Un europeísta en la Transición
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Un europeísta en la Transición

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El presente volumen recoge una cuidada selección de los discursos y conferencias sobre Europa --en su mayoría inéditos-- pronunciados por Leopoldo Calvo-Sotelo, uno de los protagonistas de la Transición, que siempre se definió a sí mismo como un europeísta.La primera parte del libro ("La entrada de España en Europa") recopila algunas intervenciones significativas durante su periodo en la primera línea de la política, principalmente en su etapa de casi tres años como ministro para las Relaciones con las Comunidades Europeas, en los que se encargó de iniciar la negociación de la adhesión de España al Mercado Común y de realizar una intensa tarea pedagógica para acercar Europa a los españoles. Labor que continuó durante su breve mandato como presidente del Gobierno, en el que dio el impulso definitivo que permitió a su sucesor firmar el Tratado de adhesión de España a la CEE en 1986.La segunda parte ("Reflexiones sobre la Unión Europea") reúne diversas conferencias en las que Calvo-Sotelo, ya fuera de la política activa, reflexiona sobre la realidad de la Unión Europea, sus problemas, sus posibles soluciones y el papel de España una vez que ya es parte del club europeo.El libro ha sido editado dentro de la colección Raíces de Europa, que se publica en colaboración con el Instituto de Estudios Europeos de la Universidad CEU San Pablo, y en este número cuenta con el apoyo del Real Instituto Elcano. La selección de los textos y el estudio introductorio han estado a cargo de Jorge Lafuente Cano, posiblemente el historiador que mejor conoce la política europea de Calvo-Sotelo, tras años de investigación en su archivo y de entrevistas a muchos de sus colaboradores en la época de la Transición.

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SEGUNDA PARTE. REFLEXIONES SOBRE LA UNIÓN EUROPEA
9. «El nuevo Mercado Común de 1992»
(19 de mayo de 1988)58
Todo el mundo habla de 1992. Ese es el plazo que la Comunidad Europea se ha dado para establecer un nuevo Mercado Común, un verdadero Mercado Común, entre los 12 países que la integran. El proyecto ha despertado grandes ilusiones, algunas esperanzas y muchos temores. Quiero dedicar esta intervención a explicar por qué las ilusiones y las esperanzas pueden ser excesivas, y por qué los temores pueden estar justificados. Y me propongo tratar la cuestión en su aspecto político, no solo porque es el que mejor conozco sino porque, a mi juicio, es en el terreno de la política en el que la cuestión está planteada: y es en ese terreno en el que habrán de tomarse las decisiones todavía pendientes, que pueden llevar a buen fin el proyecto de un nuevo Mercado Común para 1992. El Tratado de Roma, que constituyó la Comunidad Económica Europea en 1957, se propuso también la creación de un Mercado Común europeo en el plazo de 12 años. El éxito inicial permitió reducir en casi dos años ese plazo. Pero lo que inauguró en 1968 fue mucho más una unión aduanera que un verdadero Mercado Común. Es cierto que en los años cincuenta el proteccionismo utilizaba como herramienta principal el arancel de aduanas, y que era lógico, por lo tanto, dedicar los primeros esfuerzos a desmantelar ese arancel. Pero también es cierto que no ha bastado con suprimirlo para que pueda hablarse con propiedad de un verdadero mercado sin fronteras en el ámbito de la Comunidad. Por eso el Acta Única puede entenderse, ante todo, como el acta de un fracaso. Todos sabemos que siguen existiendo fronteras físicas en la Europa comunitaria, sabemos que hay barreras en las autopistas y en los aeropuertos para pasar de un país a otro, que las mercancías se detienen largamente en los pasos fronterizos y que es preciso pagar para su despacho cantidades con efectos equivalentes al arancel. Todos sabemos que, además de las barreras físicas, hay otras llamadas técnicas de calidad que se exigen a los productos llegados a la frontera antes de autorizar la importación; estas normas técnicas de homologación han llegado a veces a ser obstáculos infranqueables, y siguen dividiendo el mercado de la Comunidad en 12 compartimentos distintos. Hay, además, barreras fiscales que son las consecuencias inevitables de los tipos diferentes que los impuestos indirectos y, en especial, el IVA, tienen en los distintos países comunitarios, y barreras monetarias que ajustan en frontera las variaciones de los tipos de cambio de las monedas comunitarias.
