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Fantásticos orígenes literarios
UN PASADO MITOLÓGICO
Desde el principio de los tiempos, lo fantástico ha formado parte de la historia de la humanidad. Las diferentes culturas de las más diversas sociedades se servían de lo imaginario para explicar aquellos sucesos que no comprendían; un conjunto de mitos que recogían relatos repletos de magia y poderes sobrenaturales, sobre divinidades, seres fantásticos y humanos, que parecían impregnarlo todo.
Así pues, no es de extrañar que algunos de los primeros documentos escritos en la Antigüedad, que han llegado hasta nosotros, sean de carácter mitológico. Este es el caso del Gilgamesh, que contiene los orígenes de historias tales como los doce trabajos de Hércules o el diluvio universal. En este poema sumerio, los súbditos del despótico Gilgamesh, rey de Uruk, ruegan a los dioses para que les envíen un adversario que venza al monarca. Estos, accediendo a sus demandas, mandan a Enkidu, quien se convertirá, contra todo pronóstico, en compañero de aventuras del rey. Será tras la muerte de Enkidu cuando Gilgamesh emprenda un viaje en busca del secreto de la inmortalidad, durante el cual conocerá a Utnapishtim, inmortal que le contará la historia del diluvio universal.
Por su parte, los clásicos occidentales del género épico, protagonizados por emblemáticos héroes, impresionantes dioses y numerosos elementos fantásticos, se gestaron a orillas del Mediterráneo, al amparo de las mitologías griega y romana.
En la Antigua Grecia, donde los mitos también servían para reafirmar los principios sociales y las creencias morales de la sociedad frente a los bárbaros, se adoptaban con frecuencia criaturas míticas y fabulosas de otras culturas y se les otorgaba un aspecto más elegante, tal y como sucedió con quimeras, arpías y gorgonas. En aquel entonces, Homero escribió la Ilíada, poema sobre el décimo año de la guerra de Troya, también conocida por el nombre de Ilión, de donde deriva el título de la obra; y la Odisea, donde narra el viaje de regreso al hogar, después de la contienda, del héroe griego Odiseo, cuyo nombre latino era Ulises.
Las aventuras de Ulises, sus míticos encuentros con el cíclope, las sirenas, Circe y la eterna espera de su esposa Penélope han convertido la inteligencia, la sagacidad y las hazañas del héroe griego en uno de los más importantes referentes literarios. Su vuelta a casa es una lectura obligada para todos los amantes de los libros, las aventuras y la fantasía. Resulta un tema recurrente que asoma en muchas de las novelas modernas del género. No es para menos. Podría decirse que el padre de Telémaco fue el primer protagonista literario enteramente humano, con todas las debilidades y fortalezas que ello conlleva.
La épica continuó floreciendo en la Antigua Grecia con otras obras, como Los trabajos y los días de Hesíodo; aunque, sin duda alguna, la obra de Homero ha sido la más influyente y laureada de las que han llegado hasta nosotros. Sin embargo, no podemos ignorar que no solo de versos vivieron los antiguos.
Circe ofrece la copa a Odiseo (1891), de John William Waterhouse. Óleo sobre lienzo en el que la hechicera Circe ofrece a Ulises una copa mientras sostiene su vara en la otra y embruja a su tripulación. La imagen del héroe puede contemplarse en el espejo que hay tras ella.
Cuando se habla de las fuentes de las que se nutre la fantasía moderna, es frecuente hacer referencia exclusivamente a esos poemas épicos que cuentan las gestas de grandes héroes e ignorar las obras en prosa que, sin resultar en modo alguno realistas, también contaban en sus tramas con magia, animales fantásticos y todo tipo de seres fabulosos. Por todo ello, vale la pena recordar que en la Antigua Grecia tuvo su origen la fábula occidental y Esopo se considera uno de los primeros prosistas griegos de ficción. Sus fábulas se caracterizaban por su fin didáctico y estaban basadas en relatos populares protagonizados por animales, como El cuervo y la zorra o La cigarra y la hormiga. Además, aparecieron novelas como Las increíbles maravillas de allende Tule, del escritor griego Antonio Diógenes, donde se relata uno de los primeros viajes fantásticos a la Luna. Desgraciadamente, de la obra de Diógenes solo ha llegado hasta nosotros el resumen realizado por el patriarca Focio de Constantinopla en el siglo IX.
La literatura romana asimiló los modelos de la griega y, en lo que respecta a la épica, alumbró grandes clásicos como la Eneida de Virgilio, donde se narra el viaje de Eneas desde la destruida Troya hasta Italia; o las Metamorfosis de Ovidio, quince libros en los que se recogen más de doscientas leyendas de héroes y personajes mitológicos. Por lo que respecta a la prosa, su cultivo dio lugar a obras como el Satiricón de Petronio, que pretendía parodiar la Odisea de Homero a través de las aventuras de Encolpio y su amante Gitón, intercalando cuentos narrados por distintos personajes entre los que encontramos brujas maléficas y algún hombre lobo. Por su parte, el abogado y escritor Plinio el Joven, autor de diez libros de cartas y del Panegírico de Trajano, escribió el primer relato de fantasmas que se conoce, ambientado en una casa encantada en Atenas.
Toda esta prosa, carente de héroe aguerrido que salva el mundo, pero dotada de cierto componente fantástico o maravilloso, también tuvo su reflejo en El asno de oro de Apuleyo. La novela, que en un principio se tituló La metamorfosis, sigue las desventuras de Lucio, convertido en asno en un viaje a Tesalia. Esta historia, salpicada de magia y brujería, fue utilizada por Apuleyo como metáfora social de su época para remover las conciencias de la sociedad en la que vivía, tal y como harían en un futuro los escritores del siglo XVIII.
