1
—¡Vamos, Roseline! ¡Una más, anda! ¡Sácame otra!
Recostado, con una brizna de hierba entre los labios y la cabeza apoyada en una mano, Alyre Morelon adulaba a Roseline con la voz y con el gesto. Y Roseline le lamía la barba cariñosamente con su lengua, que despedía un intenso olor a trufa fresca. Soltaba al mismo tiempo cortos gruñidos satisfechos.
—¡Vamos, Roseline! ¡No seas tonta! ¡Solo una! ¡Me sacas una más y volvemos!
Sin embargo, Roseline se hacía de rogar. Le daba golpecitos persuasivos con la cabeza, como queriendo decir «¡Vamos, anda! ¡Vámonos! ¡Ya tienes bastante por hoy! ¡Comes más con los ojos que con la boca!».
Alyre contempló su cesta y suspiró. Contenía apenas cuatro kilos, y el corredor le había pedido diez para el sábado.
—¡Eres una vaga! —dijo—. Ya no te hablo.
Entonces se recostó del otro lado. En ese momento fue Roseline la que suspiró, a su manera. Husmeó un poco en torno al trufero en espiral. Era cosa muy poco habitual en medio de la trufera de robles jóvenes, un almendro con el tronco retorcido como si lo hubiesen escurrido las musculosas manos de una lavandera. Se encuentran en los parajes de los Bajos Alpes esa clase de troncos misteriosos con arrugas enroscadas, solidificadas en torno a su eje y que suben, como aspiradas por el cielo. La trufa es caprichosa. Uno la espera al pie de un hermoso árbol joven sobre un suelo bien liso; sin embargo, ella no; ella lo espera a uno bajo el desmadre de maleza de un enebro nudoso o bajo un roble de doscientos años donde, por así decirlo, nunca se ha sacado una. La trufa espera... Espera cuando se tiene a una Roseline a su disposición.
—¡Cro!
Era la llamada. Una llamada inimitable. Más que un grito, una especie de leve chasquido. De un brinco, Alyre se abalanzó sobre ella, se agachó y metió la trufa en la cesta. No debía de pesar más de cincuenta gramos.
—¡Ah! ¡Preciosa! ¡Esta sí que es preciosa, señora, ¿sabe usted?!
Se arrodilló junto a ella, besó a la cerda en cada una de sus gruesas mejillas sedosas, y ella estaba tan contenta de complacerlo que lo embistió y rodaron los dos abrazados en un concierto de risas y gruñidos, sobre la bendición de aquel suelo grumoso, mitad aire mitad, tierra, que era su mina de oro.
—¡Roseline! ¡Ten cuidado, que me aplastas, malnacida!
Se levantó y cogió la cesta. El aire olía, a lo lejos, a sopa caliente. Era la hora. Bajaban humos del pueblo que invitaban al regreso.
Uno a la zaga de la otra volvieron a la linde del bosque de robles. La carretera blanca y desierta subía hacia Banon.
—Espera, Roseline, que te pongo el collar, no vaya a ser que los coches...
En realidad, aquel collar era una cinta rosa que adornó en su día la gran campana de chocolate que Alyre había regalado a su hijo cuando este tenía ocho años. Y aquel hijo, como Alyre, adoraba a Roseline, que pagaba por lo menos la mitad de sus estudios en París. Un día, en su dormitorio, desató del marco del espejo aquella cinta donde desde hacía tiempo retozaban las moscas y dijo a su padre: «Toma, pónsela al cuello... hasta que vuelva a verla».
Lo del collar, atado a una simple cuerda, no era más que un mero formalismo, pues Roseline, probablemente sabedora de su valor mercantil, no se aventuraba nunca más allá del arcén.
Nunca... Con todo, sin embargo, desde el verano anterior, a veces arremetía de pronto contra los robles o echaba a trotar derecha bajo los laureles. Y aquella tarde, precisamente...
—¡Roseline! ¡Estás loca! ¿Qué haces?
