Malversaciones
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Malversaciones

Sobre poedía, literatura y otros fraudes

  1. 144 páginas
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Malversaciones

Sobre poedía, literatura y otros fraudes

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Lo menos que se puede exigir es un ingenio para construir analogías, memoria elegante, un significativo arsenal de referencias no del todo estrafalarias, aunque sì de insospechado molde y, coronándolo todo, una lujuria educada por prosa. Hernán Bravo Varela conquistó esas virtudes desde su escritura juvenil. Ahora, con Malversaciones, nos entrega dieciocho ensayos de madurez temprana donde la alegría del muchacho y el desencanto de la experiencia se alternan y acarician hasta confundirse en un solo y delicioso aliento, una deriva que lo mismo bebe del poema en prosa que del anecdotario, la erudición, el recadito verso en, la crítica literaria y la crónica. Dividido en cuatro secciones –poetas mexicanos; autores extranjeros; lugares y temas y prácticas de lo poético; más bella reflexión final acerca del ethos, la praxis y la política del arte –, Malversaciones trama un elogio del desvío y el desvarío, de la puesta en escena de la corruptibilidad como refugio posible para la descendencia humana, del grito como canción y reflexión, de la hibris y la cobardía como prácticas de lo sublime, y no rehúye ni la rabia elegiaca ante el asesinato del poeta Guillermo Fernández ni la ternura autoparódica de un fallido atentado poético-terrorista-adolescente contra Jaime Jaime Sabines. Hace todo esto, además, como una exhalación: una breve sucesión de latigazos de lucidez, una -son palabras del autor- "declaración patrimonial", una suerte de autorretrato a mano alzada del lector como príncipe y mendigo del mundo.

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Información

Año
2021
ISBN
9786078764464
III

AMPLITUD MODULADA

A Óscar de la Borbolla, vecino de mesa
que sabe mirar hacia otro lado
Nacido y criado en la Ciudad de México, me resulta imposible concebir la escritura en silencio y soledad. Cuando fui a un pueblo minero o a una playa virgen, tuve la impresión descrita por José Emilio Pacheco: “Sentí miedo ante aquel silencio. Nada se movía, ni el viento, ni una sombra, ni la hoja de un árbol. Yo era el único intruso en un planeta lívido y como desangrado de todas las materias terrestres”. Lejos de la metrópoli sentí un pavor admirativo, una humildad obligatoria, pero no el impulso de escribir. Nada más absurdo que recostarme a solas en la arena, cuaderno y pluma en mano, para responder las preguntas retóricas de la naturaleza. Nada más estéril que sentarme en una banca del zócalo del pueblo a medianoche, alzar la vista y fingir escuchar la sabiduría del cielo estrellado, la música de los grillos al frotar sus alas.