Esto por lo que hace a las mercancías. Pero, cada vez más, Europa es un gran mercado de servicios. Del orden del 60% del valor añadido en la Comunidad corresponde a los servicios, y solo un 25% a la industria. Hoy ya no puede entenderse un Mercado Común como algo que se refiere solo a las mercancías: tiene que alcanzar también a los servicios comerciales, financieros y de seguros, al transporte y a los movimientos de capitales; y estas son actividades todavía a sujetas a normas de carácter nacional, distintas en cada uno de los 12 países, normas cuya diversidad entorpece, cuando no impide, la libertad de movimientos propia de un solo Mercado Común. Hay, en fin, las trabas que afectan a las personas como sujetos de una actividad laboral o profesional: todavía estamos lejos de una plena libertad de establecimiento que permitiría a cualquier ciudadano de la Comunidad emprender una actividad de cualquier tipo en cualquier país del ámbito comunitario. Lo que se ha conseguido hasta ahora, en treinta años de existencia y de progreso continuo en las Comunidades Europeas, no puede llamarse con propiedad Mercado Común. De ahí que en el Acta Única, aprobada en 1986, se haya señalado una nueva fecha, precisamente el 31 de diciembre de 1992, para conseguir el verdadero Mercado Común europeo, un mercado interior en el que pueda desarrollarse libremente la actividad económica como sucede en los grandes espacios unitarios de los Estados Unidos o de Japón. Ese objetivo de 1992 exige la supresión de las barreras técnicas y fiscales y, por lo tanto, la armonización de las normas fiscales y técnicas en cada uno de los 12 países de la Comunidad. Tal armonización es tarea muy larga y farragosa porque hay centenares, y aún millares de disposiciones y reglamentos que armonizar; pero no es esa complejidad lo más arduo, sino la puesta en marcha de una voluntad política capaz de decidir cuál va a ser en cada caso la norma que se acepte como norma única. Y es aquí donde reside la dificultad mayor, porque la inercia de las administraciones públicas, el orgullo nacional que ampara cada una de ellas y el egoísmo en la defensa de los intereses de cada país serán obstáculos que habrá que ir venciendo en complicadas negociaciones hasta conseguir la armonización.
Un arma podrá reducir las dificultades y allanar los obstáculos: la eliminación del derecho de veto que tiene cada país sobre las decisiones comunitarias desde el famoso «Compromiso de Luxemburgo» alcanzado en enero de 1966. Si cada uno de los 12 países puede seguir vetando cada una de las decisiones de armonización que se presenten al Consejo de Ministros de la Comunidad, será casi imposible que se consigan los acuerdos necesarios para el establecimiento en 1992 de un verdadero Mercado Común. La decisión por mayoría es una clave del éxito en el proceso de armonización necesario. Solo cuando los Gobiernos discrepantes que se hayan quedado en minoría puedan ser obligados a aceptar la norma acordada mayoritariamente por los demás, tendrá sentido la esperanza que se ha puesto en el año 1992. Voy a resumir lo que hasta ahora he dicho y a proponer a ustedes un índice de lo que todavía me queda por decir. El Mercado Común del que habla el Tratado de Roma en 1957 se alcanzó parcialmente en 1968 con la Unión Aduanera entre los 6 países fundadores de la Comunidad. Desaparecieron entonces los aranceles, pero han subsistido hasta hoy otras fronteras de carácter fiscal, técnico y monetario que han mantenido el Mercado Comúndividido en ámbitos nacionales estancos. Solo en 1986 se ha propuesto una armonización definitiva de las normas nacionales diferentes que permita unificar de verdad en 1992 los 12 mercados europeos todavía subsistentes. Para conseguir en el plazo de 4 años esa armonización, es necesario el voto por mayoría en los Órganos Rectores de la Comunidad. ¿Cuál es el grado razonable de esperanza que podemos tener hoy en el buen fin del proceso emprendido? Para que ustedes puedan deducir su propia respuesta a esa pregunta me propongo exponer sucesivamente los siguientes puntos:
1º) La anatomía y la fisiología de las Comunidades Europeas
2º) La crisis del impulso creador comunitario que empieza en 1965
3º) El nuevo impulso que apunta hacia 1974 y culmina en 1986 con la llamada Acta Única Europea
4º) El contenido al Acta Única: su valentía y su cautela
y 5º) La naturaleza política del verdadero problema todavía pendiente.