Acababa de arrancarle, de una brusca sacudida, la cuerda de entre las manos. Huía hacia allí, hacia aquel cúmulo de bronce líquido que relucía bajo el viento vespertino traqueteando como las lanzas de un ejército en marcha. Era un boscaje de laureles. Se habían helado en el cincuenta y seis. Algunos habían vuelto a crecer desde la base, otros desde las ramas muertas. Todos esos rebrotes, tiesos como escobas, suben directos al cielo, pica contra pica, agitando los fúnebres cascabeles de sus frutos nocivos.
Alyre alcanzó a Roseline en el lindero. Se detuvo allí un segundo.
Como cada vez que se demoraba en la linde de aquel bosque de laureles, le parecía que el aire acarreaba alguna nueva rareza. También creyó ver que en lo profundo del bosque había un gran coche oscuro emboscado. ¿Qué estaba haciendo allí, lejos de todo camino transitable? Pero, en fin, si hubiera que «ofenderse» por todo...
Reemprendieron la marcha, tirando el uno de la otra, refunfuñando los dos. Alyre recogió su cosecha en el talud cubierto de hierba seca.
Para disipar la desagradable sensación que había roto su optimismo, ante el muro de laureles levantó la cesta para aspirar su perfume. Llevaba más de cuarenta años desenterrando trufas y aún no se había saciado de aquel aroma.
Nunca vendía las primeras de su cosecha. Pese a los gritos de Francine, las metía durante tres días en un tarro al vacío junto a seis huevos sacados del nido. Las trufas exudaban su olor a través de los poros de la cáscara para impregnar la clara y la yema de los huevos. Se producía un sutil intercambio de unas a otros, hasta fundirse en una nueva naturaleza recién creada. Era una fiesta de olor y de sabor cuando aparecía la tortilla babosa sobre la mesa, una noche de viento, mientras los fogones te calentaban la espalda con su ruido de hervidor.
Roseline trotaba ya, al borde de la carretera, entre el polvo de aquel noviembre seco.
Roseline era la única cerda del cantón con posibilidades de morir de vieja. Sus enormes muslos nunca serían frotados con sal para impregnarse de salitre y convertirse en jamones. Nunca sería su grasa fundida sobre pan. Roseline era una de las escasísimas hembras que desenterraban las trufas sin comérselas, salvo evidentemente si se le ofrecía una como recompensa. Pero sin exagerar, so pena de echarle a perder el olfato, pues, así como un borracho es para siempre incapaz de distinguir un Château Latour de un Château Haut-Brion, Roseline, si se le consintieran demasiadas trufas, no tardaría en dejar de detectarlas bajo tierra.
Con la cabeza contorneada por la cinta rosa, Roseline trota hacia la porqueriza, donde la espera, caliente y con buen olor a siega de verano, esa mezcla de salvado y manzanas cocidas que es un manjar para cualquier cerdo del mundo.
2
El portón presidía el patio cuadrado; a un lado, las gallinas, y, en medio, las jaulas de los conejos. Un olor a hierba cortada flotaba bajo el techo abovedado del aprisco donde soplaba el calor del rebaño. La sala estaba en el primero, bajo el alero de la terraza, sostenida por un pilar cuadrado.
Con la cesta colgando del brazo, Alyre raspó las suelas de sus zapatos en el poyete y subió a paso ligero por la escalera exterior. Tiró del marco de la mosquitera y abrió la puerta acristalada.
Francine sacaba el gratén del horno. La mesa estaba puesta en torno al vino tinto, en parte Alicante y en parte jacquez, esa cepa prohibida. Pero se trataba de viñas muy antiguas y Francine era teniente de alcalde. Se hacía la vista gorda ante aquellas vides que habría habido que arrancar mucho tiempo atrás.
Cuchillo y tenedor en mano, con los dientes y la punta en alto, como es debido, el pastor, ya sentado, hacía entender con toda su achaparrada persona: «Bueno, ¿qué? ¿Es para hoy?». Los tres perros, bajo la mesa, se disponían a atrapar a bocados los restos del festín.
—¡Mira este, que no me echaría una mano ni muerto! —Francine señalaba al pastor con mano resuelta.
—Me ha dicho usted que era demasiado torpe.
—¡Ah! ¡Eso es verdad!