Sin embargo, para los escritores nacidos en las grandes ciudades, son muchos los consuelos que brinda creer en el silencio (sobre todo, el consuelo de la inspiración). Cuán ilustre la vida retirada de los clásicos, cuán propicia la página perfecta –cuya abundancia en la literatura actual permite suponer que sus autores aprendieron a vivir en comunión consigo mismos, lejos del bullicio y del hacinamiento–. Quienes vivimos en Sodomictlán admitimos con regocijo, según Carlos Monsiváis, “que la naturaleza urbana, a cambio de su ferocidad, facilita la vida intelectual”. Futuristas anacrónicos, distinguimos en las calles algo más que ruido: una polifonía atrabancada, un arte rupestre en las paredes del tímpano.
Recién llegado a México en 2008, y luego de una temporada en el infierno laboral de Estados Unidos, tuve que buscar un sitio donde escribir. Mi mesa de trabajo se situaba al lado del dormitorio, frente a tres estanterías de libros y a espaldas de la única ventana de la habitación. Al abrir la computadora alzaba la vista y contemplaba por horas, como el Bartleby de Melville, la pared de ladrillos editados. Aunque tuviese que redactar una reseña y mandarla por correo electrónico a sus editores, preferí no hacerlo nunca. Una y otra vez caía en el trance improductivo de aquellos viajes “al interior”, hasta que volvía paulatinamente en mí, saliendo a caminar por la avenida Álvaro Obregón para después rodear el Parque España y desembocar en Nuevo León, en pleno centro de la colonia Condesa.
Justo allí, en la esquina de Nuevo León y Vicente Suárez, encontré el lugar donde escribí estas líneas con disciplinada dispersión. De lunes a viernes, mi rutina consistía en subir a la terraza de la Cafebrería El Péndulo, ocupar la pequeña mesa del extremo izquierdo, amontonar libros en torno a la computadora portátil –los cuales formaban una columna de humo para meseros, mirones y colegas–, y dar un sorbo al café americano mientras encendía el primer cigarro de la mañana.
Hasta aquí los preparativos del caos que vendría a continuación: la música ambiental, de Monteverdi a Chavela Vargas; las clases (¿qué tan privadas?) de francés, las juntas de jóvenes ejecutivos y las conversaciones a grito pelado en las mesas contiguas; las tazas y cucharas, los platos y cuchillos chocando entre sí; el mercado sobre ruedas de los viernes; la procesión de motores y cláxones que avanzaban por los dos carriles de Nuevo León… Por último, la construcción de un edificio al lado: camiones de carga que se iban y revolvedoras de cemento que llegaban, martillos neumáticos operados por albañiles que comían, albureaban o roncaban sin dejar de chiflar.
Mientras miraba el trajín de los comensales, meseros y compradores de libros, llegaba de pronto la concentración (es decir, la muchedumbre) y empezaba a teclear. “Los cántaros, cuanto más vacíos, más ruido hacen”, escribió Alfonso X el Sabio. Cada libro caído, cada taza rota, era un tratado escandaloso del vacío perfecto que me hubiera gustado escribir.

