Prólogo
Nacido en febrero de 1875 en Châlons-sur-Marne —capital del departamento del Marne, renombrada en 2015 como Châlons-en-Champagne—, Maurice Renard pertenecía a una acomodada familia de provincias cuyo padre, juez de esa población, fue nombrado para ese mismo cargo en Reims a poco del nacimiento del futuro novelista. Obligado por la tradición familiar a estudiar Derecho, será incluso pasante de abogado por breve tiempo en los tribunales de París, igual que otros escritores de su generación, forzados por la situación social paterna a emprender una profesión «digna». Entre otros, le ocurrió lo mismo a Marcel Proust: para respetar el estatus familiar, siguió la carrera de Derecho y llegó a trabajar en octubre de 1893 en el bufete del abogado Gustave Brunet durante quince días; el autor de A la busca del tiempo perdido no tardó en encontrar un puesto de bibliotecario, que, según pensaba, le dejaría tiempo libre para una anhelada carrera literaria que tardaría en realizarse.
En el caso de Renard, la epifanía de la literatura le había llegado durante su etapa de liceo, en la que descubre a Edgar Allan Poe; su imaginación, así despertada, le inculcó una afición a la lectura que, en ese inicio, se ceba en los cuentos de Hoffmann y las novelas y relatos de dos novelistas alsacianos, Erckmann y Chatrian, autores al alimón de numerosas novelas y relatos adscritos a varios géneros. Renard se inicia con ensayos poéticos que no lo llevaron a ninguna parte, como tampoco sus obras para el Teatro del Gran Guiñol de París. Hasta los treinta años no publicará su primer libro, Fantômes et fantoches [Fantasmas y fantoches] (1905), relatos de tipo fantástico que no permitían entrever cuál sería el derrotero más relevante de su carrera, ese género de lo «maravilloso-científico», según él mismo iba a definir. Pero el género fantástico, fantástico en exclusiva, sin el componente científico, de esos Fantasmas y fantoches marca una gran cantidad de relatos recogidos a lo largo de su vida en distintos títulos, y otros aparecidos en diversas revistas, algunos de los cuales figuran entre los mejores del género, con alguna obra maestra entre ellos, como «La cantante» (1913) —la protagonista resulta ser una sirena, tema recurrente en Renard («La cajera», «El extraño forzado»)—, perteneciente a un género que ya había iniciado en «El lapidario», de Fantasmas y fantoches.
Hasta el advenimiento de la Primera Guerra Mundial la vida de Maurice Renard apenas tiene altibajos: su fortuna, el éxito de su posición social y el prestigio que va ganando con su carrera literaria no se ven menguados; participa en la contienda como oficial de caballería, siendo distinguido por su valor; pero a su regreso de los campos de batalla Renard es un hombre distinto: a su abatimiento por lo que ha «conocido» en directo de la condición humana se unen problemas conyugales en su primer matrimonio con Stéphanie-Hortense Labatie, iniciado en 1903 y concluido en 1930 con un divorcio que mermará de forma notable su fortuna; Renard debe reducir su tren de vida y cerrar su salón, en el que había recibido a todo el París de la época, con escritores como Colette, Mac Orlan, Rosny aîné y Montherlant entre los invitados. Aun así, se permite una existencia por el momento acomodada que, tras su segundo matrimonio, decrece todavía más. Ya desde la década anterior se veía obligado a escribir para vivir, sobre todo relatos que se publicaban en la prensa, mientras se abrían paso sus novelas del nuevo género, algunas de ellas con cierto éxito de lectores; sobre todo Las manos de Orlac, la primera escrita tras la guerra y publicada en 1920, cuya atmósfera desesperanzada no tardó en ser aprovechada por la nueva modalidad del arte de aquellos inicios del siglo: el cine. En noviembre de 1939 fallecía de congestión pulmonar cuando su teoría de la novela «maravilloso-científica» apenas tenía otra cosa que algunos seguidores secundarios, y el propio Renard había renegado de su obra hacía más de una década, como se ve en su última narración larga, El señor de la luz, que no sería publicada hasta 1947.
Si su primera novela, Le docteur Lerne, sous-dieu (1908), logró cierto éxito de público con su propuesta de un género nuevo, apenas traspasó las fronteras francesas, pese a proponer, antes que la crítica americana, una teorización nueva que iba a invadir el siglo XX en todas sus variantes artísticas: la ciencia ficción. Lo mismo ocurrió con el resto de su narrativa, que no fue trasladada a lengua inglesa casi hasta el siglo XXI, con unas primeras traducciones de poco valor y, en el caso del Doctor Lerne, por ejemplo, con cortes de los pasajes eróticos que la novela contiene. Solo en las dos primeras décadas del presente siglo ha sido «descubierto» en esa lengua, como un elemento imprescindible para el conocimiento de la historia de la ciencia ficción, en la que Renard fue el primero en sumergirse siguiendo a H. G. Wells. En España el olvido (o el repudio) fue todavía mayor: el rechazo del género «maravilloso-científico» en bloque ha hecho necesario tener que esperar un siglo para que se haya publicado en 2007 en España una única novela de Maurice Renard, la primera de su serie «maravilloso-científica»: El doctor Lerne.
