¿Somos el fracaso de Cataluña?
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¿Somos el fracaso de Cataluña?

La voz de los desarraigados

  1. 288 páginas
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¿Somos el fracaso de Cataluña?

La voz de los desarraigados

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Este volumen traza un breve recorrido por la situación sociopolítica de Cataluña desde la llegada de miles de familias en los años sesenta del siglo XX hasta el momento en que arrancó el proceso independentista en el año 2012, con el objetivo de mostrar el caldo de cultivo previo que posibilitó todo lo que vino después, pero atendiendo, sobre todo, a las vivencias anónimas y cotidianas de una parte de la sociedad catalana: los otros catalanes, como los llamó Candel, los desarraigados, como los llamó Pujol refiriéndose a los andaluces, los nadie de los que hablaba Galeano. Porque nada surgió de la nada. Y en algún momento había que contarlo.

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Información

1

«ANDALUCES DE JAÉN,
ACEITUNEROS ALTIVOS
»

La mirada de Rafael bascula de esa especie de choza mal aparejada, hecha de materiales abigarrados y precarios, de desechos tomados de cualquier parte, a la mirada satisfecha de su suegro Andrés, el Negro, que ha salido a recibir, junto a sus tres hijos mayores, al grupo de trece o catorce familiares venidos desde Jaén, tras la odisea del viaje hasta Gerona. Los ojos de Rafael perfilan el contorno de la perplejidad, apenas unos segundos, los que delimitan el tránsito hacia otro sentimiento que aflora con fuerza y que, súbitamente, transforma la expresión de su mirada: del desconcierto a la rabia sorda, por el momento sorda. ¿Así que era esto? ¿Esta era la situación esperanzadora que su suegro les había descrito en sus cartas para convencer a las dos familias, la de Rafael y su mujer, de que abandonaran su tierra y empezaran a edificar una nueva vida? ¿Esto era el futuro, el futuro que no existía en Jaén? ¿Así que era esto? ¿Esta era la alternativa a la miseria del campo andaluz? Rafael mira con rencor la mano que palmea su hombro, la mano de su suegro, el Negro. E inmediatamente mira a su mujer Isabel y al niño de nueve meses que lleva en brazos. Se le agua la mirada. Se le agrieta. Se le hace un nudo en la garganta. Mira también a sus hermanas y sus cuñadas, a su madre, a sus cuñados, que abrazan con júbilo al Negro y a sus hijos mayores y que parecen no darse cuenta de nada. ¿Esto era el futuro? ¿Cómo podía ser esto el futuro? Las venas, el pulso, la respiración de Rafael entran en ebullición: siente la efervescencia de la derrota, del fraude, de la impotencia. Vuelve a supurar el dolor de la nada en el horizonte. Después del jodido viaje que los ha traído hasta aquí, sobrellevado por la ilusión, una ilusión reacia, dura, una extensión de la dureza de los años de posguerra, pero ilusión, al fin y al cabo. Después del jodido viaje, el embate de la misma realidad sórdida que pensaban dejar atrás. Pero todavía permanece en silencio, todavía conserva un átomo de paciencia para esperar las explicaciones del Negro. Mierda, no, no era esto. Nuestro futuro no era esto.
Rafael aguarda, apretando las mandíbulas, a que acabe la ceremonia de besos, abrazos y palabras cariñosas de sus familiares. Siente que el tiempo se ha detenido. Siente, a su vez, que un cúmulo de palabras argamasadas por el despecho se le agolpan en la garganta y presionan con violencia hacia fuera. Mierda, no, no era esto. Y piensa: cómo ha podido engañarnos así, a su propia familia. Pero todavía le guarda el suficiente respeto a su suegro como para no montar una escena delante de sus hijos, delante de su mujer. Aguarda, aguarda impaciente. Y aprovecha el momento en que sus cuñados, los hijos mayores de Andrés, le enseñan las chozas al resto de la familia, para tomar del brazo al Negro:
–¿Podemos hablar un momento, Andrés?
–Sí, claro, Rafael, claro que sí. Pero alegra esa cara, hombre, que te veo muy serio. Alegra esa cara, que por fin estamos todos juntos, otra vez, alegra esa cara, joder. No sabes cómo os he echado de menos.
