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SE NECESITA CHICA. BUEN SALARIO. Hombre de posibles busca quien le lleve la casa con miras al matrimonio. Ofrece manutención y alojamiento. Interesadas, escriban al apartado de correos 4827.
Le devolví el periódico a la señora Headison y le pregunté:
—¿Supongo que habrá escrito usted a ese apartado de correos?
Ella dijo que sí con un movimiento brusco de la cabeza:
—Eso hice, y puse que era una chica que acababa de llegar de Búfalo y que no tenía experiencia en llevar una casa pero sí como bailarina, alguien que aspiraba a debutar en un escenario. Se puede una imaginar lo que habrá pensado él al recibirlo.
Yo prefería no imaginármelo, pues tenía a una aspirante a bailarina en casa, pero he de admitir que funcionó el truco. El sheriff Heath y yo leímos la respuesta del hombre, en la que la invitaba a ir a visitarlo tan pronto como le fuera posible y le prometía matrimonio si ella estaba a la altura.
—Hay bastantes chicas que acudieron a la entrevista y todavía están esperando que les pida la mano —dijo con un resoplido—. Las he visto entrar y salir de su casa. Como yo solo estoy en calidad de oteadora, mis instrucciones son que comunique cualquier cosa que levante mis sospechas al jefe de policía, y él manda a un agente a que haga el arresto. Pero ese hombre vive en mitad del campo, en el condado de Bergen, así que les transferimos a ustedes el caso.
Belle Headison era la primera mujer policía de Paterson. Más bien poquita cosa, tenía los hombros estrechos y el pelo del color del té flojo. Le enmarcaban los ojos unas gafas con montura de metal que parecían el mecanismo de un reloj de pie. Todo en ella tenía ese aspecto tieso, y parecía que le habían dado cuerda.
Yo fui la primera mujer ayudante de sheriff de Nueva Jersey. No había coincidido nunca antes con una agente del orden público. Era el verano de 1915, y parecía que estábamos en una época nueva y deslumbrante.
Habíamos quedado con la señora Headison en la estación de tren de Ridgewood, y la casa del hombre no quedaba lejos de allí. En el andén solo había un toldo, y a su sombra estábamos. Aunque era a finales de agosto y hacía calor, me daba escalofríos pensar que le seguíamos la pista a alguien capaz de buscar novia poniendo un anuncio en el periódico como si tal cosa.
El sheriff miró la carta otra vez.
—Señor Meeker —dijo—. Harold Meeker. Muy bien, señoras, vamos a hacerle una visita.
La señora Headison dio un paso atrás y dijo:
—Ah, pero yo no sé si les seré de mucha ayuda.
Aunque el sheriff no la dejó marchar.
—El caso es suyo —dijo sin poder ocultar su contento—. Debería sentirse usted dichosa de ver que se llega hasta el final. —Nada le hacía más feliz al sheriff que echarle el guante a un delincuente, y pensaba que a todo el mundo le pasaría lo mismo.
—Pero es que yo no suelo ir con los agentes —dijo la señora Headison—. ¿Por qué no va usted, y la señorita Kopp y yo esperamos aquí?
—A la señorita Kopp la traje por un motivo —dijo el sheriff, y nos llevó del brazo desde el andén hasta su coche. La señora Headison entró de mala gana, y nos adentramos en la ciudad.
De camino, la señora Headison nos habló de la labor que hacía en la Sociedad de Ayuda al Viajero, de su trabajo allí con chicas que venían a Paterson y no tenían ni familia ni trabajo.
—Se bajan del tren y van derechas a las pensiones de peor reputación y a los bailes más chabacanos —dijo—. Y, como la chica sea mona, los salones le dan de comer y de beber, y no le cobran. Claro que nadie da nada a cambio de nada, pero a las chicas no hay quien las convenza de eso. Es la primera vez que salen de casa y se les olvida todo lo que les enseñó su madre, si es que les enseñó algo.
La señora Headison, según contó, se había quedado viuda en 1914. Hacía un año que había muerto su marido, un policía jubilado, y leyó que en Nueva Jersey había una ley nueva según la cual se autorizaba a las mujeres a trabajar de policías.
—Era como si John me hablara desde el más allá y me dijera que ahí tenía yo una vocación. Me fui derecha al jefe de policía de Paterson y eché la instancia.
El sheriff Heath y yo íbamos a darle la enhorabuena, pero ella siguió hablando casi sin tomar aire:
—¿Saben que el buen hombre no se había planteado nunca admitir a una mujer en su equipo? Tuve que insistir, y vaya si lo hice. ¿Saben por qué era tan reacio? Me lo dijo el jefe de policía mismo: si las mujeres empiezan a salir a la calle vestidas de uniforme, pertrechadas de palos y pistolas, los hombres nos quedaremos pequeños.
Miré al sheriff con cara de horror pero él no apartó la vista del frente.
—Yo insistí en que mi puesto en la comisaría sería exactamente el mismo que el de una madre en el hogar. Tal y como una madre cuida de sus hijos y está ahí para animarlos o para prevenirlos, yo cumpliría con mis funciones de mujer y llevaría los ideales de toda madre al departamento de policía. ¿No le parece a usted que así tiene que ser, señorita Kopp? ¿A que también usted se ha convertido en la gran madre de todo el equipo del sheriff?
Nunca pensé que pudiera ser la madre de nadie, pero sí es verdad que había visto a una gallina picar tan fuerte a un pollito descarriado que le hizo sangre, o sea que quizá la señora Headison tenía razón. Yo llevaba dos meses de acá para allá cada vez que una mujer o una chica tenían problemas con la ley. Ayudé con los papeles del divorcio a una mujer que estaba separándose; investigué un caso de cohabitación fuera del matrimonio; perseguí a una chica que quería escaparse en tren; ayudé a vestirse a una prostituta a la que hallaron desnuda y medio muerta, bajo el efecto del opio, en una timba montada encima de una sastrería; y vigilé a una mujer, madre de tres hijos, mientras el sheriff y sus hombres corrían por el bosque detrás de su marido, al que le había estampado una botella de coñac en la cabeza. Le devolvieron el marido, aunque no lo dejó pasar hasta que él no prometió, delante del sheriff, que no entraría más alcohol en aquella casa.
No sería exagerado decir que pasé los mejores momentos de mi vida. La prostituta se lo había hecho todo encima, y hubo que lavarla en un aseo que estaba más sucio que ella; y la chica del tren me mordió en el brazo cuando la cogí; sin embargo, sigo pensando que nunca había disfrutado tanto. Aunque parezca difícil de creer, al fin había encontrado un trabajo a mi medida.
No sabía cómo explicarle todo eso a la señora Headison. Afortunadamente, llegamos a casa del señor Meeker antes de que me viera obligada a hacerlo. El sheriff pasó por delante de la casa y aparcó el coche a varios portales de distancia.
Viví...