La eficacia del cine mexicano
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La eficacia del cine mexicano

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La eficacia del cine mexicano

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Estudio minucioso sobre la temática y el alcance cultural del cine mexicano a principios de los años noventa, este conjunto de análisis fílmico-literario puede frecuentarse de manera independiente o en el interior del contexto particular que le es exclusivo y lo desborda. Es el quinto volumen de una obra que, por su propia dinámica, se convirtió en una historia viva del cine mexicano durante la segunda mitad del siglo XX. Es el quinto tomo de la única historia viva sobre alguna de las artes que se producen en México; es el quinto ensayo histórico sobre el mismo tema que acomete su autor; es la quinta entrega festiva de una serie de libros autónomos sobre el cine nacional.

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Sexta parte
| Los dispositivos estéticos |

Creí que me rompería lo inmenso, lo profundo.
Con mi pena desnuda, sin contacto, sin eco.
Paul Éluard, El ave fénix

El códice en llamas

Con la imagen de un códice ardiendo inicia Retorno a Aztlán (In necuepaliztli in Aztlan) de Juan Mora Catlett (1988-1990). Luego muere el sol y el llanto se levanta; la máscara agoniza y la hoguera crepita sin cesar su leyenda, su haz de leyendas. Leyenda del México prehispánico, leyenda del origen y el presente fundidos, leyenda en la reseca tierra de nadie, leyenda que reinventa el recuerdo ancestral, leyenda narrada en los códices que mienten para idealizar los hechos del pasado, leyenda en la que el mito impregna todos los niveles de la realidad, leyenda de cuerpos coloreados que hablan el inhumano lenguaje de los dioses y los héroes: leyenda que entronca con la memoria espiritual de la Humanidad. En la caverna fuera del tiempo y alrededor de la sacra hoguera cercada por tinieblas, desfilan tan inclementes como en la tradición oral los relatos de los soles cosmogónicos y los perjuicios que acarrearon: el sol del agua, el sol de tigres, el sol del viento, el sol de la lluvia, y se festeja el terrible advenimiento de Ollín, el quinto sol, el sol del movimiento, llamado a alumbrar el cielo y la tierra. Pero, de repente, las humanizadas deidades circunstantes son conminadas a arrojarse a las llamas vivas, las piernas prietas del solar Olllín (Rafael Cortés) desprenden chisporroteos al erguirse la arenisca que las cubre, el salto / derrumbe sobre el fuego semeja una devoración irreparable, y al pie de una pirámide el emperador azteca Moctecuzoma el Grande (Rodrigo Puebla) se extingue como una desesperada figura azul, intentando cegar a macanazos el ojo solar, y fallece en 1468, al cabo de treinta años de crucial consolidación del imperio, dueño de pequeños y vastos señoríos. Vuelan cual polen despavorido las garzas blancas sobre los carrizales que circundan las calzadas de la laguna guerrera de México-Tenochtitlan, permanecen expectantes las piedras que divisan los estandartes convocados por el llamado de los caracoles, y por última vez el rostro del emperador, ya difunto, atado a su trono, sufre la investidura de una máscara de turquesas incrustadas en penca de maguey. El magno adiós final rumbo a un Mictlán sin peyotazos visionarios (Kamffer, 1969), para que “su memoria quede en la casa que nos dio vida”, y el vacío de poder que precede al nombramiento de un nuevo mandatario, provocan el recogimiento ritual del sumo consejero Tlacaelel (Amado Zumaya), orillándolo a encerrarse en una cueva para hojear, cuaderno tras cuaderno, a la luz de una fogata, los códices que consignan, en vívidas imágenes y jeroglíficos, el recuento de los peores días padecidos durante el gobierno de Moctecuzoma, y de cómo fueron conjuradas sus desgracias, que son la película misma.
Hablada en lengua náhuatl con subtítulos en castellano, la desapacible ópera prima del documentalista egresado de la FAMU checoslovaca y maestro de teoría de montaje en el CUEC Juan Mora Catlett (Recuerdos de Juan O’Gorman, 1983; Manuel Álvarez Bravo fotógrafo, 1981; El hombre es su casa, su piedra, 1987) posee un dispositivo estético inusitado y absolutamente irrepetible. Después de 75 años de largometrajes en el cine nacional, inaugura la ficción fílmica sobre épocas precolombinas (antecedente único: un Netzahualcóyotl de Manuel Sánchez Valtierra, 1934, del que nada se sabe) y parece no tener otra ambición que visualizar / ilustrar / animar los códices revisados / revisitados por el viejo consejero real durante la noche de meditación en vela ante los fulgores de la llama de la Historia, la llamada de la Historia, la llamarada de la Historia-Mito a modo de narración articulada.