Empiezan a caminar, mientras Andrés le pregunta a su yerno cómo ha ido el viaje. Rafael contesta con monosílabos y se detiene al cabo de unos treinta metros. Contempla a su alrededor: una extensión de parcelas y huertos se expande ante sus ojos; la tierra está blanda y húmeda, se hunde bajo la suela de sus abarcas: esta tierra es otra, piensa, este frío húmedo es otro. En ese momento recuerda lo que le había dicho su suegro sobre el otoño en aquella región. Entrecierra los ojos. La mirada se le va lejos. Y su mente recupera el recuerdo de los dos días que tuvieron que pasar en Madrid, esperando a reunir el dinero suficiente para proseguir su viaje hasta Gerona. Aquellas dos noches que pasaron en un solar abandonado del centro de la capital, a la intemperie, sintiendo más el aguijón de la incertidumbre que el frío seco del otoño madrileño. Aquellos dos días en que unos muchachos desharrapados intentaron robarles los pocos enseres que llevaban. Y después de las penurias del viaje, esto. La mirada de Rafael vuelve a la realidad que lo rodea y mira con sequedad a su suegro. Aprieta de nuevo sus mandíbulas: no sabe cómo empezar a decir lo que le bulle por dentro. La voz le sale ronca:
–Andrés, ¿estas son las casas apañadas de las que nos hablabas en tus cartas?
–Sí, claro, Rafael, ya las has visto. Hemos tenido suerte, porque están abandonadas, mucha suerte.
–Son casetas, Andrés, son casetas de hortelano, casetas para guardar herramientas y aperos, casetas de mierda, Andrés, por Dios. Yo no he dejado mi casa para meterme ahí, yo no meto a tu hija y a tu nieto ahí, por Dios, por Dios santo.
–No me jodas, Rafael, no me jodas, ¿ahora te vas a poner estupendo? Estábamos en la miseria, estábamos en la miseria, y aquí hay trabajo, ya viviremos en un sitio mejor, ¿ahora te han venido ínfulas de señorito? No me jodas, Rafael, no me jodas.
–No vamos a dormir ahí, no, no vamos a dormir ahí, por encima de mi cadáver.
Isabel, la mujer de Rafael, lo ve avanzar hacia ellos a grandes trancos, con una expresión sombría, el rostro tenso, y a su padre detrás de él, haciendo aspavientos con las manos y diciéndole algo que no acaba de entender, como si lo estuviera reconviniendo o instándolo a que recapacitara. Cuando ya están a unos diez metros, distingue algunas palabras de su padre:
–Por Dios, Rafael, piénsalo mejor, por Dios, piénsalo mejor, Rafael, por Dios, aquí está tu familia, dónde vais a estar mejor que aquí.
Pero Rafael no hace caso, y, cuando llega a la altura de Isabel, la mira con los ojos cargados de azufre, como si ella también fuera responsable de aquel fiasco, y dice, con sequedad:
–Nos vamos.
El Negro insiste, en un tono que empieza a adquirir una consistencia de súplica:
–Por Dios, Rafael, por Dios, ¿adónde vais a ir?, ¿adónde vais a ir si ya está atardeciendo y no conocéis nada?, por Dios, Rafael, hazlo por mi hija y por mi nieto, hazlo por ellos, ¿dónde van a estar mejor que con su familia?
–Yo no meto a mi familia en estas casetas de mierda. Nos has engañado, Andrés, nos has engañado como a chinos, por el amor de Dios.
Los cuñados y las cuñadas de Rafael intentan convencerlo también de que se quede al menos hasta que encuentren algo mejor. Isabel mira a sus hermanos, a sus hermanas. Mira a su marido. Sus pupilas se sostienen en un equilibrio precario y líquido. Y abraza con fuerza a su bebé de nueve meses, que ha empezado a llorar al escuchar los gritos de los adultos: intenta consolarlo meciéndolo y bisbiseando algunas palabras tiernas. Y entonces la hermana de Rafael, Luisa, que lleva en brazos a su hija de año y medio y tiene cogido de la mano a su hijo de cinco, alza la voz para decir que ella se va con su hermano, que esas casetas son una mierda, y que ellos tienen la suficiente dignidad para no dormir en un sitio peor que la casa que han tenido que abandonar para llegar hasta allí. La madre de Rafael, la mama Lela, también dice que ellos no van a dormir allí, que su hijo tiene razón, que los han engañado, que son pobres, pero no tanto como para perder la dignidad durmiendo en casetas para perros. Hay un cruce de reproches, de miradas cargadas de resentimiento. Hasta que Luisa suelta un momento la mano de su hijo, coge del brazo a su marido, y dice:
