ser, como cada noche, un cuerpo celeste.

La música merece una breve nota. No hay otro arte que sacuda con tal intensidad nuestra estructura sentimental.
En La República o el Estado, Platón considera que la música es la pieza principal de la educación, «porque, insinuándose desde muy temprano en el alma, el número y la armonía se apoderan de ella, y consiguen que la gracia y lo bello entren»; dice el filósofo a Glaucón, que era, por cierto, su hermano.
Así que del alma se apoderan el número y la armonía, que le entran al niño por el oído cuando escucha música «desde muy temprano»; y entonces, nos dice Platón, «advertirá con la mayor exactitud lo que haya de imperfecto y de defectuoso en las obras de la naturaleza y del arte».
La música se instala dentro del niño como el canon para apreciar las obras de arte. Platón dice que se instala en el alma, pero quizá hoy sea más aséptico decir que se arraiga en todos los átomos del cuerpo; basta ver el efecto que produce el arte en la piel, en los ojos, en la boca del estómago, en el corazón.
Este canon, una vez arraigado, se convierte en el antivirus que rechaza la bazofia artística y deja entrar al cuerpo, exclusivamente, arte de calidad y la belleza verdadera de la naturaleza. Siempre y cuando, claro, el niño haya recibido una educación musical decente.
Como la oferta era muy limitada en su tiempo, el filósofo no consideraba que la música también puede maleducar y establecer un canon insolvente, que atraiga y permita la entrada de obras ordinarias al alma del niño. No es lo mismo crecer escuchando a Bach, formar a partir de su música el canon artístico, que hacerlo escuchando piezas de Camilo Sesto. ¿Qué clase de canon lleva quien creció escuchando canciones de Camilo Sesto?, y el que lo lleva ¿será capaz de advertir lo que hay de imperfecto y de defectuoso en las obras del arte y de la naturaleza?
En cualquier caso, siempre se puede adecentar el canon insolvente que se aprendió en la niñez; como quien hace ejercicio para entonar el cuerpo, hay que ponerse, a la hora de tallar la máscara, a afinar el alma.
Vi en Twitter un clip donde un viejo con Alzheimer, que no recuerda nada en absoluto, ni a su mujer, ni a sus hijos ni su propio nombre, se sienta al piano, ayudado por un enfermero, y toca, de principio a fin, una pieza muy compleja. El viejo lo había olvidado todo, menos la música.
Este misterioso episodio, que vale lo mismo para quien solo la escucha, nos sugiere que la música ocupa un lugar distinto en la memoria, se almacena en otra cámara, al margen del resto de los recuerdos, y es por esta autonomía por lo que la música es capaz de desamarrar una tormenta incontrolable de sensaciones o recuerdos que nos dejan sorprendidos y, a veces, perturbados.
Oswald Spengler, sin resolver completamente el misterio, ofrece una directriz, nos dice que la música es el único arte que acontece fuera del mundo que somos capaces de ver, del mundo luminoso al que pertenecen los demás, la pintura, la escultura, la literatura (cuando no es leída por otra voz), la danza, el cine.
La música queda fuera del mundo luminoso, está situada en el lado oscuro, en esa parte de la existencia que no está bañada por la luz y que, en su vertiente silenciosa, suele causar temor. Da miedo lo que no se ve, lo que está velado por la oscuridad, da miedo la boca del lobo y que se apague la luz en las galerías de la mina, da miedo esa negrura que Jung asociaba con el viaje al Hades, con la introspección profunda, con la experiencia de nuestros bajos fondos, que tiene siempre consecuencias.
La única forma que tenemos de explorar cómodamente ese lado oscuro, de abandonar sin temor las fronteras del mundo luminoso, es a través de la música, que proviene de ahí, de la oscuridad, y hasta la oscuridad nos lleva cuando la escuchamos, porque no puede existir en el mundo luminoso. La música es un canal, un pasadizo, una escalera, un navío que nos lleva, llenos de gozo y sin ningún temor, a ese mundo sin luz que de otra forma nos aterrorizaría.