CARTONES DE ABELARDO Y ELOÍSA

Desde finales de 2001, a la par de un exilio nunca visto desde la dictadura militar, la crisis económica argentina atrajo una marabunta de turistas extranjeros. Como nuevos ricos en cristalería, muchos arrasamos con los restaurantes, clubes nocturnos, tiendas de ropa y hasta mercados de pulgas de la capital albiceleste. “Malas eran esas épocas. / No eran buenos esos aires”, de acuerdo con una canción de Gotan Project. Pero no para nosotros, mexicanos al grito de “¡Eureka!”, los entonces emisarios de una sólida divisa nacional.
Visitar librerías fue el oprobio mayor: salí de El Ateneo, Clásica y Moderna, Gandhi y Norte con maletas llenas de títulos de Adriana Hidalgo, Corregidor, Ediciones de la Flor, Emecé, Losada, Seix Barral o Sudamericana, además de importaciones españolas y primeras ediciones a precios de saldo. (Basta con decir que a la vuelta de ese primer viaje, en septiembre de 2002, la introducción inmoral a México de treinta kilos de libros se compensó con creces en la aduana.)
Sin embargo, entre “corralitos” y “cacerolazos”, un buen número de editoriales independientes nacieron con la crisis o se instruyeron en ella, oponiendo coraje e inventiva al apocalíptico estado de las cosas. Bajo la Luna, Belleza y Felicidad, El Cuenco de Plata, Gog y Magog, Ediciones del Diego, Ediciones del Dock, Interzona, Mansalva, Siesta, Tsé-tsé y Vox, entre muchas otras, se negaron a diezmarse o desaparecer, transformándose en el grito civil de la clase lectora, en las bengalas que brillaron durante la larga noche del “argentinazo”.
Pero ninguno de estos proyectos gozó de la mitología social y cultural de Eloísa Cartonera. Ubicada al principio en el barrio de Almagro y hoy en el corazón de Boca, abrió sus puertas en 2003 gracias al escritor Washington Cucurto y a los artistas visuales Fernanda Laguna y Javier Barilaro. El nombre de esta cooperativa describe el material que ampara sus publicaciones: cartón sólido no blanqueado. Su sobreabundancia en las calles fue el origen de los “cartoneros”, primos lejanos de nuestros “pepenadores”. Si la desocupación laboral se cristalizó por las mañanas en violentas manifestaciones, también lo hacía, según Sandra Lorenzano, en “la presencia fantasmal de los cientos de miles de cartoneros que empezaron a tomar cada noche las calles de la ciudad de Buenos Aires, [revolviendo] la basura para conseguir algo que se pudiera vender”.
Ante el alza del papel y de la impresión de libros, Cucurto, Barilaro y Laguna decidieron pagar el kilo de cartón a los recolectores cinco veces más ($1.50 pesos argentinos) que los centros de reciclaje (30¢) y hacer uso de dicho material para la encuadernación de sus libros –cuyo contenido es fotocopiado, no impreso–. Luego de ofrecer a los recolectores un comercio justo, Eloísa Cartonera decidió emplearlos como mano de obra para la confección de libros, cada uno de estos con un diseño único en sus tapas. Así, muchos pasaron del subempleo en la basura al empleo formal en una biblioteca de cartón, anexo de la casa que construyera el peruano Martín Adán en su célebre novela.
Pero las bondades no paran aquí. El inventario de Eloísa Cartonera fue integrado por algunos de los escritores más célebres de la literatura latinoamericana actual (César Aira, José Emilio Pacheco, Mario Bellatin, Alan Pauls o Raúl Zurita), obras míticas fuera de catálogo (La musiquilla de las pobres esferas, del chileno Enrique Lihn; Evita vive, relato del poeta argentino Néstor Perlongher), autores marginales (el colombiano Andrés Caicedo, los argentinos Arnaldo Calveyra y Ricardo Zelarrayán, el peruano Luis Hernández o el mexicano Mario Santiago Papasquiaro) y jóvenes poetas. Todos ellos –y, en su caso, los albaceas– cedieron gratuitamente los derechos de publicación, conscientes de que Eloísa Cartonera es más que un sello de prestigio: una huelga de la literatura contra los modos fúricos de producción que rigen el mercado editorial.
Adán sostiene en La casa de cartón que “es cordura ponerse lírico si la vida se pone fea”. Una noche de abril de 2003, Cucurto, Barilaro y yo, luego de cenar un sándwich kilométrico de milanesa en la esquina de Honduras y Bulnes, en el barrio de Palermo, emprendimos la marcha rumbo a Avenida Santa Fe. Charlábamos sobre la imposibilidad de la poesía cuando nos topamos con un hombre que, nos aseguró, llevaba días sin probar alimento. Aunque rondaba los cuarenta años, le calculé diez más por sus ojeras, pronunciadas y azules. En la mano derecha sostenía una lata de refresco, y en la axila izquierda, un cuadrado de cartón. Los tres hurgamos en nuestros bolsillos para sacar una moneda, pero rechazó el gesto con un manotazo al aire. “Perdónenme, pero no soy limosnero –dijo en tono condescendiente–. ¿Por qué mejor no me compran mi cartón?” El hombre me extendió su mercancía y, a cambio, le entregué el peso con cincuenta centavos que habíamos reunido entre los tres.
Cruzamos un par de cuadras antes de que Cucurto me pidiera el cuadrado de cartón. Haciendo un alto lo desdobló y, con cara juguetonamente filosófica, nos lo mostró a Barilaro y a mí. “¿Y qué pensás hacer con eso?”, le preguntó Barilaro mientras apuntaba al cartón extendido. “No me vayas a salir con que libros”, repuse riéndome. Lo demás fue literatura y un cargo más de conciencia.

