Seguir a Cristo
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Seguir a Cristo

  1. 128 páginas
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Seguir a Cristo

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Información del libro

Las meditaciones recogidas en este volumen son breves enseñanzas que el P. Mauro Lepori --abad general de la Orden del Císter-- ofrece, en el estilo monástico de los "sermones capitulares", dentro del Curso de Formación Monástica que promueve la orden anualmente."La amistad de Cristo, ser amigos de Jesús: esta experiencia, esta gracia, permite que conozcamos todo lo que Jesús escucha del Padre. La amistad de Cristo nos comunica todo, nos hace conocer todo, el todo de la Verdad. No hay conocimiento o formación más profunda y totalizante que la amistad de Cristo. No existe universidad, curso de formación, estudio, que pueda enseñar algo tan grande y verdadero como la experiencia de la amistad de Cristo.(...)La humildad que se nos pide es la de creer verdaderamente que se nos ha dado la posibilidad de conocer todo acogiendo principalmente la relación de amistad con el Señor. En otras palabras, como dice san Benito: 'No anteponer nada al amor de Cristo'. Preferir el amor de alguien: esta es en el fondo la mejor definición de la amistad".

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Información

Año
2021
ISBN
9788413393346
«Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer»2
El sentido de la vida
Hace diez días salí en jeep de La Paz, a través de un largo, incómodo y fascinante viaje, para visitar a la comunidad de nuestras monjas de Apolo. Dejamos La Paz con las primeras luces del alba, justo cuando la inmensa y variopinta multitud de los bolivianos más pobres se ponía en camino para ganarse de mil modos la jornada. Hombres y mujeres vestidos de colores llamativos, llevando sobre las espaldas fardos de toda clase, y, a veces, a sus hijos; niños, perros, mulas, coches y camiones destartalados, autobuses desmesuradamente llenos, hasta con pasajeros en el techo entre equipajes, bicicletas, carretas y carros; todo ello en mitad de las densas nubes de gas de los tubos de escape...
Este espectáculo nos acompañó a lo largo de toda la ciudad de La Paz, en la ciudad de El Alto y, después, en las diversas poblaciones y aldeas de la meseta. A medida que avanzábamos a lo largo del camino, mientras los paisajes naturales se volvían cada vez más majestuosos y maravillosos, los pueblos iban siendo a su vez más escasos y pequeños, frecuentemente reducidos a unas pocas casas de ladrillos de tierra, con techos de paja y chapa.
Mientras penetrábamos en este mundo desordenado, pobre y sucio, me invadía un sentimiento de escándalo y tristeza. Me decía a mí mismo: ¿merece la pena vivir así? ¿Merece la pena venir al mundo para vivir una vida tan pobre, tan anónima, tan condenada a ocuparse desde la salida del sol hasta el atardecer de las necesidades vitales básicas: comer, beber, abrigarse, vestirse? ¿Merece la pena?
Pero entendía que la tristeza que sentía al ponerme esta pregunta ante aquella muchedumbre humana estaba provocada, en el fondo, por la misma pregunta, porque sentía que en el mismo hecho de preguntarme aquello, estaba determinado por una posición de mi mirada y de mi corazón que era equivocada, falsa, reducida a mi juicio. Era una mirada orgullosa, de rico que mira a los pobres y piensa que no pueden ser tan felices como él.
Está claro que es bueno desear para todos un cierto nivel de bienestar y una vida digna, instruida, realizada. Pero entendía que en mi escándalo había más arrogancia que amor por aquella gente, por aquellos pobres. La mía era una mirada de hombre viciado al bienestar, y que, en el fondo, incluso siendo monje, en un cierto sentido, lo idolatra.
Por tanto, era como si todos aquellos pobres me devolviesen la pregunta y me dijeran al unísono: «Y tú, ¿por qué merece la pena que vivas? ¿Merece la pena vivir porque se está bien, porque no se tienen preocupaciones básicas, porque uno ha recibido educación desde pequeño hasta la universidad? ¿Merece la pena vivir por todo aquello que los pobres no tenemos?».
La amistad de Cristo
Este diálogo, o más bien, esta lucha sobre el sentido de la vida que mantenía conmigo mismo frente a los miles de bolivianos pobres terminó de repente al atravesar un minúsculo pueblo de casas de barro y paja. Había cerdos, gallinas y niños que jugaban por la calle y veíamos a las ancianas llenas de arrugas sentadas en los portales de las casas. En aquel momento me invadió un pensamiento: ¡Pero si precisamente Jesús vivió en un pueblo así, con gente así! ¡Y no solo en Nazaret, sino también en Cafarnaún, en Jerusalén, en Betania, allí a donde iba!