Pero si hay un prosista de aquel entonces que destaca entre todos los demás, nombrado hasta la saciedad por los amantes de la ciencia ficción y ninguneado en demasiadas ocasiones por algunos libros de texto, es Luciano de Samósata.
Luciano fue un prolífico autor, abogado y escultor que escribió la imprescindible obra Relatos verídicos, traducida en ocasiones como Historias verdaderas. Tradicionalmente, Relatos verídicos está dividida en dos libros. En el primero, Luciano comienza haciendo una defensa de la literatura de evasión y advierte que todo lo que va a contar es completamente irreal. Relata un viaje, protagonizado por él y cincuenta compañeros suyos, a bordo de una embarcación que parte de las Columnas de Heracles hacia el Océano de Occidente. Durante el trayecto, una tempestad los conduce a la isla de las Vides, donde las cepas, formadas en su parte superior por mujeres perfectas, intentarán atrapar y seducir a los viajeros, que huirán y llegarán hasta la Luna. Allí conocerán al rey Endimión, en guerra contra los habitantes del Sol a causa de un territorio que desean colonizar: la Estrella de la Mañana. El viaje continuará hasta amerizar de nuevo en la Tierra, con tan mala fortuna que la nave será engullida por una ballena, donde finalizará este primer libro.
El libro segundo prosigue con las aventuras de los viajeros desde la muerte de la ballena. Así, irán a la isla de los Dichosos, donde Luciano se encontrará con Homero y con Pitágoras de Samos, presenciará los Juegos Mortuorios, presididos por Aquiles y Teseo, y Odiseo le dará, a escondidas de Penélope, una carta para Calipso. Los aventureros entregarán ese mensaje y alcanzarán la isla de la Hechicería, habitada solo por mujeres que hablan griego y que esconde alguna que otra sorpresa. Así, Luciano de Samósata se convierte con esta obra en una fuente indispensable a la que siempre vale la pena volver.
EL ALBOR DE LA BATALLA
Pese a todo ese panorama de la Antigüedad, los libros, objetos siempre susceptibles de ser atacados, no se libraron de ello. Si bien es cierto que aún habrían de transcurrir varios siglos antes de que instituciones como la Inquisición se erigieran como guardianes de la cultura, provocando heridas irreparables en las bibliotecas de la época, también lo es que el cristianismo no fue el primero en arremeter contra las historias que no le convenían.
Antes y después, la letra escrita ha resultado ser presa fácil y, más tarde o más temprano, las historias maravillosas han sido pasto predilecto de las llamas. La cuna de Homero no fue ajena a los movimientos de aquellos que pretendían reprimir y controlar la imaginación del hombre. Incluso Platón, en sus famosos Diálogos, prohibía en su República la entrada a todos los poetas. El filósofo consideraba que la escritura y los libros eran culpables de la pérdida de memoria de los hombres, pues estos dejaban de necesitarla al plasmarlo todo por escrito. En la República platónica únicamente podrían contarse las historias que dignificaran y trataran adecuadamente a los dioses, a quienes consideraba incapaces de cometer actos malignos, y solo se admitirían los himnos a las deidades y los elogios a los héroes.
El Imperio romano, además de heredar los mitos griegos, asimiló muchos otros al expandir sus territorios. Como consecuencia, han llegado a nuestros días historias que, hasta entonces, solo habían circulado de forma oral, como las de la mitología celta. Los celtas transmitían sus conocimientos oralmente de generación en generación, en los que abundaban las historias sobre hadas, espíritus, monstruos, dioses y gigantes, en un tiempo en el que los narradores se establecían por el continente europeo plagando sus leyendas de héroes, brujas, hombres lobo, vampiros y dragones. Sin embargo, a pesar de esa difusión y asimilación de otras culturas, el Imperio también fue ejemplo de la intolerancia humana. Augusto destruyó numerosas obras griegas y romanas que no eran de su agrado y protagonizó una de las primeras quemas públicas de libros desde la fundación de Roma.
Durante los siglos III y IV, el desinterés de los cristianos hacia la literatura pagana provocó que muchas obras se perdieran en el abismo del tiempo. Las antiguas culturas fueron tildadas de primitivas, nocivas y supersticiosas; los druidas fueron perdiendo su poder y sus conocimientos, eran adaptados a las nuevas creencias. Así, muchos de aquellos mitos derivaron en leyendas.
San Jorge y el dragón de Raphael (c. 1506). La leyenda del dragón se popularizó durante el siglo IX por toda Europa, por lo que son numerosos los países, ciudades y comunidades que tienen a este santo como su patrón.
Como consecuencia, las tradiciones paganas se combinaron con las costumbres cristianas para captar nuevos fieles. Los héroes protagonistas de las antiguas historias se convertían en santos, las sacerdotisas de los antiguos cultos eran calificadas de brujas. La adoración a la madre tierra se consideraba pura herejía. Al fin y al cabo, los santos hacían milagros, no magia, tal y como se mostraba en narraciones como La vida de san Jorge, donde el santo liberaba a los habitantes de la ciudad de Silene de un temible dragón al que ofrecían sacrificios humanos.
La utilización interesada de los mitos y tradiciones se ensañó especialmente en la actitud del nuevo credo frente a las mujeres. Las sacerdotisas de los cultos a la Tierra o a la Luna fu...