El pastor era Pascal, hijo único de una familia acomodada que había dejado a los suyos porque su madre engañaba a su padre. Se había marchado sin decir palabra, en secreto. Tenía diecinueve años. Su madre venía a por él hasta los pastizales casi todos los sábados.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué? ¡Tenías comida y cubierto! ¡Tu padre y yo nos desvivíamos por ti! —hablaba a una espalda vuelta.
Pascal no respondía nunca y seguía con su tarea. Le decía «Hola, ma» cuando llegaba y «Adiós, ma» cuando se iba.
—Hay gente —comentaba Alyre— que se arrastra de rodillas para que les digan cuatro verdades. ¡Pero ya verás! ¡Un buen día se la escupirá a la cara, la verdad! Y entonces habrá que recogerla del prado donde se la haya soltado. ¡Tiesa se va a quedar! ¡Va a caerse de bruces en los excrementos de cabra!
Francine siempre se daba la vuelta cuando Alyre pronunciaba la palabra «verdad». ¿Qué iba a saber él de la verdad, cuando ella llevaba doce años mintiéndole sin que dijese ni mu?
Echó una ojeada a la cesta posada en el suelo.
—¡Esto es todo lo que traes! No os habéis deslomado, vosotros dos, ¿no?
De hecho, aquello valía más de mil francos. Y seguiría así del 15 de noviembre al 15 de febrero, salvo por las interrupciones debidas a las inclemencias del tiempo. No había motivo de queja. Pero la táctica de Francine consistía en seguir mostrándose tan gruñona como siempre.
Alyre continuaba contemplándola con el mismo deleite.
«Mírala, con sus alhajas», se decía, «¡está despampanante! ¡Hay que ver lo que le gustan las alhajas a esta mujer! ¡Y el reloj de muñeca cubierto de piedras! ¡Y el collar de perlas falsas y la sortija con el abalorio! ¡Y cómo brilla todo! ¡Y reluce! Más que si fuera bueno. ¡Es inimaginable lo que llegan a hacer hoy en día!».
Y era verdad que, a la luz de la araña, las alhajas de Francine, su única debilidad, centelleaban suavemente creando un ambiente festivo. Se engalanaba con ellas cada día en cuanto terminaba las tareas de la casa. «Cómo le gustan a la Francine las alhajas», decía la gente.
A primera vista, Francine, flaca y derecha, siempre vestida de oscuro de modo que nada destacase en realidad, a los cuarenta y un años, parecía hueca de amor y apenas buena para un solo hombre. Pero quien la tocaba, por azar o por intención, experimentaba una gran sorpresa. Era densa y flexible y se notaba que su vientre plano, como el de un atleta, era capaz de los más bellos movimientos.
Fue la política lo que la hizo florecer. Hasta los treinta años había pertenecido a esa generación de mujeres que, con resignación, toman el amor como viene. Sin embargo, cuando fue elegida miembro del Concejo municipal y más adelante teniente de alcalde, descubrió el mundo en esos momentos de distensión que siguen a las diversas reuniones. Un día, por jugar, un miembro del Concejo de otro municipio había tirado de ella como para hacerla bailar. Salió de aquella samba sin aliento.
—¡Dios mío, Francine! —le había dicho—. Perdóneme, pero es usted demasiado ardiente para mí.
A partir de aquel día, empezó a bailar en las recepciones que coronan las reuniones de sindicatos y congresos. Se metió en el resto también, era inevitable, pero no sin suspiros y reticencias. Detestaba las complicaciones y las mentiras. Entonces había empezado a presentar a sus amantes a Alyre.
«¡Alyre! Me voy mañana a Les Angles con el señor Mancœur. Nos han encomendado recibir la segunda entrega de las obras de abastecimiento de agua... Tienes todo listo en la nevera».
«Alyre, te presento al doctor Malgriaux, de la Sanidad Pública... Me han encargado que le lleve a visitar los campamentos de verano del cantón», etc.
Si algún día la oposición llegaba a ganar las municipales, Francine no tendría más remedio que suicidarse o decir la verdad.
«¡La verdad!», pensó Alyre mientras probaba la sopa de cebolla. «¡Como si yo no supiera la verdad!».
A él, mientras tuviera a Roseline, las trufas y las abejas, el resto...
—¡No está bien ligada! —exclamó Francine.
No hubo eco alguno. Alyre tenía hambre y, fuera como fues...