LAS INSTITUCIONES
El Tratado de Roma trajo al mundo una extraña criatura que nació, como Minerva de la cabeza de Júpiter, armada de todas la armas. La Comunidad fue, y voy a usar un galicismo que me parece muy expresivo (al fin y al cabo el francés es la lengua comunitaria); decía que la Comunidad fue una «invención de todas piezas», llena de originalidad, que pasó en un tiempo brevísimo de la letra de los Tratados a la realidad eficaz y actuante de las instituciones. Pocas veces una invención política habrá tenido una historia inmediata de tanto éxito. Las piezas esenciales que se inventaron en su día, y que solo ahora, al cabo de treinta años, se reforman tímidamente, son tres: el Consejo de Ministros, la Comisión y la Asamblea. Voy a recordar cómo es y cómo funciona cada una de las tres.
a) El Consejo de Ministros reúne los primeros martes de cada mes a un ministro del Gobierno de cada uno de los 12 países miembros de la Comunidad. El Consejo de Ministros no es un órgano permanente. Después de cada reunión, los ministros vuelven rápidamente a sus capitales de origen y del Consejo no queda sino un acta con las decisiones tomadas y un paisaje de ceniceros llenos y de vasos vacíos sobre la mesa de reuniones. El consejo que se llama General reúne a los ministros de Asuntos Exteriores, pero hay también consejos de ministros sectoriales o especializados: el más importante es el Consejo de Ministros de Agricultura. El Tratado de Roma concentra en el Consejo de Ministros los poderes todos de la Comunidad. El Consejo es el órgano comunitario que toma las decisiones; en él residen el poder legislativo (y no en el Parlamento, como podría rectamente pensarse salvo para ciertas decisiones presupuestarias); y el poder ejecutivo. ¿Cómo se trata la paradoja de que el órgano más importante de la Comunidad no tenga carácter permanente? Se trata de dos maneras: una, por la existencia de un Comité que reúne un día por semana en Bruselas a los embajadores de los 12 países ante la Comunidad. Me apresuro a decir que no se les llama embajadores, porque no se ha querido sugerir con ese título que la Comunidad sea algo extranjero, extraño a los países que la integran: se les llama representantes permanentes, porque viven en Bruselas, y el comité que los reúne atiende, en el esotérico argot comunitario, por el nombre de COREPER. El COREPER asiste al Consejo de Ministros de una manera parecida a como asiste al Consejo de Ministros español la Comisión de Subsecretarios. La opinión pública suele conocer los nombres de los ministros de Asuntos Exteriores en los países miembros; muy pocas personas saben cómo se llaman los 12 representantes permanentes sobre los que cae el peso de los trabajos que preparan, y siguen a los consejos de ministros comunitarios.