Este pensamiento cambió inmediatamente mi mirada sobre la gente, los sitios, las cosas, las calles desvencijadas, los animales, los vehículos... El sentido de la vida de todas aquellas personas no era diferente al mío porque no dependía de las condiciones de vida. Ya no podía —no habría debido nunca— limitar la medida del sentido de la vida al progreso, al bienestar, a la educación, a los medios de transporte y comunicación, a la limpieza, a las comodidades, a la salud. Hasta aquel momento había mirado a todos y todo con una mirada pagana porque no me había acordado de Jesucristo. Me había olvidado de Jesús, del «centro del cosmos y de la historia», como escribe Juan Pablo II en la encíclica Redemptor hominis. Y, de repente, al acordarme de Él, todo el espectáculo de humanidad que tenía ante mis ojos no solo adquiría un sentido, sino que contradecía y resaltaba toda la escala de valores con la que juzgo la vida. Todos aquellos pobres se convertían en mis maestros, porque a través de ellos me hablaba el único Maestro de la vida, el Maestro que coincide con el sentido de la vida, Cristo.
El hecho de que el Hijo de Dios, y con Él, el Padre y el Espíritu Santo, hubiera elegido justamente aquella condición de humanidad, hacía de aquella condición, algo más verdadera que la mía. Entonces, me descubrí mirando todo con el deseo de recibir, de aprender, de ser evangelizado por el hecho de que Jesús les prefería, de que les había elegido para encarnarse, para entrar en el mundo, para vivir en medio de nosotros y salvarnos. La memoria de Cristo, pensar en Él al mirar y encontrarse con las personas y las circunstancias, transforma todo, ilumina todo con una luz nueva. No somos nosotros quienes decidimos o quienes damos un sentido a aquello que vemos. El sentido de todo es donado y se impone ante nosotros porque es gratuito. No soy yo quien decide poner a Cristo en medio de los pobres de Bolivia, sino que es Él quien se ha donado a ellos en primer lugar, encarnándose en Nazaret, naciendo en Belén, viviendo en Galilea y después en Judea, muriendo y resucitando en Jerusalén.
Pero, ¿qué unió a Jesús y a los pobres de su tiempo? Ciertamente, el hecho de vivir con ellos y como ellos. Pero diría que esto no es suficiente. No se limitó a estar presente entre ellos; estuvo presente entre ellos amándoles. Les ofreció su amistad, su preferencia, su predilección. La amistad siempre es una preferencia, una predilección. A través de esta amistad Jesús se manifestó, se dio a conocer y les dio a conocer al Padre y al Espíritu Santo, al Dios que es amor. Cristo confió explícitamente este misterio a los apóstoles y, por tanto, a toda la Iglesia, para continuar manifestando al mundo Su presencia que salva y redime.
«Todo lo que he oído a mi Padre...»
Quería llegar a este punto para introducir nuestro recorrido. En la última Cena, Jesús resumió en palabras y gestos toda su vida para entregarla a los apóstoles de modo que ellos la transmitiesen, a lo largo del tiempo y del espacio, a toda la humanidad. Entre las palabras que dijo en aquella última noche de su vida terrena, hay una que me parece importante meditar hoy entre nosotros: «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15).
«Todo lo que he oído a mi Padre». Es increíble lo que dice Jesús aquí. ¡Imaginémonos qué quiere decir todo lo que el Hijo de Dios ha oído al Padre! ¡Imaginémonos todo lo que Dios Padre dice al Hijo en su comunión eterna e infinita en el Amor que es el Espíritu Santo! No puede haber nada más o mejor que decir, escuchar y saber. Se trata de toda la verdad posible, toda la realidad posible, todo el amor posible. El Padre le dice todo al Hijo, pero es un «todo» infinito, eterno, sin principio ni fin, como la Trinidad. No puede haber verdad, conocimiento, experiencia, más allá de todo lo que Jesús escucha del Padre.
Por eso, cuando nosotros empezamos a formarnos, a escuchar, a estudiar, a intentar profundizar en la verdad, deberíamos partir siempre de la escucha y de la meditación de esta palabra increíble de Jesús: «Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer».
Aun cuando estudiásemos matemáticas, química o mineralogía, deberíamos partir de esta palabra de Cristo, situar nuestro estudio dentro de esta palabra de Jesús que da a todo ser, a toda realidad, su sentido dentro del Amor trinitario, origen y fin de todo.
Pero si todo el saber se encuentra seguramente incluido en lo que Jesús escucha del Padre, hay un saber, un conocimiento, que aprende de Jesucristo lo que, por así decirlo, el Padre Le dice directamente, íntimamente; es decir, lo que el Padre le dice al Hijo solo para Él, esencialmente para Él, aunque nosotros no existiésemos, aunque Dios no hubiese creado a nadie. Lo que el Padre le dice esencialmente al Hijo es el Hijo mismo, es el Hijo en cuanto Verbo del Padre. Así como lo revela el Padre al principio del ministerio público de Jesús y en el momento de la Transfiguración: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Mc 1,11).