Durante cuatro meses, de abril a agosto de 2019, la Bibliothèque Nationale de Francia mantuvo en sus instalaciones la exposición Le merveilleux-scientifique: Une sciencie-fiction à la française con un objetivo: recuperar la época de un género literario que pervivió aproximadamente durante los primeros treinta años del siglo XX en las letras francesas gracias al impulso de Maurice Renard, fundador y teórico del movimiento. En el periodo de 1900-1930 abundan en Francia hechos y movimientos artísticos, sociales e históricos: la belle époque vive sus últimos fuegos de esplendor mientras otros fuegos, estos sangrientos, van a encenderse con la Primera Guerra Mundial, que solo deja cenizas de desilusión en una Francia que, pese a todo, se mueve, desde el punto de vista literario, en direcciones múltiples; una de ellas, la búsqueda de lo desconocido, la magia del sueño, dará pie a varias facciones que rechazan o huyen de una realidad malsana que, poco antes, las novelas de Émile Zola habían desmenuzado. Entre ellas, figuran tanto lo «maravilloso-científico» como el surrealismo.
En ese momento de conclusión de un siglo e inicio de otro se acumulan avances científicos determinantes para la sociedad que van a despertar la imaginación de unos novelistas pronto relegados al olvido tras la irrupción potente, en torno a 1920, de la «ciencia ficción» de origen norteamericano que Renard había prefigurado: los trabajos de pioneros en el análisis de la radiactividad como Pierre (1859-1906) y Marie Curie (1867-1934), y sus descubrimientos de nuevos elementos como el radio; y el hallazgo, por parte de Wilhelm Röntgen (1845-1923), de los rayos X en 1895 a partir de la técnica de los tubos de William Crookes (1832-1919). A estos «inventos» deben sumarse las observaciones de Marte, y los intentos de comunicarse con ese planeta, o de la Luna, de un astrónomo como Camille Flammarion (1842-1925), quien, además de una novela de anticipación (1893) que adelanta el fin del mundo, describe, convencido de la existencia de una civilización marciana, un viaje estelar en una novela, Urania (1889). Por otra parte, cabe mencionar las aplicaciones a la medicina de la teoría de la anafilaxia del fisiólogo Charles Richet (1850-1935), que no dudó en adentrarse por un terreno que denominó «metapsíquica» (la posterior parapsicología), en hacer algunos pinitos como autor dramático y en participar en el diseño y la construcción de uno de los primeros aeroplanos; por no hablar de los trabajos sobre anatomía patológica y sobre la histeria del neurólogo Jean-Martin Charcot (1825-1893); o de la investigación de la personalidad que tanto la psicología como la filosofía realizaban: Théodule Ribot (1839-1916) titulaba un ensayo, muy influyente durante ese periodo, La filosofía de Schopenhauer: Las enfermedades de la personalidad (1885). Según este ensayo, en el ser humano existen unas fuerzas oscuras de introspección que permiten a determinados protagonistas del relato fantástico de fin de siglo percibir el mundo de una manera personal exclusiva; Maupassant ya lo había demostrado: la conciencia crea monstruos del alma, por más que el autor de los mejores relatos del género imaginario solo percibiera sus tramas como hechos reales, porque, a diferencia de sus contemporáneos, para el autor de El Horla lo imaginario nace de la realidad. En ese relato se cumplen los requisitos de lo «maravilloso-científico», antes de que el género sea definido, por mezclar espiritismo y ciencia.
Había un antecedente popular de amalgama de ciencia y ficción: Jules Verne (1828-1905) había tenido a principios de la década de 1870 la idea de «escribir la ciencia», proponiendo a su editor Jules Hetzel la historia de un monstruo gigantesco (de hecho, en vez de un monstruo terminará tratándose del submarino Nautilus dirigido por el capitán Nemo) que merodea alrededor de las costas norteamericanas; el proyecto de Veinte mil leguas de viaje submarino sería aceptado de inmediato por el editor, que lo anima de esta forma: «Ha llegado la hora de que la ciencia ocupe su puesto en el campo de la literatura». A la hora de escribir esa novela, en la mente de Verne están, desde luego, los relatos marítimos de Edgar Allan Poe (La narración de Arthur Gordon Pym, 1838); y al concebir sus siguientes aventuras no tiene, sin embargo, otros antecedentes que los avances científicos de la navegación aérea (De la Tierra a la Luna y Alrededor de la Luna), de la arqueología y la prehistoria (Viaje al centro de la Tierra) y de la transformación de la forma de viajar gracias a los ferrocarriles, los globos y los barcos de vapor (La vuelta al mundo en 80 días). Pese a ello, incluso respetándolo, el nuevo movimiento de Renard no tarda en dejarlo de lado. Ese intento verniano, que no hace otra cosa que respaldar la ficción mediante avances científicos, le parece...