–No hay nada más que hablar, nos vamos.
Y ahora vean a Isabel, con su hijo de nueve meses en brazos y los ojos llorosos, entre dos aguas, mirando alternativamente a sus padres y hermanos –que le siguen diciendo que se quede–, y a su marido, su suegra y su cuñada, junto a su marido y sus hijos, que emprenden la marcha hacia no se sabe dónde. Se acerca a su madre, primero, a su padre, después. Los abraza, los besa. Y empieza a caminar hacia donde están su marido y su familia política, que avanzan a través de los huertos y de la tarde hacia un horizonte desconocido. En ese momento, justo cuando le da la espalda a su familia, empieza a llorar en silencio. Abraza con fuerza a su bebé. Y cuando está a punto de alcanzar a su marido, su suegra y su cuñada, que va cogida del brazo de su marido, con su hija en brazos y su hijo de cinco años caminando a su lado, sus pupilas vuelven a tener el perfil duro y enjuto de siempre: Isabel vuelve a perfilar la mirada mate que la ha protegido de tantas cosas hasta entonces. Y cuando ellos se vuelven para registrar su avance, los mira a todos con un rencor infinito. A todos. Pero especialmente a su marido Rafael.
Los veo avanzar por la tarde. Los puedo ver porque me han contado la historia demasiadas veces. Los veo hundiendo sus pies en aquella tierra húmeda y desconocida, a través de los huertos, parcelas y campos de labranza, sintiendo ese frío que es otro, ese frío que cala hasta los huesos, que se infiltra en los tendones y en el alma, no el frío seco y afilado de Jaén, no, otro frío, penetrante e invasivo, el mismo frío al que nunca se acabarán acostumbrando, el mismo frío que les recordará, quizá solo como una intuición, que están en otra tierra, que han tenido que dejar demasiadas cosas en el camino hacia una nueva vida. Y avanzan en silencio, masticando el vértigo de lo incierto, el vértigo de la decepción. Y puedo sentir su soledad, su soledad expansiva, una soledad que devora los márgenes de la tarde. Puedo ver, también, cómo el lastre del desengaño vence sus hombros e inyecta plomo fundido en sus pasos. Esa es la estampa: dos matrimonios con sus hijos, dos de ellos bebés y el otro un niño de cinco años que no para de decir que tiene frío y hambre y que pregunta a cada rato a dónde van, que cuánto falta para llegar, que tiene frío y hambre. Esa voz magra y aterida es la única que rompe el silencio. Lo rompe y, sin embargo, lo realza, lo recorta, le da unos contornos abisales, porque queda inmediatamente engullida por él. Dos matrimonios y una mujer mayor, de rostro curtido, sin dientes, a sus sesenta y pico años, la mama Lela, prematuramente avejentada: las muescas de la guerra y el hambre. Cinco adultos, un niño de cinco años y dos bebés avanzando hacia ninguna parte, atravesando la tierra enfangada de una realidad decepcionante, una realidad que debía ser promisoria y que de momento se distingue poco de la realidad que pretendían dejar atrás. Así los veo avanzar. Cargados con los pocos enseres que han traído, con sus ropas oscuras y modestas, con la mirada perdida, sostenidos, únicamente, por un orgullo que les impide aceptar, al menos de momento, que han tenido que dejar sus casas para vivir en un sitio peor.
Está oscureciendo. Y el grupo de los cinco adultos y tres niños venidos desde Jaén divisa, a lo lejos, un conjunto de casas en construcción, así como la vía del tren y un edificio que bien podría ser una iglesia, el ayuntamiento o un colegio. Se aproximan al núcleo urbano. Aquello tiene más aspecto de civilización. Aunque siguen en silencio, puedo sentir cómo renace, tímidamente, su esperanza, un sentimiento extraño, infundado, de hecho, porque tampoco tienen dinero para buscar dónde pasar la noche a cubierto. Continúan caminando. Deben de llevar tres o cuatro kilómetros recorridos, no demasiados, alrededor de tres cuartos de hora atravesando aquella región por un camino de tierra. El niño de cinco años dice, llorando, que ya no puede más. Su madre, Luisa, intenta consolarlo asegurándole que ya queda poco, aunque no tiene ni idea de cuánto queda ni de a dónde se dirigen. El grupo se detiene un instante cuando llegan a la vía del tren. Miran a su alrededor. Las sombras de la tarde confieren un contorno apagado al paisaje urbano que ahora registran los ojos de los cinco adultos. Rafael toma la palabra:
