CAPÍTULO 1
Cuando nos hacemos mayores (pero con salud, desde luego), a veces nos entra mucho sueño y parece que las horas pasan como vacas perezosas por un paisaje. Esto era lo que le sucedía a Chips a medida que avanzaba el trimestre de otoño y los días se acortaban hasta el punto de hacerse necesario encender el gas antes de la hora de pasar lista. Porque Chips, como los viejos lobos de mar, todavía medía el tiempo por las señales del pasado; y con razón, porque vivía en casa de la señora Wickett, justo enfrente del colegio de internos. Llevaba allí más de diez años, desde que por fin se había jubilado de su plaza de profesor; y tanto él como su patrona se guiaban por la hora de Brookfield más que por la de Greenwich. «Señora Wicket —gorjeaba él con su aguda voz entrecortada y todavía bastante enérgica—, ¿sería tan amable de traerme un té antes de la hora de estudio?».
Cuando uno se hace mayor, es un placer sentarse al amor del fuego y tomar una taza de té oyendo la campana del colegio que anuncia la hora de comer, la de pasar lista, la de estudio y la de apagar las luces. Chips siempre daba cuerda al reloj después de la última campana; luego ponía la rejilla protectora de la chimenea delante del fuego, cerraba la llave del gas y se iba a la cama con una novela de detectives. Pocas veces leía más de una página antes de que el sueño llegara, veloz y pacífico, más semejante a un aumento místico de la percepción que a un cambio de mundo. Porque sus días estaban tan llenos de sueños como sus noches.
Se hacía mayor (y disfrutaba de salud, desde luego); como decía el doctor Merivale, estaba perfectamente. «Mi querido amigo, está usted mejor que yo —le decía Merivale mientras tomaba a traguitos una copa de jerez, cuando iba a verlo cada quince días o así–. —. Ha pasado usted la edad de contraer enfermedades horribles; es uno de los pocos afortunados que va a morir de muerte verdaderamente natural. Es decir, si llega a morirse. Es un muchachote tan extraordinario que nunca se sabe». Pero cuando el señor Chips se constipaba o el viento del este bramaba en las tierras pantanosas, a veces Merivale se llevaba a la señora Wickett aparte, al vestíbulo, y le susurraba: «Cuídelo, ya sabe. Ese pecho… hace trabajar mucho al corazón. En realidad, está perfectamente, pero anno domini, que al fin y al cabo es el peor de los males…».
Anno domini, sí, por Zeus. Nació en 1848 y lo llevaron a la Gran Exposición con tres añitos: pocas personas vivas podrían presumir de una cosa así. Por otra parte, Chips se acordaba incluso de Brookfield en los tiempos de Wetherby, una cosa prodigiosa, porque Wetherby ya era viejo en aquellos tiempos, 1870, una fecha fácil de recordar por la guerra franco-prusiana. Chips había sol...