Sin tediosas pretensiones didácticas como las del audiovisual animado sobre el desciframiento de códices Tlacuilo (Escalona, 1987), la inclasificable cinta de Mora Catlett parte de los códices mismos, de su escueto modo de representación, de su código esencial, de su colorido, del carácter de sus ilustraciones, de la forma de lectura que imponen, de la concepción del mundo que reflejan, de su austeridad poético-ceremonial. El resultado es una especie de película-códice en llamas que se estructura con base en dibujos aztecoides, proclives a funcionar a lo largo del relato cual motivos conducentes y recurrentes, o sea, como leitmotive en su sentido más amplio. Una película que incluye su propia metáfora centenaria, concisa, y se asume como una metáfora de ella misma, que debe ser leída de izquierda a derecha, a la manera del códice imaginario que le ha dado la vida, ocasionando continuos movimientos de cámara laterales (paneos, dollies) sobre el pergamino y sobre la realidad evocada, alternativamente. Se engendran así inusuales instantes de líricas comparaciones figurativas y abstractas: los esposos en la cama de cabeza, el encuentro con el pajarero mexica, los peregrinos convertidos en fieras y aves, el signo de las palabras torcidas. Se acentúa la índole improbable pero gráfica de la travesía narrada. La suerte del camino está echada. La tensa película-códice es un largo y sinuoso flashback entrecortado por elipsis espaciotemporales más que audaces, es un haz de relatos dentro de relatos, es un desarrollo iluminado, que se abre en abismo cual Manuscrito encontrado en Zaragoza (W. Has, 1965).
Luego del estruendoso prólogo en plena realidad histórico-mitológica, y mucho antes de un epílogo tan estrepitoso como él, surge percutiente el mito realizado de un viaje imposible, el viaje imposible a los orígenes de Aztlán. La exterioridad del viaje se desgrana como una extraña movilidad ya inmóvil, un acontecimiento fijo e inmediatamente consagrado, del cual toda problemática individual ha sido excluida con esmero. Para acabar con cuatro devastadores años de sequía infame y calmar la cólera del belicista dios tutelar Huitzilopochtli, seguramente indignado por los heréticos cultos de los mexicas a otros dioses sustitutos, el airado supremo señor Moctecuzoma Ilhuicamina ha ordenado a sus hechiceros que lleven valiosas ofrendas (cacao, maíz, mantas, piedras preciosas) a la diosa Coatlicue, madre de Huitzilopochtli, que mora todavía en Aztlán, la tierra de donde salieron los antepasados de los aztecas, fundando pueblos en el transcurso de ochenta años, hasta asentarse en Tenochtitlan. El viaje no tiene destino ni trayecto, sino que es humanamente imposible, pues Aztlán sólo existe como lugar mítico; pero el viaje debe acometerse y se acomete. Tras cobrar por la fuerza los tributos de los empobrecidos pueblos circunvecinos, arrancándoles brutalmente las semillas y alimento de las chozas, los emisarios emprenden el viaje sobre magníficas canoas floridas; pronto conocerán los rigores de la sierra y el desierto, los asedios de la emboscada y la rapiña, la fatiga de interminables jornadas baldías. Pero, siempre con la cabeza inclinada ante lo divino de su tarea, jamás abatirán la frente, ni se darán por vencidos, pese al escepticismo desconocedor del viejo ayo (Juan Diego del Clero) o las burlas de los sacerdotes de la diosa-madre.
Los códices bifurcan su relato, y la macrohistoria empieza a coexistir con la microhistoria, para que el significado de la obra sea aún más secreto. En el percance de una de sus tropelías, los emisarios mexicas han dejado olvidada una ofrenda muy envuelta, demasiado costosa para ser poseída por cualquier gente del pueblo, esos huidizos personajes cubiertos de arcilla con apariencia de seres prehistóricos. Pobre, enjuto, enfermo, recién mordido por una víbora y apenas con fuerzas para poder sostener a su joven esposa (María Luisa Ávila) y a su hijito (Jairo Marqués Padilla), el humilde campesino Ollín (Rafael Cortés) se encargará, entonces, de llevar personalmente la ofrenda sagrada hacia la extraviada región de Aztlán, hacia el cerro mágico, hacia El ombligo de la luna sin ridículas postrimerías posnucleares a lo Mad Max (Prior, 1987), hacia los orígenes, hasta los lares donde habita la desatendida diosa Coatlicue, a solas, por su iniciativa y energías, en una trayectoria paralela a la de la peregrinación imperial. Más hábil que los pomposos emisarios condenados a nunca llegar a su meta, el derelicto labriego comenzará por buscar señales, obedecerá las tradiciones verbales de varias generaciones y visitará en su gruta a la anciana del cerro (Socorro Avelar) que todo lo sabe (“En vano buscan la sabiduría escondida”), quien, conmovida por la devota efusión del paisano (“¿Por qué te arrastras así?” / “¿Han muerto los que conocían el camino?”), le confiará los datos que habrán de servirle de guía para arribar a Aztlán.
