1. Como la Biblia
Aunque ya no es tan habitual, durante un tiempo fue bastante frecuente hablar de Cien años de soledad en términos de una nueva Biblia, o, en otra formulación asimismo muy extendida, como la Biblia de Latinoamérica. Si los datos que manejo son correctos, el primero en subrayar la relación entre estas dos obras de la literatura universal fue un gran amigo del autor, el escritor Carlos Fuentes, quien, en una noticia publicada antes incluso de que la novela hubiese visto la luz, la describió como «una historia casi bíblica», idea ésta de la que nunca se desdijo, sino todo lo contrario. En fechas más recientes, otro autor asimismo muy cercano al novelista, su hermano Eligio García Márquez, secundó esta tesis y hasta la puso en boca del propio novelista, quien, al parecer, no la había terminado todavía de redactar cuando se la describió a José Font Castro en los siguientes términos: «Estoy escribiendo la más grande novela de todos los tiempos. Es algo así como la Biblia».
El autor solía, además, hacer expresa mención de este texto siempre que se le preguntaba por los que más le habían influido en su propia obra. Lo hizo así, por ejemplo, en la entrevista con Plinio Apuleyo Mendoza, a quien le hizo saber que la incluía entre las «novelas más importantes» que se habían escrito «desde el comienzo de la humanidad». En fechas más recientes el autor siguió insistiendo en el papel que esta obra había desempeñado en su formación literaria. Dentro del capítulo dedicado en Vivir para contarla a la etapa universitaria, se representó, en los primeros meses de su carrera de Derecho, devorando relatos de autores contemporáneos, entre ellos Borges, Graham Greene y otros muchos que se limitó sólo a ir citando uno detrás de otro. Hubo tres, sin embargo, a los que dedicó un mayor número de líneas. Dos de ellos eran contemporáneos: el Ulises de Joyce y La metamorfosis de Kafka. Pero el otro, el primero del que habló, volvió a ser la Biblia. Además, en esta ocasión no lo hizo para resaltar su valor literario, sino para informar de algo que nunca antes había comentado en público: la atención con que, desde su juventud, había leído ese libro, del que había llegado por eso a tener un profundo e inhabitual grado de conocimiento. Según contó aquí el autor, fue durante su primer año como estudiante de Derecho cuando un compañero llamado Jorge Álvaro Espinosa le enseñó «a navegar en la Biblia» hasta el punto de hacerle aprender «de memoria los nombres completos de los contertulios de Job».
Si García Márquez nombró al desconocido compañero de estudios que le hizo leer la Biblia, debió de ser porque le estaba muy agradecido. Y no era para menos, dado que, como se irá viendo aquí, la obra que lo consagró como escritor, Cien años de soledad, no habría sido como fue de no haber contado él, gracias al consejo de ese buen amigo, con esos concretos conocimientos. De hecho, entre los componentes de la novela que hacen posible la comparación con el texto bíblico estaría incluso el que se tiene por el rasgo más distintivo de la escritura de García Márquez, el famoso realismo mágico. Según explicó Carlos Fuentes, el escritor pudo convertir Macondo en «un territorio universal, en una historia casi bíblica de las fundaciones y las generaciones y las degeneraciones» gracias a un método de composición que consistió en mezclar la historia «ficticia» con la historia «real», haciendo coexistir así «lo soñado con lo documentado». Anterior a la más conocida oposición de Vargas Llosa entre «lo real objetivo» y «lo real imaginario», la de Carlos Fuentes entre historia real e historia ficticia apuntaba, precisamente, a lo que la novela tenía en común con la Biblia, a saber, la presencia de hechos históricos y documentados (las guerras entre liberales y conservadores, la matanza de trabajadores en la estación...), al lado de lo que parecían «leyendas», «mentiras», «exageraciones» y «mitos». De acuerdo con estas tempranas observaciones de Carlos Fuentes, la Biblia habría sido, entonces, uno de los grandes modelos de Cien años de soledad incluso en el que suele considerarse su aspecto más singular y propio, el del procedimiento narrativo conocido como realismo mágico.
Ésta no es, sin embargo, la única relación que la novela mantiene con la Biblia, ni aquella en la que aquí nos vamos a centrar en especial. Otro de los primeros lectores de la obra, el novelista cubano Reinaldo Arenas, inauguró un segundo enfoque del asunto, al enumerar una serie de motivos o elementos temáticos de la novela, que, como la creación de Macondo, el Apocalipsis, las pestes, el diluvio, etc., remitían a episodios y sucesos muy conocidos de la Biblia. Desde que Arenas escribiera este artículo, muchos otros estudiosos han seguido haciendo aportaciones a la tarea de identificar los personajes, situaciones y expresiones de la novela que, de manera más o menos directa o explícita, remitirían al texto bíblico. Se ha hecho siempre, además, entendiendo la Biblia como conjunto judeocristiano, con Antiguo Testamento (o Biblia hebrea) y Nuevo Testamento (o Evangelios) incluidos. Sin embargo, aunque casi todos los motivos bíblicos han sido ya identificados y descritos, excusándome por eso de la necesidad de hacer lo mismo aquí, ha faltado quizás interrogarse más sobre su porqué. Lo habitual ha sido entender que el autor trató simplemente de jugar con la tradición literaria, sin otra finalidad, si acaso, que la de insertar el relato dentro de un contexto familiar para los lectores —opinión ésta que fue, por ejemplo, la del gran crítico español, Ricardo Gullón—. El objetivo del presente capítulo es por eso argumentar en favor de la tesis de que el escritor debió de tener otro tipo de razones para citar de manera tan sistemática todos esos pasajes de la Biblia. Sostendré, en fin, que su elección de motivos y símbolos bíblicos habría estado motivada por el tema mismo de su novela. La importancia de esta hipótesis reside en que, de verificarse, nos permitirá dar cuenta de una primera y gran correspondencia entre la forma y el contenido de Cien años de soledad.
Para avanzar en este objetivo, me detendré en primer lugar en algunos de los motivos que la crítica ya ha identificado y comentado, pero analizándolos a la luz de la que es la hipótesis central de este trabajo: el origen judío de los Buendía. La selección tiene que arrancar con los que remiten a la Biblia hebrea, puesto que fue el propio autor quien en una decisión cargada de significado los eligió para abrir la novela, concentrándolos al comienzo, en sus dos capítulos iniciales. La primera de las citas bíblicas se encuentra, de hecho, a escasas líneas de su famosa frase de apertura, y es aquella en la que se describe Macondo como un «mundo tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre». Tal como se ha comentado muchas veces, el autor hizo aquí un guiño al relato de la Creación contenido en el Génesis, donde también el Mundo recién creado se representó a falta de nombres, en carencia que fueron solventando, primero Dios y luego Adán, al ponerle a cada cosa el que creyeron que le convenía. Mario Vargas Llosa sostuvo por eso que este momento de la novela tenía una significación metaliterar...