b) La segunda institución, y mucho más importante, que da permanencia a la acción comunitaria, es la Comisión. La Comisión es el órgano más original de la Comunidad. Tiene carácter supranacional: con esto se quiere decir que en la Comisión no están representados los países miembros en tanto que tales, aunque sean los Gobiernos de los países miembros quienes nombran a los comisarios: 17 en total, 2 por cada uno de los 5 países mayores y 1 por cada uno de los 7 restantes. Los comisarios ejercen sus funciones con absoluta independencia del país que los haya propuesto, y tienen expresamente prohibido por los Tratados tomar en cuenta su propia nacionalidad en el desempeño de sus funciones. Puede anotarse como dato curioso que el artículo 10 del Tratado que fusionó en una sola las 3 Comunidades originales, sanciona al comisario que no sea independiente, que no actúe como supranacional, con la separación de su cargo e, incluso, con la pérdida de la pensión que le corresponda. Que un Tratado tan solemne amenace al comisario parcial con la pérdida de su pensión es un rasgo muy típico de lo que se suele llamar peyorativamente la Europa de los Mercaderes. Que la Comisión es un órgano muy original se deduce de los breves rasgos expuestos. La falta de información suficiente sobre la Comunidad que ya he subrayado antes, da lugar a errores pintorescos, como el de uno de los comisarios españoles que declaró a la prensa el día de su nombramiento: «Voy a Bruselas a servir con entusiasmo los intereses de España». No sabía el recién nombrado que insistiendo en ese entusiasmo podría perder su poltrona y hasta su derecho a una pensión de jubilación. Los comisarios no pueden servir a sus países de origen, y menos con entusiasmo: tienen que servir a la Comunidad. La Comisión es, por supuesto, un órgano permanente, asistido por millares de funcionarios de muy alto nivel a los que se suele aludir con el nombre de eurócratas, nombre que tiene también sus ribetes peyorativos. La Comisión es la guardiana de los Tratados, la que vigila su exacto cumplimiento y la ejecución de sus mandamientos; la Comisión tiene, de hecho, casi el monopolio de la propuesta al Consejo de Ministros: y todos ustedes saben cuánto poder confiere el uso de la propuesta. Y, desde el Acta Única, tiene también unos amplios poderes de ejecución, por delegación del Consejo.
c) La Asamblea de las Comunidades ejercía desde el principio los poderes de deliberación y de control; en 1962 decidió por su cuenta llamarse Parlamento, aunque ciertamente no lo era; en 1974 fue, por primera vez, elegida por sufragio universal, aunque siguió con un poder legislativo muy escaso. El Parlamento debería ser el corazón de la Comunidad Europea, como lo es en cualquier régimen democrático, pero (y esto casi no me atrevo a decirlo, y al hacerlo bajo involuntariamente la voz) pero es que la Comunidad, aunque exige la democracia interior en los países que la integran, no es ella misma un régimen democrático; no es desde luego, un régimen parlamentario. Este déficit de democracia que aqueja a la Comunidad Europea es una de las causas que impiden su progreso hacia una verdadera unión política. Más adelante volveré sobre este punto central.
Estos son los órganos esenciales de la Comunidad. Estas son las piezas inventadas en 1957. La máquina arrancó brillantemente con ellas, a pesar de que no había sido rodada antes de su definitiva puesta en marcha. El recuerdo de la guerra, todavía muy próximo en 1957; la amenaza soviética; la humildad de la Alemania derrotada; la flexibilidad de Francia, inmediatamente antes del general De Gaulle; la ausencia de Inglaterra, siempre diferente; el europeísmo tradicional de los países del Benelux y la habilidad italiana en su papel de único país pobre en la primitiva Comunidad, fueron sin duda las causas segundas del éxito inicial. La causa primera fue el entusiasmo que suele iluminar a los momentos creadores de la historia. También hay que recordar que la Comunidad se pone en marcha en 1957, precisamente cuando alborea la etapa más brillante de la economía occidental, la que habría de terminar en 1973 con la crisis del petróleo; y así la Comunidad tiene éxito porque su historia coincide en los primeros años con la del mayor boom económico de todos los tiempos.
Jean Monnet, uno de los hombres que más contribuyó a la creación de la Comunidad, a pesar de que no formó parte nunca de ningún Gobierno, Jean Monnet estaba convencido de que había que empezar la construcción de Europa precisamente por la economía; su lema podría ser: hagamos primero la unión económica que la unión política vendrá después. Los primeros años de la Comunidad le dieron la razón. Pero muy pronto se verían las limitaciones de esa manera pragmática de proceder. Iba a ser otro francés, el general De Gaulle, quien aplicara la tesis contraria, la vieja tesis de la primacía de la política: hagamos primero la construcción política, que l´intendance suivra, que la economía vendrá detrás; construcción política que, para De Gaulle, era la Europa de las patrias, una especie de confederación intergubernamental, no supranacional.