Es justamente esta comunicación íntima de Dios y en Dios, la que se nos transmite por Cristo, en la persona de Cristo, como núcleo de todo conocimiento. Es el comunicarse del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en la comunión que es el Espíritu Santo, lo que se nos concede conocer. Y este núcleo de la Verdad, fuente y fin de toda otra verdad, conocimiento o realidad, es lo que lo explica todo, lo que lo ilumina todo, lo que nos permite conocer realmente cada cosa, y sobre todo nuestra naturaleza humana, el drama de la historia y de la vida del hombre, de todo corazón humano.
«Os llamo amigos»
¿Qué quiere decir conocer todo lo que el Hijo oye al Padre? Ante todo, no se trata de un conocimiento teológico, sino de una experiencia. Se trata de un conocimiento en el que la verdad involucra a nuestra vida. ¿Cómo? Jesús mismo lo dice en el versículo de san Juan: «Os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer».
«Os he llamado amigos». La amistad de Cristo, ser amigos de Jesús: esta experiencia, esta gracia, permite que conozcamos todo lo que Jesús escucha del Padre. La amistad de Cristo nos comunica todo, nos hace conocer todo, el todo de la Verdad. No hay conocimiento o formación más profunda y totalizante que la amistad de Cristo. No existe universidad, curso de formación, estudio, que pueda enseñar algo tan grande y verdadero como la experiencia de la amistad de Cristo. Quien vive la amistad de Cristo, conoce todo, todo lo que es Dios Trinidad y la comunicación de las tres Personas. Por este motivo, quien quiere conocer, entender, crecer, profundizar en la verdad, debería tener como preocupación prioritaria la amistad con Jesús que Él ofrece y pide.
Creo que esto es lo que debemos buscar y pedir al principio de nuestro recorrido de formación. No se trata de añadir una asignatura más a todas las que haréis durante estas cinco semanas. En el fondo, se trata simplemente de iniciar este tiempo de formación con la conciencia, muy benedictina y cisterciense, de que la unidad, el sentido y la finalidad de todo lo que aprendemos y vivimos es la amistad con Cristo, y, por tanto, que el sentido de todo lo que aprendemos es la plenitud de nuestra vida y de nuestra vocación.
La humildad que se nos pide es la de creer verdaderamente que se nos ha dado la posibilidad de conocer todo acogiendo principalmente la relación de amistad con el Señor. En otras palabras, como dice san Benito: «No anteponer nada al amor de Cristo» (RB 4, 21). Preferir el amor de alguien: esta es en el fondo la mejor definición de la amistad. La amistad es la preferencia por el amor de una persona.
Cristo, al ofrecernos su amistad, es el primero que prefiere nuestro amor, cuando aún ni existe en nosotros. Por ello, lo pide, se hace mendigo, como si estuviese solo y abandonado frente a cada uno de nosotros, como ante el joven rico, la samaritana, Zaqueo o Pedro: «¿Me amas más que estos?» (Jn 21,15).
Esta amistad con Cristo se encuentra en el corazón de toda vocación. Sin esta, sin cultivarla, la vocación se apaga, se vuelve estéril y triste. Cuantas más comunidades visito, cuantos más monjes y monjas encuentro de todas las partes del mundo, más tengo claro que el verdadero problema —más allá del resto de dificultades— es el descuido de la amistad con Cristo, aquella amistad que inflamó a san Benito, a nuestros fundadores, a san Bernardo, a san Elredo, a santa Gertrudis, etc. Descuidamos la preferencia por el amor de Cristo, es decir, la perdemos, dejamos que se enfríe, damos prioridad a otras preferencias. Esto vacía la vocación de su alma, de su fuego. Con el tiempo, ya no quedan más que formas, estructuras, actividades, intereses y una continua murmuración.
Por ello, es realmente importante que también y sobre todo la formación sirva para que la amistad de Cristo y la preferencia por su amor crezcan. Si rea...

Índice

  1. Índice
  2. Prólogo a la edición española
  3. Introducción. La conversión siempre es posible
  4. «Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer»
  5. «Escucha, hijo»
  6. «Pídeme a mí»
  7. El corazón y el Evangelio
  8. La casa del Maestro
  9. Pertenecer para ser libres
  10. El espacio del diálogo
  11. El silencio por la caridad
  12. El acontecimiento en el silencio
  13. La realidad de la realidad
  14. Al servicio de la alegría
  15. La fraternidad
  16. El honor
  17. Participación en la Pasión de Cristo
  18. La obediencia, verdadero éxito
  19. Qué es lo realmente útil
  20. La castidad, caridad real
  21. Conversión al amor
  22. El amor, vértice del seguimiento
  23. Preferir a Cristo