–Está anocheciendo. No podemos seguir caminando. Tenemos que ponernos a cubierto y pasar la noche donde sea.
Su hermana Luisa lo mira con sorpresa:
–¿Cómo que dónde sea, Rafael?
–Donde sea, Luisa, coño, donde sea, no podemos seguir caminando de noche, no tenemos dinero, ya seguiremos buscando mañana.
Luisa no da crédito a lo que oye:
–Pero, Rafael, Rafael, por Dios, ¿cómo vamos a dormir en cualquier sitio, con este frío tan endemoniado que se te mete dentro, Rafael, y las criaturas qué, Rafael, y las criaturas, qué?
–¿Y en aquellas casetas de mierda íbamos a estar mejor? ¿No has dicho tú que allí tampoco ibas a dormir?
–Porque creía que tenías pensado algo, Rafael, por el amor de Dios.
Rafael no contesta a las palabras de su hermana, se separa del grupo, cruza la vía del tren e inspecciona los dos puentes que atraviesan un río que corre en perpendicular al edificio que podría ser una iglesia, el ayuntamiento o una escuela. Ellos no lo saben todavía, pero se trata del río Güell, uno de los cuatro ríos que recorren Gerona, y uno de los puentes es el Puente del Demonio, aquel en el que ha fijado su atención Rafael. Mientras tanto, en el grupo, Isabel se saca un pecho para amamantar a su bebé de nueve meses, que ha empezado a llorar desconsoladamente. El bebé busca con desesperación el pezón de su madre y se calma de inmediato cuando lo encuentra. Puedo oír su ronroneo entrecortado cuando empieza a succionar. Ese bebé de nueve meses es mi padre.
Vean ahora a Rafael y a Francisco, su cuñado, intentando levantar a la mama Lela, que se ha caído mientras bajaba el ribazo del río y que despotrica entre dientes: que ella ya sabía que no tenía que dejar su casa, dice, que ya les había advertido ella de que aquello solo les iba a traer problemas, que la culpa era del Negro, que los había engañado, que, por Dios, que ya decía ella que aquella familia no era de fiar, que nunca había entendido cómo él, dirigiéndose a su hijo, podía haberse casado con aquella mujer que no valía nada. Isabel, que ha bajado el ribazo con el niño a cuestas, enganchado a su pecho, sin ayuda de nadie, mira de reojo a su suegra al escuchar sus palabras, ni siquiera con rencor, simplemente con indiferencia, y se resguarda debajo del puente donde Rafael, su marido, les ha dicho que pasarán la noche. Su cuñada Luisa se le acerca y le dice que no haga caso, que ya sabe cómo es su madre, que también a ellos los insulta a veces y los desprecia, que está ya mayor, que hay que entenderla porque ha sufrido mucho con la guerra y que ha pasado mucha hambre y mucha fatiga. Isabel ni siquiera la mira. Está a punto de decir algo, de preguntarle a su cuñada si ya no recuerda que enterró a su pequeño Pedrín hace menos de dos años, cuando el bebé tenía apenas seis meses. Está a punto de decirle eso: que qué le van a contar a ella de hambre y de fatiga. Pero nuevamente se calla: cree que es tiempo perdido.
Rafael y Francisco llegan a donde están Isabel y Luisa, llevando de los brazos a la mama Lela, que sigue despotricando, insistiendo en que todo es culpa del Negro. Rafael le dice que ya basta, que ya es suficiente, que no es hora de andarse con reproches, que ya encontrarán algo mejor y que en Jaén se morían de hambre, que si no se acuerda de eso.
–Pero al menos estábamos en nuestra tierra –sentencia la mama Lela.
Rafael replica:
–Nuestra tierra está donde nuestros hijos no se mueran de hambre.
Los cinco adultos extienden en la tierra húmeda de la ribera un par mantas que han cogido para el viaje. Colocan también los hatillos y las maletas e improvisan así el lecho precario donde piensan pasar la noche. Aún no han acabado de colocar todos sus pertrechos cuando escuchan una voz que procede de lo alto del ribazo:
–Eh, ustedes, ustedes, ¿qué hacen ahí?, ¿qué hacen ahí?