OPERACIÓN TARUMBA

En 1996 dos amigos y yo formamos un grupo que se proponía alcanzar, al mismo tiempo, la adolescencia y la poesía. Una noche de octubre, durante nuestra primera sesión en el Sanborn’s de la Plaza de Coyoacán, declaramos formalmente la guerra a la literatura mexicana. Fungieron como testigos Javier, un gerente cacarizo, y Maricruz, una mesera que cada diez minutos llenaba nuestras tazas de café y cambiaba los ceniceros.
Mano Negra de Almas Blancas, el grupo tramó esa noche su primer atentado contra Octavio Paz. El esplendor mediático del Premio Nobel parecía pretexto suficiente para justificar nuestro ataque. Había que acabar con su monopolio y garantizar la “libertad bajo palabra” para los presos poéticos que soñábamos ser –y no los menores infractores que éramos–. A partir de entonces, cada acto público de Paz nos tendría ahí, en primera fila, listos para el abucheo y el escarnio. (Ignorábamos que los infrarrealistas, treinta años atrás, habían llevado a cabo un boicot parecido.) Pero ya que éramos incapaces de ir a una librería; ya que, por principio de cuentas, no se nos había ocurrido leer a Paz para conocer al enemigo, decidimos emprender la retirada.
El siguiente personaje en la mira fue José Agustín. Aborrecíamos su ninguneo de la cultura libresca –vaya contradicción de estos silvestres– en favor del rock y la contracultura. Ambiguamente canónico y acapulqueño, Agustín terminó pareciéndonos un candidato inútil, experto en paraísos artificiales que tardaríamos años en conocer y que lo alejaban de nuestros sobrios y apocados propósitos. Bajo el lema que amparaba el título de su mejor novela, Se está haciendo tarde, abandonamos de inmediato la causa de Agustín.
Jaime Sabines fue nuestro siguiente y desesperado prospecto. Ya habíamos leído algunas de sus páginas y su candidatura nos pareció la más viable de todas. Sin embargo, dos rebeldías opuestas entre sí me obsequiaron, gracias a Sabines, la primera de muchas contradicciones que ejercería hasta bien entrada mi juventud: serle infiel a mis principios literarios, por incipientes que fueran.
El lector excepcional que es mi padre nunca tuvo al chiapaneco en su biblioteca. De las Bucólicas de Virgilio a la obra de López Velarde, su paréntesis moderno lo abría y cerraba Neruda. La lectura de Sabines no estaba prohibida sino soslayada, así que tuve que emprenderla yo mismo, acudir a una librería de viejo y comprar su Nue­ vo recuento de poemas con la celeridad de un acto vergonzoso. Primera rebeldía: leer con fervor a un poeta desconocido por mi padre y saborear el orgullo de poder compartírselo. Segunda rebeldía (y gran aprieto): conspirar contra ese mismo poeta por su popularidad. Razones no me faltaban para asumir el compromiso que tenía enfrente: el éxito de Sabines exhibía su propia descomposición. “El arte sólo es popular entre artesanos”, sentenciábamos a los dieciséis.
Varios meses más tarde oímos hablar de una lectura que Sabines ofrecería en la Sala Netzahualcóyotl del Centro Cultural Universitario. De inmediato nos citamos en el café y el pleno de nuestro grupo, reunido un viernes por la noche, aprobó por unanimidad los siguientes puntos de acuerdo:
1)Apenas hayan transcurrido los primeros diez minutos de lectura, A. y M. se levantarán de sus butacas y gritarán a voz en cuello: “¡Muera Sabines!”
2)Aprovechando la confusión del público, H. –es decir, yo– se compromete a ser el “animador moral y espiritual” de la afrenta.
Llegado el día, A., M. y yo hicimos una fila interminable para entrar a la Sala Neza. Después de cuatro horas, entramos al recinto y subimos corriendo las escaleras para ocupar tres asientos en la sección del coro. Repasábamos ment...

Índice

  1. CUBIERTA
  2. PORTADILLA
  3. CRÉDITOS
  4. PORTADA
  5. PRÓLOGO
  6. I
  7. II
  8. III
  9. IV
  10. ÍNDICE