Las peripecias de ese viaje mistagógico sobre seguro tienen algo de novela de aventuras (el enfrentamiento con los astrosos ladrones del desierto que patean al viajero, las villanas argucias del cazador montañés con su fiera privada) y mucho de stanzas de saga iniciática (la aparición salvadora del mercader mexica), sin límite de resistencia física, con triste auxilio de arco y flecha, entre obsedentes huizaches y cactos-candelero, hasta la consunción desmoralizante, hasta el desfallecimiento que azota la cara, hasta ver de frente a la solitaria diosa (Socorro Avelar otra vez), quien inesperadamente emite demandas de afecto con voz lastimera, por el hijo Huitzilopochtli que hace siglos se fue a guerrear (“Que recuerde a su madre y venga a verme”), y rechaza la vana ofrenda del hombre hecha polvo (“Regresa a tu tierra y deja de dar lástima”).
El retorno a Tenochtitlan, por contraste, será rápido y depara el robo nocturno de una presa (un conejo), ambiguamente capturada por unos cazadores; pero el don de la lluvia ya ha sido celestialmente concedido: el fecundo líquido se recibirá con los brazos al cielo, bajará por las escalinatas de la pirámide, caerá sobre agaves saqueados, formará de inmediato charcos y arroyos surtidores. Sin embargo, el providente Ollín pagará con la vida su itinerario victorioso y su acto de redención colectiva, cual Prometeo azteca, como hurtador helénico del fuego de los titanes para animar al hombre o como el Jesús de la religión judeocristiana. Al regresar a su pueblo, hallará su jacal arrasado, destruirá en un arrebato de rabia la ofrenda cedida por la diosa-madre, será aprehendido y arrastrado de los cabellos por los caballeros-tigre mexicas, será conducido a un recodo pétreo entre pirámides y decapitado de un implacable golpe de macana. Su cuerpo inanimado sobre un petate yacerá como único testimonio, acéfalo, de su sacrificio sordo, el sacrificio personal para que sobreviva la comunidad.
Algo más que impositivo, impracticable, irritante, importuno, impregnador, impostado e impostergable, el tono de la ficción nunca es indigenista declamatoria (un verdadero antiUlamamada de Rochín, 1986), ni complaciente, ni descerebrado (un auténtico antiViajeros de Montero, 1989). Artificioso aunque dependiente de la naturaleza y de los naturales de estas tierras, con doce años de sobreelaboración creativa (nueve de preparación más tres de rodaje y posproducción), gracias al apoyo de instituciones extranjeras (Fundación Guggenheim) y una veintena de mexicanas (Fondo de Fomento a la Calidad Cinematográfica, UNAM, INAH, Socicultur, UAM, ISSSTE, SEP, Programa Cultural de las Fronteras et al.), a bajísimo presupuesto (300 000 dólares) e inmisericordes locaciones en Hidalgo y Edomex, Retorno a Aztlán tiene un tono decididamente imprecatorio. Artificios imprecatorios de lo natural. La imprecación se halla por todas partes. La imprecación es más que nunca el acto de proferir vehementes palabras, manifestando vivo deseo de que alguien reciba mal o daño (así sea para que redunde en bien). La imprecación se vuelve un método de invocación rememorante, más allá de datos pedantropológicos y flambeadas sandeces floripondias.
Es imprecatorio el uso del idioma náhuatl; novedoso vehículo de comunicación, áspero pero bien timbrado objeto sonoro en sí, instrumento distanciante, exclamado por voces sobresaltadas de temor (“Todo se volvió espinas cuando salimos y se borró el camino”) o de autoritarismo (“Conejos miedosos, no escondan la cara”), cantando con tesitura femenina en el lamento al sol poniente para enmarcar el abuso guerrero (“Tú que nos diste la vida, ¿dónde están tus flores?”), el náhuatl deviene de súbito el personaje central del film, un protagonista desconocido, armónico en la exasperación, ubicuo y, aunque el doblaje no sea perfecto, de estoica co...

Índice

  1. Prólogo
  2. Primera parte | El imaginario desprohibido |
  3. Segunda parte | Erotomanías desataditas |
  4. Tercera parte | Delirios terminales |
  5. Cuarta parte | Entrecruzamientos |
  6. Quinta parte | El escapismo oficial |
  7. Sexta parte | Los dispositivos estéticos |
  8. Séptima parte | Lo femenino espurio |
  9. Octava parte | La reflexión femenina |
  10. Conclusión
  11. El contenido en una ojeada
  12. Aviso legal