LA CRISIS
Las tres piezas esenciales presentaban hacia 1965 síntomas de insuficiencia: el Consejo sufrió una avería en el mecanismo central de toda construcción colectiva: el mecanismo de la toma de decisiones. La Comisión adolecía de lentitud burocrática, por falta de poderes bastantes de ejecución (que retenía celosamente el Consejo), y a la Asamblea piafaba solicitando sin éxito representatividad y funciones. Me detendré un poco en el examen de estos problemas.
La Comunidad había empezado con la aplicación extensiva del principio de unanimidad en el seno del Consejo de Ministros; y debía pasar a un sistema de votación preferentemente por mayoría el primero de enero de 1966. Seis meses antes el general De Gaulle, cabalgando ya sobre su idea de la «Europa de las Patrias», adoptó una decisión espectacular que puso en peligro a la todavía muy joven Comunidad Europea: dejó vacía la silla del representante francés en las reuniones comunitarias, como protesta por un paquete de decisiones que estaban sobre la mesa y que abordaban puntos, entonces y ahora, muy sensibles para Francia: la política agrícola común y el presupuesto de la Comunidad. De Gaulle estaba en vísperas electorales, y ya se sabe que la campaña electoral es un mal momento para que los políticos tomen decisiones razonables. De esa crisis de la silla vacía se salió con el que se ha llamado «Compromiso de Luxemburgo», que estableció el derecho de veto en el Consejo de Ministros para toda cuestión que un país miembro declarase importante. Este compromiso apareció en un comunicado de prensa el 25 de enero de 1966, y no ha sido nunca reconocido en los códigos que recopilan las leyes comunitarias. Es probablemente el único caso en la historia de un comunicado de prensa que se convierte en fuente de derecho: no cabe duda de que vivimos en tiempos en que la prensa tiene mucho poder. La personalidad singular del general De Gaulle, su concepto de la independencia y de la gloria de Francia, y su propósito de alzarse con la hegemonía francesa en Europa, le llevaron ese mismo año a expulsar a la Alianza Atlántica de París, a los americanos del territorio francés, y a Francia de la estructura militar integrada de la OTAN (decisión esta que tiene, por cierto, un eco veinte años más tarde en España, cuando el presidente del Gobierno convoca el referéndum; decisiones las dos, a mi juicio, equivocadas y de consecuencias graves para el futuro de Europa; aunque la francesa tuviese una lógica y una grandeza que faltaron a la española). El «Compromiso de Luxemburgo» abre un paréntesis de espera en la historia de la Comunidad: el general De Gaulle, que pudo haber sido el primer presidente de Europa, prefirió ser el último rey de Francia. El paréntesis ha durado veinte años y se viene a cerrar con el Acta Única. ¿Se ha cerrado de verdad? Veamos los antecedentes próximos del Acta, antes de entrar en el análisis de las disposiciones referentes al Mercado Interior, que es nuestro tema.
HACIA UNA SOLUCIÓN
El nuevo impulso comunitario que dio como fruto el Acta Única es visible ya en 1974, cuando la cumbre de París crea el Consejo Europeo y la Cooperación Política: estas dos instituciones acampan extramuros de los Tratados, porque el mecanismo de toma de decisiones previsto en ellos está averiado desde 1966 y nadie se atreve a tocarlo. Esas dos creaciones son típicas de una construcción intergubernamental de Europa, frente a la construcción supranacional que animaba los Tratados. En esa misma cumbre de París se decide, además, encomendar a Tindemans, primer ministro belg...

Índice

  1. Índice
  2. PRÓLOGO
  3. ESTUDIO INTRODUCTORIO
  4. FOTOS
  5. DISCURSOS
  6. PRIMERA PARTE. LA ENTRADA DE ESPAÑA EN EUROPA
  7. SEGUNDA PARTE. REFLEXIONES SOBRE LA UNIÓN EUROPEA
  8. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
  9. Otros títulos de la colección Raíces de Europa