Mujeres y hombres somos la oposición precisamente porque vamos atados a la rueda cósmica, pero ellas están mejor integradas que nosotros, se oponen con mejores fundamentos porque se desplazan por el tiempo con la música de la luna.
Así nos condena al desierto el poeta chileno Enrique Lihn: «vivir del otro lado de la mujer». Nada germina en ese otro lado en el que el hombre vaga solo, sin el amparo de la mujer, que es, por ese ciclo lunar del que el hombre carece, su contacto con el engranaje cósmico.
El hombre, sin la mujer, vive fuera de este engranaje, en ese desierto que se anula durante el abrazo carnal que el poeta Lihn anota así: «fundirnos en una sola pulpa».
La idea del hombre que se funde en el cuerpo de la mujer es un camino de ida y vuelta porque, en el origen, el hombre ya estaba fundido en una sola pulpa con su madre; viene de ahí.
En el Rosarium Philosophorum, un apasionante tomo alquímico del año 1550, se trata el tema de la pertenencia de la mujer al sistema cósmico y del abandono del hombre que, sin ella, está condenado a «vivir del otro lado».
Que no se lean estas líneas desde la trinchera del género ni de la orientación, ni se les quiera inscribir en la literatura romántica, porque enseguida se desintegrarían como les pasa a los vampiros cuando los toca un rayo de sol.
El Rosarium Philosophorum nos cuenta la historia de Beya y Gabricus, que, al margen de sus diversas interpretaciones, tiene un nervio argumental inapelable: Beya monta a Gabricus y a lo largo del coito lo va absorbiendo, él se va metiendo poco a poco por el sexo de ella, primero el órgano y el resto del cuerpo detrás; Beya lo absorbe todo y dentro él empieza a descomponerse en fragmentos, en partículas, en átomos, hasta que ella logra integrarlo a su propio cuerpo. La historia tiene muchas interpretaciones y un dato duro que no deberíamos perder de vista: es Beya, y no Gabricus, quien mueve al mundo.

El enamoramiento ha sido un misterio desde el principio de los tiempos. Si todos somos muy parecidos estructuralmente, ¿por qué me enamoro de una persona y no de las demás? Las explicaciones abundan y van de los condicionamientos psicológicos que arrastramos desde la infancia hasta la compatibilidad química de los cuerpos.
Se habla del alma gemela, o de la media naranja, de esa persona que se parece tanto a nosotros que termina enamorándonos, pero hay un elemento que ha latido durante milenios en la inteligencia de la especie, que no suele tomarse en cuenta y que arroja luz sobre el misterio, lo alumbra, pero no lo resuelve del todo: la figura del andrógino, no como el hermafrodita mórbido, sino como el símbolo del cuerpo completo.
Los andróginos eran hombre y mujer simultáneamente. Eran mucho más poderosos que un hombre o una mujer por separado, tanto que Zeus los dividió para poderlos someter, según contó Aristófanes en El banquete de Platón. Desde entonces las personas andamos buscando la mitad que nos quitó Zeus, que no es nuestra alma gemela ni nuestra media naranja, no es nuestro igual, sino nuestro opuesto complementario.
Jacob Böhme, aquel hombre que contempló arrobado la luz del sol reflejándose en un plato, miraba desde la alquimia la figura del andrógino; uno de los nombres de la piedra filosofal, esa pieza de materia reconcentrada capaz de sanar a una persona, de rejuvenecerla o de transformar en oro un metal vulgar, era Rebis, «el ser doble», que nacía de la unión de la luna y el sol o, de acuerdo con la nomenclatura alquímica que utilizaba Böhme, del azufre y el mercurio. No hay que perder de vista esta correlación: igual que la piedra filosofal, el enamoramiento es capaz de sanar a una persona, de rejuvenecerla y, en suma, de transformar en oro un metal vulgar.
Pero la piedra filosofal, que es materia reconcentrada, como digo, es de la misma naturaleza que la piedra originaria que fue el núcleo del Big Bang, una sola pieza en la que estaba reconcentrado todo el universo y que, al estallar, se dispersó en miles de estrellas y planetas que circulan desde entonces por el vacío espacial.
El filósofo medieval Juan Escoto Erígena sostenía que la separación de los sexos, la división del andrógino en dos sexos distintos, no era obra de Zeus, sino la consecuencia de la progresiva dispersión de las sustancias que fueron separándose de Dios, que era la unidad original donde todo el universo estaba contenido. El proceso de dispersión es menos brumoso si sustituimos a Dios por la piedra originaria del Big Bang, que, desde el momento de la explosión, se convirtió en un universo que se expande permanentemente, igual que lo hacen desde aquellos tiempos todos los elementos de nuestro planeta, incluso los seres vivos que venimos de una sola criatura que salió del agua y que, igual que los cuerpos estelares del Big Bang, se fue dispersando en un montón de especies; en esta dispersión, pensaba Escoto Erígena, el andrógino había perdido su unidad para convertirse en dos: hombre y mujer.
La figura del andrógino nos dice que, en realidad, te enamoras de quien no se parece a ti. Para Balzac el andrógino era la persona perfecta, como dice en su novela Serafita, porque es la fusión de los dos sexos, lo tiene todo y, de acuerdo con la perspectiva del romanticismo alemán, el hombre del futuro será andrógino, regresará a su unidad y allanará la batalla de los sexos y el mundo. Esta es la idea. Será un lugar más civilizado.
La testosterona, que lleva el ansia reproductora y la pulsión asesina, intervenida por la progesterona, que promueve la armonía; las dos hormonas combinadas en la misma proporción en un solo cuerpo, que sería, para empezar, más ecológico.
Somo...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Cita
  6. LA MIRADA ACTIVA
  7. CARTOGRAFÍA DEL CORAZÓN
  8. EL JARDÍN
  9. CANTICUM