Rafael distingue la silueta de un policía municipal que desciende con tiento por el talud del río: la tierra está blanda y resbaladiza. Avanza hacia ellos. Rafael, que se siente responsable del grupo, se adelanta unos pasos para explicarle la situación:
–Buenas tardes, agente.
El policía devuelve el saludo y le pregunta de nuevo qué hacen allí, que qué pretenden, insiste. Rafael le responde que acaban de llegar de Jaén y que no tienen dónde pasar la noche, que habían pensado permanecer allí, debajo del puente, hasta que amaneciera, y que ya con la luz del día seguirían buscando algún sitio donde pudieran quedarse de forma permanente. El policía mira a Rafael con una mezcla de estupor y condescendencia:
–Eso es imposible, caballero, no pueden pasar aquí la noche, es peligrosísimo.
Rafael no acaba de comprender lo que quiere decir el municipal.
–Mire, caballero, ¿cómo se llama?, ah, bien, mire, don Rafael, ustedes vienen de muy lejos, supongo que no conocen nada de aquí, ¿verdad?, pero esta provincia es húmeda y en otoño llueve mucho. El tiempo amenaza lluvia, y, mire, si cae un aguacero como los que suelen caer aquí en esta época, el caudal del río se llena en muy pocos minutos. No están seguros aquí abajo, no están seguros. Es muy peligroso quedarse en este lugar. Vienen ustedes con criaturas muy pequeñas. No pueden quedarse aquí. No se lo voy a permitir, porque si viene una riada no tendrán ni tiempo de recoger sus pertrechos. Hagan el favor de subir y busquen otro lugar.
–No tenemos a dónde ir, señor agente.
–Lo siento mucho, pero no es mi problema. Váyanse, váyanse ahora mismo.
Vean ahora al grupo llegado desde Jaén trepando, penosamente, por el ribazo del río. Entre Rafael, que ha sido el primero en subir y está en lo alto del talud, y Francisco, que se ha quedado abajo para impulsarlos, ayudan a escalar la pendiente a sus mujeres –con los bebés a cuestas–, a la mama Lela y al niño de cinco años. Cuando ya están arriba, el grupo, de nuevo, se refugia en un silencio denso, un silencio que vuelve a engullir todo lo que los rodea, un silencio cuya magnitud se hace muy difícil de precisar. Los veo así, súbitamente paralizados, mirando a un lado y a otro, sin saber qué hacer: sus siluetas recortan la sombra pesada de la desesperanza. Ya casi es de noche. Y están de nuevo frente al edificio que podría ser un colegio, una iglesia o el ayuntamiento. Ellos no lo saben todavía, cómo van a saberlo, pero están delante del colegio donde yo empezaré a estudiar treinta y seis años después. El bebé de nueve meses que es mi padre entrecierra los ojos: el sueño empieza a vencerlo mientras mi abuela Isabel lo mece y empieza a cantarle una nana. Esa nana, que hilvana ahora mismo el silencio que lo inunda todo, parece concentrar toda la tristeza del mundo. Y mi padre, cuando aún no es mi padre sino solo un bebé de nueve meses, se queda dormido y sueña algo imposible, algo que solo es capaz de soñar ahora, cuando recreo la escena: se ve a sí mismo, en una tarde del futuro, casi cuarenta años después, mirando, a través de la reja granate del colegio, cómo sus hijos, mi hermano y yo, jugamos en aquel patio delante del cual él se ha quedado dormido después de llevar muchas horas despierto, azuzado por el frío y el hambre.
Rafael sigue mirando a un lado y a otro. Y de nuevo repara en el grupo de casas en construcción que están al otro lado de la vía del tren, por delante de las cuales han pasado antes. Siente que esas casas son la única alternativa que les queda y se pregunta cómo es posible que no se le hubiera ocurrido antes, quizás porque, intuitivamente, en los instantes precedentes, lo había condicionado el reparo por meterse en la casa de otros sin tener permiso de nadie, aunque aquellas casas estuvier...

Índice

  1. Cubierta
  2. Título
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Historias de encajadores
  6. A modo de prefacio
  7. Nota aclaratoria
  8. 1. «Andaluces de Jaén, aceituneros altivos»
  9. 2. El niño de las piedras
  10. 3. La transición, según mi padre
  11. 4. La transición, según mi tío
  12. 5. El proceso de catalanización
  13. 6. De la anécdota a la categoría: Una aproximación
  14. No fue igual, fue peor